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El Metro Del Amor Tóxico
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El Metro Del Amor Tóxico


Era en ese marco en el que se preparaba la aventura que estaba a punto de afrontar junto a mi amigo Vittorio, durante la cual aparecería, entre otros, también el nombre del difunto ministro Nuto Marradi.

Capítulo IV (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)

D'Aiazzo era un hombre cincuentenario robusto, pero no alto, en torno al metro setenta y cinco. Mostraba una cabellera oscura y rizada todavía espesa, pero que, en 1969, empezaba a dejar paso a la calvicie en lo alto de la cabeza, como si fuera un atisbo de tonsura. Tal vez para equilibrar, desde hacía un tiempo se había dejado crecer la barba. Mi amigo Vittorio era un héroe de la resistencia contra los nazis: en 1943, siendo un muy joven comisario,

fue uno de los combatientes durante la primera insurrección antialemana de Europa, los llamados Cuatro días de Nápoles,

en los que su ciudad se liberó por sí sola de los ocupantes alemanes, durante los cuales murieron muchos policías de la comisaría napolitana, entre ellos el ayudante directo de D’Aiazzo en ese momento, el brigada

Marino Bordin, de quien hablaba con gran admiración. A pesar su alegría exterior, Vittorio era una persona esencialmente triste. Pocos meses después del asesinato frustrado de Marradi, mi amigo, que se había casado en el mes de mayo anterior con una mujer bastante joven, una chica de dieciocho años hija de una colega a la que había conocido en el baile anual de debutantes, fue víctima de un grave percance conyugal. Se guardó su dolor en su interior durante mucho tiempo hasta que, un día de la primavera de 1958 en el que debía sentirse especialmente incómodo, porque era el segundo aniversario de su matrimonio, se sinceró conmigo, «mi amigo poeta preferido»: Hacía un año que su jovencísima esposa había conocido a un rico importador estadounidense que estaba en Génova por asuntos de negocios y se había fugado con él a Nueva York, consiguiendo en América la anulación de matrimonio y volviéndose a casar poco después con su amante, como le había comunicado a Vittorio por vía epistolar el abogado de la pareja, por encargo de ella. En Italia todavía no existía el divorcio, por lo que Vittorio seguía casado con la «traidora», pero una vez me dijo, ya cuando ambos prestábamos servicio en Turín, que, aunque hubiera existido el divorcio, como católico practicante (pronunció en tono solemne la última palabra) no se lo habría aceptado, de habérselo pedido. «A pesar de todo», añadió, «por desgracia», él tenía «vocación de pareja». En todo caso, a pesar de su proclamado catolicismo, no estuvo solo mucho tiempo, como entendí enseguida.

Esa tarde en la cena en su casa, un apartamento en via Cernaia, delante de la comisaría homónima de los carabineros y no muy lejos de la comisaría de corso Vinzaglio nos sirvió y, como era normal, tras traer los platos, se sentó entre nosotros una mujer morena de veintinueve años, Carmen, exuberante, simpática y fornida, aunque también analfabeta y con pocas luces, sabía realizar para mi amigo, además de las funciones de asistenta, otras más íntimas. En el ya lejano 1959, con ocasión de la primera invitación a cenar de Vittorio tras nuestro traslado de Génova a Turín, me la había presentado solo bajo la primera función y ella, esa vez, no se sentó con nosotros, pero por el trato confiado que también mostraba me lo sospeché.

—La guagliona

es de mi Nápoles —, me confió ya esa vez mi amigo, aunque con cierta vergüenza, mientras Carmen estaba en la cocina preparando el café.

—Es una huérfana sin ’na

lira, que me han mandado papá y mammà

como fámula: tal vez ya te lo dije cuando llegó —Asentí—. Francamente, estaba cansado de pizzerías y también de estar… solo. Es muy joven… sí, casi de la edad de mi mujer. Ya tengo cuarenta años. Y además ya sabes como son las cosas, que después de un poco… ya estamos… bueno, ya me entiendes. El problema es… que todavía es menor de edad,

pero para ti tiene su edad —No había podido contener una sonrisa avergonzada y luego dijo—: Vale, ya sé que hago mal, que como católico debería ser casto e incluso que tal vez me esté aprovechando un poco demasiado de esta guagliona, aunque me parece que está bastante contenta con mi afecto y también mi… buen, ya entiendes a qué me refiero. No lo sé, espero que en todo caso el Cielo tenga compasión y perdón.

