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Todas Las Cartas De Amor Son Ridículas
Todas Las Cartas De Amor Son Ridículas
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Todas Las Cartas De Amor Son Ridículas


    Tuya hoy, mañana y siempre.

CAPÍTULO TRES

Nuestra historia empezó en el instituto. Una chiquilla exaltada vociferaba a voz de trueno su reclamo contra el rector. Era la agraciada Eloísa. Delgada, con su cintura de porcelana y su rostro de ángeles, su moño en retaguardia y el carisma desbordando por el ímpetu juvenil. Al conocernos, poco a poco, una cercanía disfrazada de amistad nos juntaba. El momento más importante de los recesos era poder verla y dirigirle un saludo con la mirada. Las mañanas se empeñaron en volcarme al lado de ella. Gradualmente mis ilusiones parpadeaban; a veces, exaltado, no cabía en mí, porque me elegía para una charla de su recreo; en otras ocasiones triste, porque ella agotaba sus minutos en la algarabía de su grupo de amigos.

Una mañana, luego de haber salido del instituto y después de haber sido partícipe de algunos juegos de una feria que se había instalado en el pueblo, me paseé por un callejón no tan habitual en mis recorridos con la intención de dirigirme a casa. Escuché unos gritos a mi espalda. A lo lejos, una cuadrilla de muchachas de uniformes desaliñados me incitaban con las manos para que me acercara a ellas. Un parque tiznado de arenilla nos ofreció su piso como único asiento. Los comentarios llenos de puerilidades (de los cuales yo era ajeno) de aquellas nínfulas me impedían participar en la charla. Brillé por mi silencio y dirigieron sus miradas hacia mí. Ya dile, me dijo una chica de pecas dirigiendo la mirada a Eloísa. Los nervios se apoderaron de mi piel. Recordé que una semana atrás había despertado con la clarividencia de estar enamorado. Pretendí retrotraer un discurso amoroso que había repasado desde pocos días antes, pero las palabras volaron a una dimensión imposible de cruzar. Me reí con recato. Fue cuando escuche la expresión: Ya díganse. Lo había manifestado la amiga más allegada a Eloísa y esto me estimuló a hablar. La miré. Estaba sentada con las piernas entrecruzadas en la posición de loto.

No tuvo que pasar más que un minuto para que un corto beso (corto en lo corporal pero substancioso en nuestro interior) se hiciera presente bajo el amparo de las miradas expectantes de las muchachas. El grito juvenil de las compañeras que habían permanecido suspendidas ante mi declaración amorosa retumbó acompasado, misteriosamente unánime, como preparado con prelación, develando la consumación del ritual al tocar su boca con la mía y extinguir por fin la virginidad labial de su querida amiga.

Alguna vez fui virgen. Siempre pensé que al primer hombre al que entregaría mi pureza sería a él. Esa sensación de cosquilleo me llegaba cada vez que terminaba de leer sus cartas de amor, inteligentes, apasionadas y ridículas, como deben ser todas las cartas de amor. Después de todo teníamos una relación de algunos años.

Pero me he desviado del tema, querida amiga, y ya que insistes en conocer mi historia procederé a intentar culminar mi relato.

Si hay algo que aún no se me borra de la memoria, más que el registro visual, es el olor de sus cuerpos. Si algún día me pidieran que identificara a alguno de ellos por la naturaleza de su contextura estoy seguro de que erraría en mi exploración de mayor manera a que si lo hiciera por sus olores.

El hombre silencioso, a quien con el paso del tiempo he preferido darle el nombre de mudo, tenía un olor particular a aceite de máquinas, como si su trabajo hubiese sido lubricar durante todo el día los engranajes de complicados mecanismos. El orondo apestaba a cebollas rancias, un tufo emanado de sus axilas y que se intensificaba a medida que caían las gotas de sudor de su frente sobre mi rostro. El joven olía a canela, pero a ratos marcaba en el ambiente una fragancia nauseabunda de marisco macerado.

Las embestidas de la alimaña gorda eran las más atroces. Soportar el peso de su corpulencia tosca y repulsiva era lo menor comparado con sentirlo en mis entrañas.

CARTA TRES

¿Padece más quien espera la caricia de su amor, o aquella tristeza que no tiene a nadie a quién esperar?

