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Vittorio El Barbudo
Vittorio El Barbudo
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Vittorio El Barbudo


–Sí —me respondió D’Aiazzo con su fuerte acento napolitano y, como hacía a menudo, intercalando algunas palabras de su dialecto—, me gustaría mucho, hace toda una vida que no nos vemos. ¿Dónde has estado?

–En Nueva York.

–En Nueva… ¡pero qué casualidad! ¡También nosotros estábamos en Nueva York! ¿Cuándo has vuelto?

–Ayer por la mañana, en el vuelo de Alitalia que salía a las diez.

–… y nosotros en el vuelo nocturno anterior: por poco no coincidimos en el mismo avión, Ran. Escucha: ¿por qué no vienes a cenar a nuestra casa esta tarde? ¿Puedes? —Estaba muy contento. Luego, como se dirigiera a otros—: Um… Está bien— y luego a mí—: Escucha, Ran, hagamos otra cosa, te invitamos a nuestro restaurante habitual en Corso Palestro a las ocho y así te presento también a la persona que te ha contestado antes. ¿De acuerdo?

Evidentemente, su amor no quería cocinar para mí.

–De acuerdo, nos vemos esta tarde a las ocho —le confirmé.

CAPITOLO IV

Se presentó en el restaurante completamente solo.

Yo ya estaba sentado en la mesa. En cuando se sentó, le pregunte:

–… ¿y la persona que tenías que presentarme? Mira: hoy es primero de abril: ¿no será que…?

–¡No! ¡No es ninguna broma! Y menos de alguien como yo que ya tiene cincuenta y cinco años… No, a Marina la has escuchado al teléfono esta mañana. Lo que pasa es que… tenía migraña. Pero te conocerá encantada en nuestra casa, alguna otra tarde y entonces… bueno, vale, te digo la verdad, es que siempre quiere que todo esté dispuesto con mucha anticipación. También me gusta por esto: Marina es una mujer exactamente como yo, bueno… es decir, ella es femenina, pero… bueno, me has entendido, ¿no?

–… ¿y cohabitáis more uxorio? —pregunté maliciosamente con una sonrisita que recalcaba bien el more uxorio, al saber bien sus ideas sobre el matrimonio y el pecado de mi muy católico amigo, pero ya había llegado el camarero para tomar nota de lo que pedíamos y Vittorio me hizo un gesto con la mano para que lo dejara para luego.

Cuando este se alejó, me respondió:

–Sí, señor, vivimos juntos, pero solo desde hace un par de días. Antes quisimos hacer un viaje de un par de semanas para conocernos mejor. Me tomé unas vacaciones y fuimos a Nueva York y sus alrededores, incluidas las cataratas del Niágara, que son algo —pronunció sílaba a sílaba— ¡im-pre-sio-nan-te! Las has visto, ¿no?

–En realidad, no.

Tampoco me escuchó y continuó entusiasta:

–A Marina la conocí en el funeral de su marido, pero luego la encontré en una circunstancia más feliz, hace unos dos meses… ¿sabes dónde?

–En una fiesta de disfraces —le respondí sonriendo.

–¿Cómo lo has sabido?

–Bueno, en realidad… era una ocurrencia.

–¡Ah! Pues fue precisamente en una fiesta de disfraces, la del carnaval de nuestro círculo… Caramba, ¿qué querías insinuar con lo de «disfraz»? ¿Qué había conocido a una fea? ¿O que el feo era yo?

–Pero hombre, era una ocurrencia tonta, sin mala intención.

Me tranquilizó rápidamente apretándome la muñeca izquierda:

–Lo mío también era una broma, Ran, ¿qué te creías? ¿No habrás pensado que me iba a molestar por algo así?

–N… no. ¡Qué va!

En realidad, sí: me vino a la cabeza una escena tremenda que Vittorio me había hecho tres años antes, aunque fue por razones bastante más serias.

Le pregunté:

–¿Cómo es Marina?

Abrió de par en par la boca y los ojos y miró a lo alto durante un par de segundos, como extasiado por una visión celestial y luego, tras recuperar una expresión normal de contento, dijo:

–Mira, solo te digo que es exactamente mi tipo. Es un tesoro y me quiero casar con ella. Tiene poco más de cuarenta años y es la viuda del comisario jefe Verdoni, que el año pasado fue nombrado subinspector en Novara y, de tanta alegría, murió de un infarto.

No pude contener una carcajada.

Por el contrario, él se entristeció:

–A propósito de los muertos… me entristece por mi mujer, pero sería un embustero si dijera… En resumen, la decisión de convivir con Marina podría convertirse en matrimonio, porque tú sabes de la muerte de…

Me puse serio, incluso compungido:

–Sí, incluso fui testigo del homicidio.

–¡¿Qué me dices?!

–Estaba invitado al banquete de Montgomery.

–¡Ah!

–He incluso he visto al asesino por un momento.

–¡Ah! ¿Entonces tendrás que hacer de testigo?

–No lo sé, tal vez no, pues todos los presentes en la sala pudieron entrever al asesino, no me han dicho que también me vayan a citar.

–Entiendo. Aparte de esto, por una parte, me entristece realmente que esté muerta, aunque confieso que, por otra… bueno, ahora me puedo volver a casar por la iglesia, así que su muerte me entristece y… al tiempo no me entristece. ¿Será pecado? —Se apretaba nerviosamente la punta de su barba gris con el pulgar y el índice de la mano izquierda.

–No me lo preguntes a mí, pregúntaselo a tu confesor —le dije maliciosamente, como ese laico inoxidable que soy.

–Tienes razón —me respondió con toda seriedad.

–… y deberías también confesar la cohabitación antes del matrimonio —le sugerí todavía con más malicia.

–Sí, sí… ¡vale! —Y empezó a atacar una humeante pasta con judías, que llevaba unos pocos segundos en la mesa.

CAPÍTULO V

—Ran. ¡me ha pasado algo de locos! —casi me gritó al otro lado de la línea Vittorio sin saludarme—. Necesito tu declaración —Era el tercer día después de la cena.

–¿Qué ha pasado? —me preocupé.