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El Viento Del Amor
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El Viento Del Amor


En el siglo VIII antes de Cristo, Asiria, bajo Tiglatpileser III, rey desde el 744, pasa de ser reino a convertirse en imperio al conquistar muchos estados e instaurar sus gobernadores y la práctica de deportar a parte de las poblaciones vencidas, sustituyéndolas por otras: los asirios son enviados a norte, hacia Urartu, al sur han conquistado Babilonia, que fue suya en el pasado y al este han vencido a los medos, al norte se expanden hacia las zonas mediterráneas y finalmente derrotan al reino de Israel y, poco después, a Egipto.

En el 721 a.C., el rey asirio Sargón II ha conquistado Samaría, la capital de Israel. Deporta posteriormente «a los israelitas a Asiria. Los estableció en Jalaj y sobre el Jabor, río de Gozán, y en las ciudades de Media» (2 Re 17, 6). Traslada a otros pueblos a las tierras de Samaría desde regiones distantes del imperio, que, al unirse con los remanentes no deportados, constituirán los que se llamarán samaritanos, mal vistos por los hebreos todavía en el tiempo de Jesús, porque se les consideraba bastardos: con ese término denominaban los hebreos a los supuestos descendientes de padre hebreo y madre no hebrea. La ciudadanía judía y el estatus de hebreo se transmitían por parte de la madre y todavía hoy en el estado de Israel es hebreo quien tiene madre hebrea. Las diez tribus del norte son por tanto absorbidas por otros pueblos, mientras que algunos componentes bajan al sur y se suman a Judá.

La duodécima tribu, descendiente del hijo de Jacob de nombre Leví, era la sacerdotal (a ella pertenecían Aarón y Moisés) y, a diferencia de las otras once, no había tenido una asignación concreta de un territorio después de la conquista de la Tierra Prometida.

En los tiempos de Jesús, los levitas eran los ayudantes de los sacerdotes, formando todavía parte de la clase restringida de los saduceos y supuestos herederos del antiguo sumo sacerdote Sadoc, de la época de David.

En todas las zonas sometidas por los asirios, y por tanto también en los territorios hebreos, se refuerza el culto del dios nacional, momento en el que, en concreto en el protectorado del reino de Judá, se refuerza el culto exclusivo a Yahvé, aunque todavía se le considera solo el primero entre los dioses (henoteísmo), no el solo y único Dios. Además, como ya Yahvé se entiende por ese movimiento como la Divinidad a quien de modo particular agradan los pobres y los protege, aparece una reclamación de una reforma legislativa a su favor. Un jurista de Jerusalén, el escriba Sabán, propone un nuevo código, que incluye tanto la prohibición de adorar a los otros dioses como mejoras a favor del pueblo indigente. Lo llama la Ley de Yahvé. No hay seguridad de si lo presenta expresamente como el Documento de la alianza mosaica, aunque Sabán afirma que el rollo de esta Ley lo ha encontrado el gran sacerdote Elcias en el 621 a.C., en los laberintos subterráneos de un santuario del templo de Jerusalén, lugar sagrado ya dedicado a Yahvé, pero donde posteriormente se había erigido un altar pagano. De ese modo, el jurista presenta la Ley al rey Josías, soberano que había ascendido al trono muy joven y que reina en un periodo (640-609 a.C.) en el que el nuevo imperio babilonio está a punto de sustituir al asirio. Es posible que Sabán hubiera puesto por escrito una tradición oral y luego, de acuerdo con Elcias, la haya presentado como un documento antiguo encontrado en el templo. En todo caso, el soberano acepta como auténtico este libro, después de haber sido convalidado por una profetisa: es un material que se integrará durante o después del exilio en el libro del Deuteronomio, sobre todo en los capítulos del 12 al 26 y en el 28: en ese libro, influido por el profetismo tras el exilio, resonará la antigua legislación de Judá con la apelación moral básica de tutelar las relaciones de hermandad e igualdad entre los miembros de la sociedad.

En el extremo opuesto, en otro texto del Pentateuco que es expresión del elitista grupo sacerdotal, el Levítico (ver, en este ensayo, el Capítulo II – LAS TRADICIONES VETEROTESTAMENTARIAS BASICAS), estará en primer plano la exigencia de pureza, identificando la ética con la pureza ritual y legal y será el código levítico, más que la idea deuteronómica de justicia, el que seguirá siendo prioritario en Israel, todavía en tiempos de Cristo.