    La Poeta

Aseguraba un francés que las cartas de amor se escriben empezando sin saber lo que se va a decir y se terminan sin saber lo que se ha dicho.

Siempre que te escribo trato de hacerlo con una idea fija que paulatinamente voy desarrollando. Esto no es algo que he inventado, sino que lo he extrapolado de una teoría del cuento, según la cual las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas. He entendido esta fórmula como la definición de la escritura, en cualquier ámbito.

Pero entremos en materia. Una filósofa africana ha profundizado en el tema del amor, y en su obra que precisamente lleva de título Profundidad de las artes amatorias nos ilustra al mostrar el lado pasivo del deseo que llega a su clímax al satisfacerse y el carácter diligente del amor como fuente de actividad. Lo condensó en una frase poderosa: El amor es la insatisfacción infinita. No existe verdad más irrefutable.

Esta es la tesis que desarrolla a lo largo de su obra, a veces un poco hiperbólica, es verdad, pero nunca exenta de encanto. La parte interesante es aquella frase. El deseo, según la pensadora, culmina cuando se satisface. Deseamos algo y cuando lo conseguimos pues fin del cuento.

Pero cuando el deseo está ligado al amor, es diferente: Existe la posibilidad de que el deseo pueda encaminar hacia el amor; lo amado, irrefutablemente lo deseamos, agrega la filósofa.

Hoy quiero que sientas que a través de mis palabras puedo acariciarte, y no con los roces prosaicos que nos tributan las delicias del pudor, sino, más bien, con estas caricias indelebles.

Tal como los bardos inmortalizan a sus amadas, este humilde practicante desearía poder glorificar tu ser con canciones que te refresquen tu sed juvenil, con poemas que te arrullen las tardes. Declararte lo enamorado que me encuentro de ti, diosa virginal, todopoderosa, de mi amor la dueña, de mi amor la esclava, como las beatas esclavas del Antiguo Testamento, con un candor de cosmos como Proserpina, reina infernal, o alguna diosa pagana. Eres Musa de poesía. Tú: mil mujeres en una. Mil diosas en una. Mi Pandora, mi Eva, mi María Magdalena tan purificada entre los besos de Jesús.

Tú, que tan bien sabes dominar mi espíritu, eres mi dueña. Y estás a cada momento. Porque me cura de la melancolía tu recuerdo afable: de tus palabras susurradas en el viento y de tu rostro iluminando el espacio que podría estar vació a no ser porque adoras a este loco que vive solo para ti.

Tu ser me resulta más hipnótico que un cuento fantástico, tan envuelto en misterios como una historia de suspenso, pero al mismo tiempo tan real y profundo como una novela de crudeza realista. Y no se trata de ninguna contradicción, porque a veces me resultas tan certera y paradójica.

Con una visión que excede a lo cotidiano trato de llegar a ti y adentrarme en lo más recóndito de tu amor. Y consigo ver a través de tus ojos (que son infinitos receptáculos de clarividencia, como lo sería una bola de cristal para una vieja versada en cristalomancia, pero tan delicados y puros como el oráculo de Delfos), puedo ver, decía, por medio de tus ojos, esa profundidad de mujer madura, esa fuerza indomable que llevas en lo profundo, y me hace pensar en la fortaleza de un dios. A veces me resultas demasiado divina para proceder de descendencia terrenal. Tus antecesoras solo pueden ser las mismas que las de Ariadna, divina casta de diosas.

Y mientras tanto, solo tengo un oscuro minotauro que gira y gira en el laberinto circular de mi cerebro, esperando que un Teseo (divino amor que me profesas) rompa con su hilo esta soledad brutal.

Por eso me pregunto, junto a la poeta: ¿Padece más quien espera la caricia de su amor, o aquella tristeza que no tiene a nadie a quién esperar? Aunque la respuesta es obvia, el dolor, cuando es producto de la espera del amor, no es amargo, y aparece mi promesa de que aun teniéndote cerca nunca dejaré de escribirte cartas de amor. Porque me amas y porque te amo, porque te espero, y porque tú también esperas, pero sobre todo porque nuestro amor siempre será una insatisfacción infinita.

    Tuyo, donde sea.

GRATITUD

La gratitud deriva de las manos y parte por nuestros brazos hacia el nervio espinal. Es de color violeta que personifica la templanza y la reflexión. Se ofrece con un sabor dulce y con un perfume leñoso. Su efigie simbólica es la Madera y siempre estará tallada en este material. En las cartas del Tarot la amoldo con El Colgado, que pende de la rama de un árbol y ejemplariza la entrega y sacrificio. En el zodiaco occidental la figuro con el signo Capricornio, matriz de toda generosidad. En el zodiaco chino la revelo en El Jabalí, que nunca guarda resentimiento y es de espíritu altruista. La gratitud es Condensada y se dirige al Oeste detrás de un Lobo que se alimenta de lo viejo y elogia lo nuevo.

CAPÍTULO CUATRO

Desfilaron nueve días para que mi humanidad ingresara por el límpido portal de su casa en la fiesta de sus quince años. Llegué temprano, con mi regalo sanguinariamente inocente (para ese tiempo mi madre trabajaba como modista y el presente que le llevé fue un corte de una tela barata) y con una sonrisa que camuflaba el nerviosismo. Media hora más tarde me encontraba sentado en la sala principal orquestando la manera de no salir a bailar. Al fondo, en la antesala, las voces airadas de expertos en charlas se intensificaban en la misma proporción que incrementaba el vigor de la música. De seguro estaban sus padres, familiares y personas allegadas, gentes de cenáculos sabatinos, todos disfrutando de los placeres de la convivencia del instante (o al menos así lo imaginé, pues no me abordó la curiosidad de observar quiénes eran y me aventuro a manifestar que aunque lo hubiese hecho lo más probable es que no hubiera reconocido a ninguno). Me rodeaban en su mayoría sus compañeros del instituto. Mi ineptitud para interactuar afloraba a cada instante y no sabía cómo responder al momento: el animal de caverna se enfrentaba por vez primera al mundo selvático de las fieras sociales.

Llegó el momento del baile. Las piernas me tartamudeaban y me imploraban el alivio del reposo y no porque estuvieran cansadas sino porque les avergonzaba su tosquedad. Ella era la experta y me tomaba de las manos como si hubiera querido enseñarme en un instante las danzas que quizá no aprenda en toda la vida. No recuerdo si bailé con alguien más. Lo más seguro es que no. Me retiré con la anticipación que me imponía el reloj y al salir de la fiesta me despidió con un beso en la mejilla. El postre, inalcanzado por mi apremio, apareció un par de horas más tarde en mi pórtico. Sus brazos delicados extendiéndome el platillo descartable constituyeron un paso más hacia el enamoramiento.

Aunque el gordo era el más rudo, el mudo era el más fuerte. Me estrujaron por fuera y por dentro mientras silenciaron mi desesperación al tapar mi boca que gemía con desconsuelo e impotencia, y mis lágrimas impactaban en el pavimento.

El joven era el más impetuoso y al contrario de lo que se pueda pensar, nunca mostró indecisión y arremetió en mí con la misma predisposición que sus mayores.

Seguramente algún alma asustadiza habrá visto la atrocidad. Estoy segura de ello, pues a lo lejos noté una luz, algún vehículo que enfocó el desenfreno y luego huyó. Podrás pensar, querida amiga, que fue una alucinación propia de mi desesperanza, como aquellos refugios de agua que imaginan los peregrinos del desierto en la aridez de sus exilios. Pudo haber sido una visión o un recuerdo inventado por mi memoria avejentada, pero estoy segura de que no. Fue real, tan real con la bestia de tres cabezas que poseyó mi cuerpo aquella noche.

CARTA CUATRO

Los medios de comunicación que hoy disponemos acercan a las personas cada día más. Telecomunicaciones de imagen y audio se pueden obtener solo con presionar un botón. La Red es un medio que ha recortado las distancias. Si un antiguo pintor hubiese observado semejante prodigio, de seguro hubiese pensado que se trataba de alguna poderosa alquimia. Si hubiese sido alguna santa del medioevo quien lo hubiera contemplado, indudablemente hubiese creído que era un artificio del maligno.

La tecnología depende del tiempo, y avanza junto a él. Desde que el primer homínido plasmó la primera pintura rupestre en alguna caverna ya olvidada, hasta que en este preciso instante, en alguna parte del mundo, la menos experimentada de las impúberes teclea en su teléfono algún mensaje de texto, la intención de comunicarnos no ha variado. Solo han variado los medios.

Cuando el humano fue capaz de formar un lenguaje articulado (tanto oral como escrito), su deseo de expresión se fortaleció. Uno de los medios más usados en todos los tiempos ha sido la carta.

Las cartas de escritoras, políticos y oradores romanos aún son estudiadas por su valor literario, y las de las antiguas griegas por su valor filosófico.

Las Escrituras Sagradas están repleta de estas manifestaciones. Los Santos fundamentaron la teología vigente a base de epístolas. Y el gran libro contiene las epístolas a los colosenses, a los filipenses, a los gálatas, a los hebreos, a los romanos, como también las dirigidas a los corintios y a los tesalonicenses, donde los apóstoles continuaron propagando sus ideas.

Se sabe que Anastasia Dross, renombrada filósofa latinoamericana, escribió, aparte de novelas, ensayos, poemas y obras de teatro, más de veinte mil cartas. En promedio, Dross debió escribir una carta por día.

En el otro extremo está Alessandra Zimbardo, filósofa italiana que murió el mismo año que Dross, para quien escribir una carta era un proceso agotador y un verdadero tormento. Zimbardo lo confesó en sus memorias: No puedo redactar carta alguna, cuya importancia sea variable, que no me demande horas de frustración.

Las cartas han sido tomadas como un poderoso recurso literario.

Un escritor francés, autor de su famosa novela Cartas persas, logra, a través de epístolas que emiten dos personajes, realizar una fuerte crítica a la sociedad de su época. En esta obra no se salvó ni la respetada sociedad burguesa, ni las instituciones políticas y religiosas, ni mucho menos la literatura de su tiempo.

Uno de los casos que más me impactó hace algunos años fue la obra de una autora islandesa titulada Las tribulaciones de la joven estudiante Dögg, que trata sobre una joven apasionada que dirige a una amiga los escritos de sus desventuras al no poder declarársele a un muchacho, desesperación que termina con el suicidio. Esta novela al parecer influyó mucho en la juventud, muchachas que exaltadas al terminar de leer la obra desataron una ola de suicidios. Esto me incitó a leerla. Una enciclopedia nos narra: Las tribulaciones de la joven estudiante Dögg fue imitada por las jóvenes no solo en el vestuario, sino también en su trágico final: según se dice, causó más suicidios que palabras contienen sus páginas.

Al leerla se me acabó la magia. Comprendí que era una novela de su tiempo y que en ninguna circunstancia podría influir en la época actual.

Las cartas han cumplido un fin: el de expresar las situaciones, las ideas, los sentimientos, los pensamientos, de quienes las redactan. La tecnología nos da ahora las cartas electrónicas, que viene a realizar la labor de una forma mucho más acelerada. Los mensajes de texto han sido otro medio que de igual forma acortan las distancias. El predecesor incuestionable del mensaje de texto del celular es el telégrafo.

No obstante el lado positivo, también me gustaría evidenciar alguna objeción. Aunque estas pulidas tecnologías acortan el espacio y el tiempo, padecen del defecto de lo efímero, en tanto que una carta real inmortaliza el instante.

Este es un buen motivo para considerar el valor de una carta (en el sentido tradicional) como insustituible en una manifestación y exaltación del vínculo que hemos formado en torno a nuestro amor. Por ello me gusta que nos escribamos. Porque considero que las cartas (las que se vienen redactando desde los tiempos de las antiguas filósofas griegas) contienen un grado mucho mayor de perdurabilidad y significación que cualquier otro medio.

Quizá aún existan personas que añoren, en imaginaciones románticas, esas esperas de respuestas que tardaban días o semanas en llegar. Que imaginen cómo sería escribir una carta expresando todo lo que siente o se conoce, como hacían nuestras buenas filósofas. Aunque lo más probable es que en las épocas actuales sean totalmente excepcionales las personas que piensen que el uso exclusivo de las cartas tradicionales sea la mejor forma de comunicación. Por otro lado, cada época tiene sus opciones y las personas se aclimatan a sus recursos.