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El Metro Del Amor Tóxico
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El Metro Del Amor Tóxico


—Soy italo-americana.

—… Pero el apellido…

—Es el de mi marido. El de mi familia es Costante. He dicho Miniver por costumbre. En realidad —me confió sin avergonzarse—, recuperaré el mío dentro de poco: ya vivo sola y estoy a punto de conseguir el divorcio.

En el Plaza, tras las formalidades de la recepción, Norma me precedió con el porteur hasta el interior de la habitación. Junto a la puerta del baño había un cartel en cuatro idiomas, pero no en italiano, que advertía en letras mayúsculas: NO BEBER EL AGUA DE LAS INSTLACIONES HIGIÉNICAS. PODRÍA CONTENER SUSTANCIAS NOCIVAS.

—Estoy a su disposición como hostess durante toda su estancia —me aseguró—, pero ahora supongo que usted querrá refrescarse y descansar. Estoy alojada en la habitación contigua a la suya, para cualquier cosa que necesite.

Me pregunté si entre las necesidades estaban incluidas aquellas que, inesperadamente, me subían del bajo vientre a la garganta en ese momento.

Fue ella quien dio la propina al chico del equipaje. «Hospitalidad completa», pensé, «y ¿quién sabe si está incluido también el apoyo afectivo a este invitado solo y perdido?» Solo le dije:

—Tengo cierta necesidad de ayuda y… consuelo.

Sonrió brevemente, bajando un momento los ojos como si estuviera confundida y luego se dirigió sin prisa hacia la puerta.

—La comida es a la una —se despidió—, aquí lado, en el Cooling's. Aprovecharé para informarle de todo el programa.

Cooling's solo daba comidas frías, insípidas o algo peor. Tomé una galantina de pollo gomosa con un arroz repugnante, casi helado, al curry y una tarta de manzana leñosa. Dejé en los platos buena parte de la comida. Norma Miniver se limitó a un batido verdoso que debía ser saludable, como había dicho, de una consistencia espesa y fangosa, que tal vez tenía el objetivo preciso de hacer pasar hambre el estoico cliente a dieta.

—La ceremonia será en Brooklyn, imagino —le pregunté para enfrentarme inconscientemente a la comida y después de que ella, en unos pocos tragos, hubiera ya vaciado con valentía su enorme vaso.

—No. ¡Allí no!

—Pensaba…

—No, La entrega de premios será en el parque de Villa Valente, en las afueras de la ciudad. Las primeras ediciones sí fueron en Brooklyn, en los años 40 y 50, cuando todavía había muchísimos italianos. Hoy, de Brooklyn, el premio solo tiene el nombre.

Toqué instintivamente con el dedo medio de la mano izquierda la uña del índice de su mano, que llevaba posada desde hace tiempo en medio de la mesa, al lado de mi vaso de agua mineral.

No la retiró.

Al acabar la comida, me propuso dar una vuelta por la ciudad. De hecho, no teníamos nada que hacer hasta las siete de la tarde. La primera cita de mi estancia preveía, para esa hora, un cóctel en el apartamento neoyorquino de Mark Lines, mi editor estadounidense. Por fin nos íbamos a conocer. Tenía familia, pero me iba a recibir solo.

—Se trata de un pequeño ático que tiene como base en la ciudad, donde vive con un criado: la mujer y los hijos viven en el campo, a unas cuarenta millas de aquí y se ve con ellos los fines de semana —me explicó Norma. Luego añadió que también estaban invitados dos de los Valente, hermano y hermana, y algunos otros potentados de la ciudad—: A pesar de sus millones de habitantes, las familias que cuentan de veras son unos pocos centenares y se conocen casi todas entre sí.

Después del cóctel de Lines, iba a cenar con él y mi intérprete en un restaurante vecino de Manhattan y después, libertad para mí para hacer lo que quisiera. Mi asistente tenía dos entradas para un concierto, si quería ir o, si no, que propusiera yo algo. La entrega de premios sería un día después, a las seis de la tarde. Corbata negra, pero, dado el gran calor de esos días, con derecho a ponerse en mangas de camisa inmediatamente después. A continuación, una fiesta en mi honor en el jardín de la villa.

—¿Le llevo por la ciudad, señor Velli o prefiere otra cosa? —Y encendió el motor.