Debido a la recuperación, Josías intenta una reforma monoteísta, o más probablemente henoteísta, eliminando de su reino a nigromantes y adivinos y derribando ídolos. Se trata de una gran reforma religiosa, cultural y política que, sin embargo, no entra en el corazón de Israel: cuando el soberano es derrotado y muere en la guerra contra el rey Necao II de Siria, un hecho considerado como un mal augurio, el reino de Judá vuelve al politeísmo, hecho que los profetas Jeremías y Ezequiel considerarían como la causa de su ruina, aunque la esperanza no estará ausente en ellos y anunciarán tiempos nuevos y mejores.

Así Jeremías, después de que Jerusalén caiga por obra del ejército babilonio, profetiza: «Llegarán los días –oráculo del Señor– en que estableceré una nueva Alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la Alianza que establecí con sus padres el día en que los tomé de la mano para hacerlos salir del país de Egipto, mi Alianza que ellos rompieron, aunque yo era su dueño –oráculo del Señor–. Esta es la Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días –oráculo del Señor–: pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo. Y ya no tendrán que enseñarse mutuamente, diciéndose el uno al otro: “Conozcan al Señor”. Porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande –oráculo del Señor–. Porque yo habré perdonado su iniquidad y no me acordaré más de su pecado» (Je 31, 31-34) y Ezequiel, durante el exilio en Babilonia, escribirá como portavoz de Dios: «Los rociaré con agua pura, y quedaréis purificados. Los purificaré de todas sus impurezas y de todos sus ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo: os arrancaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros» (Ez 36, 25-27).

Mientras que estos profetas anunciaban la liberación política de los hebreos de la servidumbre en Babilonia, el cristianismo, teniendo otras intenciones humanas, verá en sus textos inspirados los anuncios del Cristo Salvador, portador de la alianza nueva y definitiva. En el Evangelio, Jesús se refiere a Jeremías después de haber bendecido el pan eucarístico: «Después de la cena hizo lo mismo con la copa, diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por vosotros”» (Lc 22, 20).

Gebhard Fugel, Sobre las aguas de Babilonia, Museo Diocesano, Freising.

Las deportaciones a Babilonia

El reino de Judá cae bajo el influjo de Babilonia y, a consecuencia del rechazo en el año 598 a.C. del rey Joaquim, hijo de Josías, de permanecer bajo esta influencia, al año siguiente la capital Jerusalén es asediada por el rey Nabucodonosor: Después de unos pocos meses, muerto Joaquim, tal vez asesinado por algunos de los suyos con la vana esperanza de que el soberano invasor levantara el asedio, su hijo Joaquín (o Jeconías) se rinde (2 Re 24,12) y, como refiere el libro del poeta Ezequiel (Ez 17) es deportado a Babilonia en el año 597 (o 596) a.C. con la familia, los principales miembros de la aristocracia, los guerreros, los eunucos de la corte, además de los herreros y los demás artesanos cualificados. El segundo libro de los Reyes (2 Re 24, 14-16) precisa que los exiliados se ubican en diversas localidades, sobre todo en Tel Arsa, Tel Abib, Addam, Kerub, Kasifya e Immer, a lo largo de las orillas del río Kebar, en las cercanías de la antigua ciudad, entonces semirruinosa, de Nippur.

Nippur fue erigida por los sumerios en el sur de Mesopotamia y había tenido su máxima expansión en el III milenio antes de Cristo, debido a la importancia del templo en honor del dios Enlil. Quedó semiabandonada hacia el año 1000 a.C. y solo volvió a tener de nuevo importancia siglos después del exilio hebreo, en el siglo III a.C., bajo los partos.

Se trata de aquellos lugares de la Mesopotamia meridional en los que surgía la ciudad de Ur de los caldeos, desde la cual, según tradición y como se indicaría por escrito en el siglo V a.C. en el libro del Génesis, había empezado a actuar Abraham, el padre de la estirpe de los hebreos, debido a la llamada de Dios (Gen 17, 1-14).

Ezequiel (circa 628 – 570 a.C.), hijo de sacerdote y destinado en convertirse en uno, fue deportado en el curso de esta oleada, junto al rey Joaquín. Como el cargo sacerdotal solo se puede ejercitar a partir de los treinta años y él cumplirá esta edad estando ya en el exilio, al contrario que su padre, nunca llegará a ser sacerdote, pero se convierte en profeta. Trata de infundir en sus compañeros la fe en la redención de Israel, que se producirá históricamente unos sesenta años después, por decisión del rey Ciro II de Persia. El largo libro de Ezequiel tiene tres partes. En la primera se denuncian los pecados de Israel que llevan al castigo de Dios con la caída de Jerusalén (capítulos 1-24). La segunda comprende el anuncio de la desgracia en la que incurren las naciones idólatras (25-32). Por fin, en la última parte (33-48), Dios encarga a Ezequiel exhortar a los hebreos a la confesión de sus pecados y anunciar una nueva Jerusalén.  Entretanto, se deja al reino de Judá formalmente con vida bajo el rey fantoche Matanías, tío de Joaquín, al que Nabucodonosor cambia de nombre a Sedecías, como señal de sumisión (2 Re 24, 17). El soberano babilonio mantiene parte de su ejército vigilando a Judá. El débil rey, influido por una corte antibabilonia y teniendo dificultades para pagar el duro tributo a Babilonia, se rebela aprovechando el hecho de que el faraón egipcio Hofra ha enviado una expedición contra Nabucodonosor para conquistar tierras fronterizas y este, debido a esta urgencia, ha alejado sus tropas. Egipto es derrotado, Nabucodonosor actúa contra Jerusalén y la ciudad es vencida, saqueada y entregada a las llamas: las murallas y el templo son destruidos (2 Re 24-25; Je 39; 2 Cr 36). Una parte notable de la población, como refiere la Biblia en 2 Re y en Jeremías (2 Re 25, 8-21 y Je 52), es llevada a la fuerza a Babilonia en una deportación posterior que afecta a la nueva clase aristocrática y a cualquiera que se haya declarado a favor del rey Sedecías. Este es cegado, deportado a su vez y encarcelado, después de haber visto como se ejecutaba a sus hijos, asesinados para que no tuviera más descendencia.

En Judea y en lo que queda de su capital permanecen los hebreos pobres, a cuyo frente se pone al rey fantoche Godolías, antes primer ministro y traidor amigo de los babilonios. No mucho después, este soberano es asesinado y el reino de Judá, en ese momento, deja de ser tal: el territorio se convierte, también formalmente, en súbdito de Babilonia.  Según el profeta Jeremías, se produce, asimismo, en los años 582-581 a.C., otra deportación que afecta a ciertos palestinos que habían intentado resistir desesperadamente en connivencia con moabitas y amonitas (Je 52,30).

En resumen, una gran parte del pueblo hebreo vivía entonces en el exilio, a causa de las sucesivas deportaciones, en lo que se llama habitualmente la servidumbre babilonia.

El exilio resulta un punto de inflexión en la historia político-religiosa de Israel.

Los que quedan en Judea continúan el culto donde se erigía el templo, manteniendo una relación directa con el pasado, y no se excluyen del todo las composiciones bíblicas: fue tal vez entre los que quedaron en la patria y no entre los exiliados donde nace el libro de las Lamentaciones, obra de autor desconocido, atribuida en el pasado erróneamente a Jeremías, cinco composiciones poéticas escritas siguiendo el estilo y el ritmo de los antiguos cánticos fúnebres judíos, en las que se refleja el tormento por la pérdida de los seres queridos exiliados o muertos, por la pérdida de la nación y la devastación de la capital y el templo, por la disminución del sacerdocio y de los sacrificios rituales.

Se trata de un ritmo fúnebre peculiar, llamado kinah, en el que falta un elemento: se trata de un artificio estilístico para evidenciar la falta de la persona perdida, en este caso la ciudad de Jerusalén personificada.

En cuanto a los deportados, al principio sus pensamientos y el sufrimiento personal del exilio les supusieron una grave crisis. Sin embargo, la fuerza de la tradición judaica, tanto oral como expresada por escrito en los textos de los profetas antiguos y en una primera redacción de la obra deuteronómica, fuente bíblica de la que hablaré en el próximo capítulo, textos transportados por sacerdotes y escribas, hacen al lugar y la época, en las reflexiones teológicas de los deportados expresadas en primer lugar por Ezequiel y, hacia el final del exilio, por el Deutero Isaías, autor de los capítulos del 40 al 55 del libro de Isaías, extremadamente favorables a una maduración de la fe de Israel. La servidumbre babilonia se concibe en cierto modo por la gente más culta como una furia del Señor constructiva, dirigida, no tanto a castigar las culpas, lo que equivale a decir la indiferencia por el dios de Israel por parte de los hebreos y también la idolatría de otros, como a causar el arrepentimiento positivo y la vuelta a pleno culto de Yahvé.