—Eso espero —respondí mecánicamente sin percatarme de que estaba alimentando sus dudas, que le asaltarían durante años. Me las manifestaría al fin con ocasión de un penoso acontecimiento del que hablaré más adelante. Añadí—: Es verdad que, para vosotros, los católicos, es una vida llena de problemas, para mí ya hay tantas en la vida que, al menos las religiosas, siempre las he dejado a un lado.

—¿No crees en nada? —me interrogó, poniéndose más serio.

—Bueno, hubo un momento en que era completamente ateo. Ahora… no lo sé —respondí vacilante—. A veces… pero al final creo en lo que veo, y en la poesía.

—… ¿Y qué te ordena la poesía? —me apremió—, la musa… ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Calíope.

—No, Erato, dado que escribo poesía lírica: Calíope era la musa de la poesía épica.

—... E va bbuo’,

la musa en general, no importan los detalles, guaglio’.

No, era solo para decirte que la poesía es como la amistad, me refiero a la verdadera: viene de Dios. De hecho, es una de las señales de la amistad divina.

No se habló más de esa relación Dios-poesía durante años, hasta la última invitación en que, a mitad de la cena, Vittorio me dijo:

—¿Sabes? El premio literario te llega del Cielo, como tu poesía. ¿Recuerdas lo que te dije hace muchos años? Dios es la verdadera y única Musa.

—¿También para los que son como yo?

—¡Se entiende que sí! Pero solo si son puros de corazón y dime, ¿sabes por qué lo verbos no hacen ganar dinero?

—Sé lo que dirían los soldados de monsieur de La Palice

: «Porque tienen pocos lectores».

—Uh, ¿y chista 'ccà

ha de esse 'na

respuesta? No, no lo ganan porque son cosa del Espíritu Santo. Y también te digo que la poesía bella viene a los poetas que tienen el Espíritu: puede que seas también un republicano histórico, no un creyente, pero eres un idealista.

Bueno, me quedé por un momento estupefacto: por la venta de los veinte sonetos a aquel potentado seis meses antes, no había escrito de hecho ni siquiera un verso.

«… Pero no», concluí para mí esa vez, «¡pura casualidad!»

Capítulo V (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)

Tuve la suerte de que, a diferencia de mi amigo, me mantenía delgado y ágil como solía y sentía en el cuerpo la misma fuerza que cuando era más joven, porque en otro caso esa tarde no lo cuento.

Solo faltaban dos días para irme a Nueva York. Hacia las tres de la tarde salí hacia la Gazzetta del Popolo para escribir un artículo para la tercera página. En esos tiempos en que no había Internet, aunque para las revistas se podía usar el correo, para los periódicos, debido a los tiempos más rápidos de publicación, hacía falta acercarse físicamente a la sede; solo los corresponsales en el extranjero tenían el privilegio de dictar telefónicamente el artículo y, algunas veces, también el reportero si la noticia era urgente. Yo, como los demás articulistas, debía entregar físicamente la pieza escrita en casa o redactarla en la sede y yo habitualmente lo escribía en la redacción. Había colaborado antes, siempre como externo pagado por unidad, con uno de los periódicos italianos más importantes, ligur, pero con una edición turinesa, propiedad del financiero Angelo Tartaglia Fioretti, jefe de un enorme grupo económico, pero después de que, aprovechando mi situación de articulista independiente, sin avisar a nadie, empecé a colaborar con el otro periódico, que estaba en contra de los conglomerados económicos y a favor de economía social cristiana, la publicación de Tartaglia Fioretti había dejado de publicar mis escritos. Al preguntarles el porqué, la respuesta fue «exceso de costes». Ni siquiera me dijeron: «Tienes que elegir». Sencillamente me rechazaron, como si fuera un caballo caprichoso de su propiedad al que, sin necesidad de excusas, se deja de montar. Me molestó, tanto más porque había sido el proprio Tartaglia Fioretti el que me había comprado, un par de meses antes, esas veinte poesías para hacerla pasar por suyas ante su amante. Finalmente entendí que, también en esa ocasión, me trató como una cosa que se puede adquirir y tirar cuando se quiera.