—De momento, preferiría que me llamara Ranieri, incluso Ran, que es más sencillo. ¿Puedo llamarla Norma? —Tuve el impulso de volver a acariciarle la mano, que había puesto sobre la palanca cambio para maniobrar, pero me contuve. Me limité a observar largamente su perfil.

Ella, sin mirarme, respondió:

—Está bien, tuteémonos.

—Me gustaría ver Brooklyn. ¿Qué te parece?

—Okay, Ran.

Capítulo VII (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)

Estábamos ya de vuelta, casi al final de la Brooklyn-Queens Expressway, junto a los muelles y cerca de los puentes.

—… y ahora ¿a dónde queremos ir? —me preguntó Norma.

—A comer algo bueno.

—¿A comer? ¿Tienes hambre?

—No he probado casi nada —Tuve una inspiración. Dando vueltas, me arriesgué a decir—: Si conoces alguna cocina disponible, podría preparar alguna cosilla aceptablemente sabrosa.

—¿Sabes cocinar? ¿Y te gusta? —Su voz sonaba a sorpresa y diversión—: Yo lo odio.

—A mí me gusta y, al menos, sé lo que como, pero ¿dónde encontramos una cocina? —Le rocé el brazo en una levísima caricia.

—En mi casa —sonrió.

Era un pequeño apartamento en la calle 34, junto al Herald Square, en Manhattan, en el bajo de una casa antigua recién pintada. No estaba lejos del hotel. Un bonito apartamento. Desde el salón-recibidor, bastante amplio, con muebles de madera de ébano de estilo inglés del siglo XIX y dos pequeños divanes modernos enfrentados, poco más que sillas, se entreveía a la izquierda, por la puerta que se había dejado abierta, la cómoda del dormitorio, de estilo Luis XV. La entrada a la cocina se veía al fondo a través de una puerta con un arco, toda de madera de nogal. El baño debía estar junto al dormitorio.

—Vivo de alquiler —aclaró Norma—, incluidos los muebles. Hasta el mes pasado vivía en el ático de mi marido, aquí al lado. Arnold también puso el atelier.

—¿El atelier? ¿Qué es, un modisto?

—Pues no —se rio— es Arnold Miniver, el pintor.

Nunca había oído es nombre:

—¿Es famoso?

—¡Muy famoso! —se asombró—. Ha vendido incluso en Italia ¡¿De verdad no lo conoces?!

—Francamente, no —La dejé perpleja—. ¿Puedo entrar en la cocina?

—Oh... claro, estamos aquí por eso, ¿no? —La expresión indicaba una idea muy distinta. En realidad, pensé en cierto momento en abandonar la idea de la comida y pasar de inmediato al cortejo, pero el hambre que tenía y, sobre todo, ese aplazamiento podía ser una buena táctica para aumentar su interés por mí, siempre y cuando yo le mostrara rápidamente el mío.

No tenía mucho en la despensa. Improvisé con ese poco: carne cruda en lonchas finas, pepinillos en vinagre, yogurt, perejil congelado y tomates y me puse a preparar cuatro deliciosos escalopines. Trituré finamente los pepinillos mezclándolos luego con el yogurt en un bol con un poco de sal y un poco de perejil que había descongelado previamente con un momento en el horno. Lo dejé reposar. Entretanto, puse al fuego una gruesa sartén antiadherente, a fuego vivo, poniendo un papel de horno. Cuando se oscureció en los puntos en contacto con el fondo, quité el papel y eché la carne a la sartén. Siempre a fuego vivo, asé los pequeños bistecs durante cuatro minutos por cada lado. Puse sal y serví en dos platos, cubriendo la carne con la salsa fría. Unas rebanadas de tomate de guarnición. ¡Algo sabroso y rápido! Norma, aunque estaba a dieta, se comió toda su ración, alegremente. Sí, creo que también se puede conquistar así a las mujeres, por el paladar.

No sabía que, tal vez en ese momento, algún otro se estaba preparando para pescarme por el paladar, con una bebida y con un objetivo bien distinto.

Capítulo VIII (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)

Nos quedamos en la intimidad hasta casi la hora del cóctel.

Por mí, no habría sido una simple aventura de viaje. Ya al volver al hotel con Norma empecé a entenderlo.

Me había duchado en su casa y en el Plaza me cambié rápidamente de ropa, en un momento, pero igualmente llegamos a casa de Lines con media hora de retraso, los últimos: