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El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín
El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín
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El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín


—¿Tenéis alguna idea de por qué el insulto de monstruo de circo?

—Porque… lo es, pobrecillo.

—¿Pobrecillo? —dijeron a coro los otros tres, mirando a Mariangela con desaprobación. Luego, solo Annunziata dijo:

—Tiene el aspecto que se corresponde con su carácter.

—¿Qué quiere decir? —pregunté, curioso.

—Quiero decir que tenía un brazo de más, sobre el pecho, que al entreverlo bajo la ropa parece salir de la espalda derecha, aunque no lo muestra nunca: como mucho, alguna vez despuntaban solo los dedos, asomando entre los botones de la camisa, me refiero a ciertos momentos en los que estaba más enfadado y no conseguía refrenarse.

—Además —intervino Jolanda—, en la parte de la derecha tiene una fila doble de dientes y una monja que vino aquí una vez nos dijo que también tiene un pedazo de cerebro de más. Es verdad que, a veces, le hemos sorprendido haciéndose preguntas y respondiéndose solo en voz baja. Además… también hay otra cosa… que no me atrevo a decir.

—¿Otra cosa?

—Sí —precisó Alfonso—, parece que entre las piernas… ¡tiene dos! —Y empezó a reírse.

—¿Quién os lo ha dicho? ¿También la monja? —pregunté entre contenido y divertido.

—No —respondió Annunziata— se lo dijo Giulia.

—¿Quién es?

—Una colega que fue despedida hace unos días: parece que el jefe le hizo propuestas… vaya, parece… que la quería en los dos sentidos, vaya.

—En realidad —se entrometió Alfonso—, no dijo que la quisiera en los dos sentidos, pero el hecho de que supiera de las dos cosas entre las piernas hace pensar que Tarsicio al menos se las hizo ver —Y se rio más fuerte que antes.

Pedí que me describieran al agresor. Todos estuvieron de acuerdo: se trataba de un hombre muy de unos cincuenta años, ojos castaños pitarrosos, sin cejas y completamente calvo, grandes orejas de soplillo, grande y grueso, cuello corto y potente, brazos de descargador y ancho de hombros, espalda curvada. Tenía una cicatriz violácea horizontal sobre la frente que la atravesaba casi completamente y la nariz achatada de un boxeador. La boca era pequeña, casi sin labios.

—… Y llevaba unos zapatos que serían de talla cincuenta —completó Mariangela.

—Tampoco este, como monstruo, está mal —bromeé con una breve sonrisa. Luego pedí que me dieran el apellido y la dirección de la empleada despedida y copié de los libros de contabilidad los datos de proveedores y clientes: datos incompletos, porque, como supimos por Alfonso, muchas de las ventas al detalle, las de los accesorios, se habían realizado a viandantes desconocidos y la mayor parte de las adquisiciones eran a personas privadas, pagadas al contado sin que quedara ningún rastro de ellas.

Ya casi era la una. Tras anunciar que tal vez volvería a pasar y que, en todo caso, serían convocados para una declaración formal, dejé que los empleados cerraran la tienda y me fui a casa de mis padres.

Después de un centenar de metros, cuando entraba en a Via della Consolata, me llegó la voz de Alfonso:

—¡Brigada! —Me había seguido, añadió en cuanto se acercó, para decirme algo a espaldas de Mariangela—: Parece que esa criña

se lo hacía con el jefe. Se ve —añadió— que le gusta que se lo hagan de dos maneras a la vez. Y por eso está de su parte. De todos modos… no sé, tal vez me equivoque, pero… ¿y si hubiera sido un pariente de Mariangela el que ordenara fraccare a golpes

al jefe?

—Me habéis dicho que el hombre tenía acento piamontés, mientras que Mariangela es del sur. Si fuese un pariente suyo…

—… podría haber emparentado aquí con uno de los nuestros —sugirió, recalcando la palabra nuestros como dando a entender que se trataba de una estirpe mejor y mostrando una mueca de disgusto.

—Está bien, lo comprobaremos.

—… pero le ruego…

—No diremos nada a sus colegas, esté tranquilo.

Nos dimos la mano: la suya era viscosa.

III (#ulink_7f5d8212-5872-54cf-b090-64b65b804c39)

De vuelta a la oficina después de tomar rápidamente la pasta con mis padres, redacté el informe para Vittorio.

Mi amigo no estaba. Hacía una media hora que se había ido a la estación de Porta Nuova para esperar un tren que debía traerle de Nápoles una ancella, como había pronunciado en broma. Se trataba, había precisado, de una huérfana de diecinueve años apenas alfabetizada, Carmen, que le enviaban su padre y su madre, «después de las debidas enseñanzas domésticas durante dos meses por parte de mamá», para que le llevara la casa, con un salario razonable, impidiendo así que, al vivir solo, continuará «estropeándose el estómago y el hígado en las casas de comidas».

Mi amigo llegó a la comisaría hacia las cinco de la tarde y con cara de completa satisfacción me dijo:

—Hoy he comido bien, ¡viejos sabores de mi hogar! Te tengo que invitar, Ran —Pero cuando supo acerca del caso del monstruo, se puso serio—: ¡A trabajar! Mira: esta tarde, hacia la hora de la cena, te vas a la casa de la tal Mariangela, como un invitado inesperado, y mientras están todos en la mesa ves si alguno de ellos tiene las características del agresor, escuchas y… en resumen, ya me entiendes. Pero trata de no despertar sospechas delante de sus parientes si ves que todo está bien. Cuando vuelvas, me cuentas.

Mariangela y su familia, los Ranfi, vivían en la periferia, en una casa nueva con portero automático. Eran poco más de las 19:

—Soy el brigada Velli —grité espontáneamente, ya que la voz masculina que me había respondido apenas se oía.

El hombre replicó con impaciencia:

—… ¿pero por qué tiene que gritar tanto? —Y añadió un insulto vulgar.

—¡Seguridad Pública! —dije enojado.

—¿Cómo? —La voz está vez, sonaba alarmada.

Recordando que no tenía una orden judicial, me contuve y repliqué con calma:

—Soy el subbrigada Velli. Déjeme subir: debo hablar con la señorita Mariangela. Es por la agresión.

—Ah… sí: primer piso, escalera B, de Bolonia.

Estaba a punto de entrar cuando un hombre de unos cincuenta años salió ágilmente del edificio mirando al suelo. Era grande, calvo y tenía un esbozo de joroba. En un segundo, lo detuve mostrando mi placa:

—¡Documentos! —¿Tal vez habían tardado en abrirme para que pudiera salir?

Me dijo espontáneamente, con un fuerte acento siciliano:

— Pe'cché mai, che fici?! Niente di niente fici!

—¡No discuta! ¡Documentos! —Por prudencia, colocando la mano derecha a un lado, bajo la chaqueta, la acerqué a la pistola que llevaba en su funda mientras con la izquierda tomaba la tarjeta de identidad del hombre.

Era un comerciante ambulante, que vivía en el edificio. Su apellido, Gargiulo, no se correspondía con el de Mariangela, pero podía ser un pariente político.

—Lléveme a su piso.

—… pero comisario…