El trayecto no era largo desde mi casa en via Giulio: una parte de esa misma calle, luego de pasar por via della Consolata, via del Carmine y unos pocos metros de corso Valdocco, donde el periódico tenía su sede, pero ese día, en la esquina entre el corso y la via del Carmine, ya muy cerca de la mitad del cruce que estaba pasando con el semáforo en verde, un furgón estacionado arrancó de repente dirigiéndose directamente hacía mí. Lanzándome en plancha lo evité, justo a tiempo, limitando los daños a unas manos raspadas y mientras el vehículo huía, conseguí verle la matrícula. Después de escribir mi artículo en el periódico, todavía un poco en shock y pensando que podría tener algún enemigo, me fui a la cercana comisaría a ver a Vittorio. Tal y como pensaba, el furgón había sido robado. En mi denuncia, mi amigo hizo anotar también la agresión anterior, que ya con seguridad no se podía considerar un intento de robo. ¿Podía haber sido el mismo agresor de la otra vez el que intentó matarme? ¿Después de haberse recuperado de los golpes que le había propinado? Por desgracia, no pude ver al que estaba al volante.

—¿No tienes ningún sospechoso? Yo que sé, ¿algún desplante? —me preguntó D'Aiazzo.

—No, me llevo bien con todo el mundo.

—Ya, ya: podría ser la venganza de alguien que hayamos mandado a la cárcel, pero ¿quién? Con todas las investigaciones que hemos llevado a cabo juntos y toda la gente a la que hemos encerrado en la trena… ¡Bueno! En todo caso… tal vez sea mejor que yo también esté en guardia.

Desde ese momento, fui bastante cauto y, hasta mi llegada a Estados Unidos, no me sucedió nada más.

Capítulo VI (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)

Eran las nueve de la mañana, hora de Nueva York.

En el aeropuerto había pasado un control aduanero tan minucioso que tal vez solo lo superaban ciertas inspecciones carcelarias. Habían mirado incluso en el tubo de la pasta de dientes y en el frasco del after shave, Tomando muestras que, pensé, habrían analizado. En realidad, me esperaba un examen atento, aunque no tanto. De hecho, como incluso nuestros medios de comunicación habían referido, dos meses antes en algunos barrios de Nueva York el agua potable salió de los grifos junto a una extraña sustancia inapreciable al gusto, incolora e inodora, puesta por desconocidos en unos de los conductos en una cantidad proporcionalmente minúscula, pero lo suficientemente potente como para hacer que todas las personas que la bebieran quedarse al menos una decena de días en la condición irreversible de toxicodependientes ansiosos de heroína. En las semanas siguientes había pasado lo mismo en San Francisco y Filadelfia. Al mismo tiempo, los medios supieron y contaron que la Policía Federal había sabido, por medio de agentes de la CIA, acerca de un producto químico que los científicos soviéticos parecían haber sintetizado. Alguien en el FBI había tenido la intuición de hacer analizar esas aguas y se había descubierto el compuesto. Se buscó inútilmente el laboratorio que lo fabricaba. Por ello se sospechó que se importaba en secreto. Entretanto, los medios de comunicación, preocupando todavía más a los ciudadanos, se preguntaban: ¿Se trata de una operación de sabotaje por parte de la Unión Soviética? ¿O de los norvietnamitas, con su ayuda? En nombre del hombre fuerte de la URSS, Leonid Ilich Brézhnev, el embajador soviético había enviado una nota de firme protesta a la Casa Blanca, acusando a Estados Unidos de absurdas calumnias.

Al fin libre, me dirigí a la salida para tomar un taxi que me llevara al Plaza Hotel, donde los organizadores me habían reservado una habitación. Pero oí que me llamaba en italiano una bella voz femenina. Era una mujer de unos treinta años, pelo muy negro, muy agraciada y que, a mi izquierda, estaba agitando un pequeño palo con un papel blanco en lo alto con mi nombre y apellido escritos en rojo.

—El poeta Velli, ¿verdad? —me preguntó acercándose y bajando el cartel.

Me paré.

—En persona, señora…

— Miniver: Norma Miniver. Me envía la fundación Valente —Me dio la mano, después de pasar el cartel de la derecha a la izquierda—. Lo he reconocido en cuanto lo he visto. Ya sabe, por la foto en sus libros.

Yo estaba encantado.

—Habla muy bien el italiano —la alabé a mi vez, mientras nos dirigíamos a la salida.