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El Dios Escandaloso
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El Dios Escandaloso


El dios Casual: ¿Por qué el dolor?

Como indica Rémy Chauvin, biólogo docente en la Sorbona y ya director del Centro para la Investigación de Francia, en su interesante obra Dios de las hormigas, Dios de las estrellas,[8 - Rémy Chauvin, Dios de las hormigas, Dios de las estrellas, traducción de Rafael Lassaletta Cano, cit.] la violencia en la naturaleza con el animal que devora a animal (y, añado, hombre que agrede a hombre cuando se abandona al instinto bestial) «empuja a muchos hacia los altares del dios Casual, igualmente cruel, pero al menos no inteligente. Se trata de una objeción enorme, que nos tortura desde hace milenios. Mentes excelsas se han ocupado del problema y han concluido que todo el sufrimiento deriva de la finitud de la materia. Es el ser incompletos lo que genera el dolor: un animal debe nutrirse para sobrevivir y, al hacerlo, muy a menudo devora a otros «animales» y aquí Chauvin pone sobre la mesa los autótrofos, bacterias que, caso único, se nutren de minerales y no de otros seres vivientes. Plantea así al lector la pregunta retórica: «¿Por qué el Constructor no ha creado solo seres autótrofos?» La respuesta que da se concilia muy bien con el cristianismo. Responde que «esto se debe a que la inteligencia, que se configura como uno de los objetivos esenciales de la evolución, no habría podido desarrollarse si no es en heterótrofos (como el hombre – N. del a.) (…) Si el Constructor ha podido tolerar el sufrimiento tanto animal como humano para que el cosmos pudiera dar a luz la inteligencia, eso quiere decir esa es realmente una cualidad esencial».

Tengo que puntualizar, remitiéndome a la sección anterior, que es parte de la fe del cristianismo antiguo y todavía de hoy para católicos y ortodoxos, que el hombre ha sido creado libre para que elija en conciencia entre el bien y el mal gracias a su inteligencia.

Hay que entender por qué cerca de 1500 años después del inicio del cristianismo Lutero y Calvino proclaman, mucho más allá de los claroscuros de San Agustín, la predestinación y, en esta ausencia de libertad del hombre, anulan la belleza de ser libres y todos hijos de Dios.

Por tanto, la inteligencia es indispensable para el ejercicio de la libertad mientras que (Chauvin) el dolor en la naturaleza es indispensable para la inteligencia.

Es verdad que, como escribe el científico, quedan ocultas las razones de fondo del Creador al construir el universo tal y como es. Por ejemplo, se ignora por qué habría elegido muchas veces procedimientos biológicos tan complicados, como «los increíbles mecanismos que caracterizan la fecundación de las orquídeas» y por qué habría ordenado de modo repelente ciertos procesos, como el desarrollo y supervivencia de un parásito como la tenia humana: «¿Qué buscan los parásitos en sus inverosímiles migraciones en lo más íntimo de los seres vivientes?» En todo caso, lo que verdaderamente debe importar a quien tenga fe en la Revelación judeocristiana es saber que, como ya nos decía la experiencia y ha confirmado la biología, para la inteligencia, y por tanto para la libertad, son necesarias las tribulaciones y Dios nos ha creado libres y no guiñoles indignos. Porque, como dice San Juan en su primera epístola, Él es Amor: «Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4:7-8). Quien ama de verdad no puede querer la esclavitud del amado y menos aún puede quererla Dios, el perfecto por definición y el Amor en Persona. Según el cristianismo, la intención de fondo del Creador es divinizarnos, igual que es eternamente humana y divina la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo: Dios no se hace hombre, sino que ES hombre en su mismo Ser eterno. La vía a nuestra divinización consiste en la experiencia común en la tierra tan de Dios como nuestra, una experiencia de libertad y, por eso, también para el mismo Dios de riesgo y sufrimiento hasta la muerte y consiste en su resurrección, que, siempre en comunión de vida con nosotros, tiene como consecuencia nuestra asunción individual después de la muerte hasta su sempiterna vida divina. Muchos no saben estas cosas con claridad: incluso muchos cristianos conocen poco del cristianismo y, ese poco, bastante mal.

La causa de los equívocos sobre Dioses la ignorancia sobre el cristianismo

El Concilio Vaticano II ha afirmado que entre las causas del rechazo a Dios por parte de no pocas personas está la incapacidad de muchos creyentes de explicar a los demás el verdadero Dios de Jesús, porque son las primeras en no conocerlo de verdad y, a veces, incluso en confundirlo con una especia de monarca celeste absoluto:

«(…) en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión».[9 - Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, 7, parte I, capítulo I, número 19.]