Los exiliados eran normalmente seguidores de la fuente bíblica deuteronomista, influida por los profetas anteriores al exilio, igualitaristas y populistas, pero entre ellos no se encuentra el profeta Ezequiel, que no solo tiene un vocabulario y estilo diferentes, sin también ideas legales distintas, las cuales pasan a un grupo de seguidores, cuyos estudios confluirán, después del retorno a Israel, en la escuela teológica sacerdotal, compuesta por archiveros y estudiosos de tradiciones en función del futuro, a los cuales debemos escritos como el libro del Levítico y la historia de la Creación en el primer capítulo del Génesis. La idea de Yahvé como creador tiene mucha importancia también en el Deutero Isaías, que concibe además la escena de Yahvé sentado sobre el trono en los círculos celestes, que declara solemnemente ser el primero y el último y que aparte de él no hay otro dios, porque los dioses de otros pueblos son solo ídolos de piedra o de madera que no pueden dañar ni ayudar a nadie: un claro paso del henoteísmo al monoteísmo.

Al formarse un monoteísmo riguroso, se va creando la tradición espiritual del pueblo elegido por Yahvé, que se refleja por escrito en los nuevos profetas y en el Pentateuco, en los seis libros históricos posteriores y en los salmos.

Por tanto, Babilonia se convierte en el lugar de la salvación: entra en la conciencia colectiva la idea de que Dios ha castigado a Israel por sus pecados de idolatría e indiferencia hacia Él solo para que meditara. En otras palabras, nace una concepción más refinada de Dios, se considera que no se ha tratado de una verdadera furia divina, sino de afecto por su pueblo elegido, del que Yahvé ha querido que aprendiera en el dolor solo para que volviera a Él. En estos años se adquiere una nueva conciencia de Dios, descubriendo que la historia del pueblo hebreo es enteramente una historia salvífica guiada por este. Surge la convicción de que Yahvé ha querido a los hebreos en la misma tierra que, según la tradición oral, había sido la de Abraham, para que, después de la expiación, Israel siguiera las huellas del patriarca: los profetas Ezequiel y Deutero Isaías razonan sobre el pasado y entienden, no solo que la servidumbre babilonia, como todos los males precedentes, tiene una causa precisa, que es el pecado de idolatría de Israel, sino también un fin providencial: su purificación para el retorno de Dios, para una nueva creación, un nuevo éxodo hacia Canaán, una nueva alianza después de la del Sinaí y un nuevo reino de Jerusalén. El dolor sirve para redimir, como se expresa en Deutero Isaías en los cantos del Siervo de Yahvé, un concepto que tendrá su culminación en Jesucristo. Después de haber comprendido que el amor divino por Israel no ha disminuido, los profetas en el exilio empiezan además a entender que hay que ser testimonio de Dios, sobre todo y también con un comportamiento ejemplar con el fin de convertir a otros pueblos a la fe en Él: Yahvé no solo quiere reconocimiento y vida para Israel, sino que desea lo mismo para todo el mundo, algo que se cumplirá siglos después con Jesús y su Iglesia evangelizadora.

Cristo, remitiéndose a los cantos de Deutero Isaías, será representado en el Evangelio como el siervo inocente de Dios que sufre por la salvación de todo el género humano: así como el pueblo hebreo, análogamente al servicio de Yahvé, ha penado con la esclavitud babilonia en función de la liberación y la vuelta a Jerusalén, así sufrirá el Siervo de Yahvé-Jesús para liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y dirigirlos a la Nueva Jerusalén, el Reino de Dios: «Jesús (el resucitado) les dijo (a los discípulos que, habiendo dejado de creer, estaban huyendo a Emaús después de su crucifixión y muerte): “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”» (Lc 24, 25-26).

La liberación del exilio babilonio se asimila religiosamente como la señal divina del perdón. (Ez, capítulos 41-48. Ver también Esdras, 1, 1-9). Se atribuye teológicamente a la intervención de Yahvé en el corazón de Ciro el liberador, a quien Deutero Isaías llama amigo de Dios, su elegido y su pastor: el reino de Nabucodonosor no fue muy largo, hacia el año 539 a.C., Ciro II de Persia había conquistado Babilonia y, por tanto, Palestina se convirtió en tributaria de su gran imperio. El soberano, persona con una mente bastante abierta, a diferencia del rey babilonio que había tratado de eliminar la identidad hebrea, siendo consciente de que la tolerancia puede favorecer el orden, respeta las culturas de los pueblos sometidos (2 Cr 36, 23): «En el primer año del reinado de Ciro, rey de Persia, para se cumpliera la palabra del Señor pronunciada por Jeremías, el Señor despertó el espíritu de Ciro, el rey de Persia, y este mandó proclamar de vida voz y por escrito en todo su reino: “Así habla Ciro, rey de Persia: El Señor, el Dios del cielo, me ha dado todos los reinos de la tierra y él me ha encargado que le edifique una Casa en Jerusalén, de Judá. Si alguno de ustedes pertenece a ese pueblo, ¡que el Señor, su Dios, lo acompañe y se vaya!”». Como se ve, el autor imagina a un Ciro simple instrumento de Dios.

También en otras partes de la Biblia se presentan soberanos paganos como enviados de Yahvé, pero estos son instrumentos de castigo de pueblos adversarios de Israel, que los derrotan. Por ejemplo, en Ezequiel ese encargo, contra los egipcios, lo da Dios a Nabucodonosor.

Ya en el 538 a.C., el ilustrado Ciro concede a los israelitas deportados que lo deseen volver a su tierra, en todo caso sometida a él. No todos deciden volver: tras haber pasado tantos años y tratándose de la segunda o tercera generación, ya radicada en Babilonia, parte de los deportados escogen quedarse como súbditos libres de Ciro. El retorno de quienes deciden la repatriación es por etapas, afecta a varios grupos y se desarrolla en un periodo de más de un siglo. Entretanto, el rey, para granjearse el favor de la mayoría del pueblo hebreo y asegurar mejor el orden social, ordena también la reconstrucción del templo de Jerusalén y la reanudación del culto, devolviendo los objetos sagrados robados en su momento por Nabucodonosor. El emperador da autoridad al judío Sesbasar, descendiente de la casa de David, y le encarga reconstruir el templo. Este acepta con entusiasmo, pero el trabajo resulta ser bastante difícil y no avanza. Además, aparecen otros obstáculos debidos a los otros habitantes del lugar: Jerusalén se encuentra comprendida en la prefectura de Samaría, gobernada en nombre de los persas por ciertos hebreos considerados impuros por los repatriados, porque los consideraban descendientes de mujeres no judías, así que eran, en sentido étnico-religioso, bastardos, personas que no solo se resistían a colaborar, sino que se mostraban como enemigas por reacción. Después de veinte años, en el lugar del nuevo templo hay todavía un montón de escombros: evidentemente, el entusiasmo por la libertad recuperada, aunque fuera dentro de ciertos límites, no había durado mucho entre el pueblo. Durante algún tiempo, desaparecido Sesbasar de la escena, Persia nombra rey vasallo a Zorobabel, también descendiente de David, que vuelve a Jerusalén al frente de un segundo grupo de repatriados. Los profetas Zacarías y Ageo confían en él (Zc 6, 9 y ss.; Ag 2, 20 y ss.) y esperan que reconstruya por fin el templo, pero en vano. Después de Zorobabel, también el poder político pasa de hecho a los sacerdotes, el primero de los cuales tiene el nombre de Josué, como el antiguo lugarteniente de Moisés, pero no llamado así necesariamente por los padres en su memoria, ya que Joshua (o Jeshua), en español Josué o Jesús, eran nombres bastante comunes entre los hebreos.

Zigurat

Un periodo histórico fundamental

Los siglos VI y V antes de Cristo constituyen un periodo fundamental para el mundo entonces conocido: es la época de Zoroastro en Persia, de Confucio en China, de los filósofos-científicos griegos y es la época de los profetas éticos hebreos y de la formación definitiva de muchos libros del Antiguo Testamento, en los que se unen la historia del pueblo judío con una narración fantástica ideada durante o después de la deportación a Babilonia, proyectando sobre el Israel del pasado las preocupaciones y las esperanzas de los nuevos tiempos. En esos mismos dos siglos, en los países mediterráneos nace y se refuerza la preocupación por la pureza del pueblo, que antes se daba por descontada: los entonces difundidos viajes comerciales y las deportaciones forzosas, que erradicaban a los pueblos vencidos trasladándolos a las tierras de los vencedores, privan a muchas personas de su identidad autóctona, mientras que los extranjeros que arriban y los compatriotas que vuelven a casa influyen en aquellos nativos que nunca abandonaron la patria, escandalizando a los conservadores que querrían inalterado el sistema de vida y la mentalidad locales. La preocupación por la pureza lleva por ejemplo a Grecia a llenarse de purificadores, más o menos honrados o no, muchos de los cuales afirman usar los encantamientos del mítico Orfeo, mientras que el oráculo de Apolo en Delfos realiza continuamente purificaciones oficiales. Con los ritos, prosperan además ciudades enteras, entre ellas Atenas. En Jerusalén, como veremos, la purificación del pueblo hebreo está guiada por el sacerdote Esdras y el político Nehemías.


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