En el cristianismo que tiene sus raíces en la Iglesia antigua, es decir, el católico y el ortodoxo, existe la práctica de dirigirse a los santos a fin de que intercedan ante Dios. Esa práctica se dirigía al principio solo a los mártires, pero la veneración pasó enseguida a personas que vivieron siguiendo el ejemplo de Cristo, aunque murieran de forma natural. Al contrario de lo que piensan los protestantes, esta práctica no es blasfema, porque se refiere a la idea cristiana de la vida eterna de los santos divinizados gracias a Cristo, contenida en particular en la primera epístola de San Juan: se trata de una comunión de personas santas en la divina del Hijo, por lo que dirigirse a un santo es como dirigirse directamente a Dios.

Para el cristianismo, cada santo mantiene su yo y no se confunde, despersonalizándose, en el Divino, al contrario que algunas filosofías y religiones orientales.

Evidentemente, hay que rechazar los casos en los que se pierde el límite, llegando a considerar a los santos y las santas como autores personales de las llamadas gracias o, incluso, más poderosos que Dios. Por otra parte, ciertas personas, aunque consideran a los santos inferiores al Señor, ven el Más Allá un poco como una corte real en la que los cortesanos pueden inducir al soberano a la benevolencia hacia aquellos a los que protegen: en esos casos la oración indirecta tiene como base la idea de un Dios autoritario al que implorar con temor valiéndose de las recomendaciones de personas santas que le agraden, una actitud que, como enseñan los evangelios, Jesucristo no desea en absoluto: el don del Espíritu Santo llamado temor de Dios no tiene nada que ver con la sumisión por miedo. No es seguramente el estado de ánimo que en el Génesis empuja a Adán y Eva, después de pecar a «esconderse del Señor Dios en medio de los árboles del jardín».[10 - Gen 3:8.] El temor de Dios no excluye la inquietud cuando se ha cometido una culpa y antes de la reparación, sino que es en todo caso algo positivo, es ese encomendarse al Espíritu de Dios que purifica según la exhortación de San Pablo: «Queridos hermanos, purifiquémonos de todo lo que mancha el cuerpo o el espíritu, llevando a término la obra de nuestra santificación en el temor de Dios».[11 - 2 Cor 7:1.]

En un pasado no muy lejano, la actitud de preocupado sometimiento recibía incluso el apoyo del magisterio de la Iglesia. Como recuerdo por experiencia directa, siendo muy pequeño, todavía en los años 50 del siglo XX, aún un poco antes del último concilio ecuménico, el catecismo del papa Pío X, que, con siete años, tenía que estudiar de memoria en sus partes principales para demostrar que conocía las bases principales del cristianismo y poder así acceder a la primera comunión y la confirmación, decía entre otras cosas:

13. ¿Para qué nos ha creado Dios?

Dios nos ha creado para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida y para gozarlo luego en la otra en el Paraíso.

(…)

15. ¿Quién se merece el Paraíso?

Se merece el paraíso el que es bueno, es decir, quien ama y sirve fielmente a Dios y muere en su gracia.

Un Dios que quiere que le sirvan no es ese Dios amoroso de Cristo, es el duro Yahvé de la Ley de ciertos pasajes veterotestamentarios y, sin embargo, estando la idea fijada en las mentes de los fieles desde niños, era precisamente el Señor-Patrón que se continuaba imaginando de adultos, con tantos pasos consecuentes al descreimiento susceptible o, al menos a la indiferencia agnóstica: lo afirmo por experiencia directa, con una posterior recuperación y seguida por una vuelta, aunque en la madurez, a los orígenes, gracias a muchas lecturas de estudios postconciliares sobre el cristianismo. Creo que, antes de aquel concilio, no mucho sentían un verdadero deseo de amar a Dios y que más bien se trataba de un temor reverencial por parte de quienes continuaban creyendo y practicando. Sobre todo, el precepto de conocer al Señor (no confundir con el Patrón) lo traicionaban precisamente los redactores del mismo catecismo, pues ellos mostraban un Ser egocéntrico, que quería el homenaje de los seres humanos, creados para sus propios fines, un Dios que, al cabo, como un antiguo soberano, recompensaba eternamente a quien le hubiera servido bien, lo que equivale a decir, dada la debilidad del hombre, casi ninguno, mientras que todos los demás no eran admitidos en el paraíso.


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