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Siempre De Azul
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Siempre De Azul


Al otro lado, la máquina para hacer la pasta, las balanzas, las cafeteras italianas y los hornos de pan.

Varias refrigeradoras y neveras para vegetales, verduras y hortalizas frescas. Los lácteos acomodados en su correcto orden. Mantequilla. Cremas. Tarrinas de queso mascarpone para la elaboración del dios de los postres venecianos, el Tiramisú. Congeladores para distintos tipos de carnes, pescados, mariscos. Mónica respira, inhala y suspira en medio de olores placenteros, de esencias deliciosas, de aromáticas estufas calientes.

El dueño del local, nieto de un siciliano que vino al país detrás de una mujer latina, su abuela, goza ya de una merecida fama por el prestigio de su restaurante, está muy complacido con Mónica, la chef estrella y su perfecto amor hacia la comida Italiana.

Los comensales, clientes recurrentes que frecuentan el restaurante, solicitan a menudo saludar en persona a la chef que da prestigio al local. La felicitan, la aplauden.

La vida de Mónica se desliza entre placeres culinarios que equilibran y ajustan sus desbalances, inquietudes y dudas personales. Las recetas afianzan por separado, cada emoción intensa de su vida.

Cuando cocina, olvida lo que hay que olvidar. Reprime lo que necesita reprimir. Sublima lo que debe sublimar.

Saltea puerro y cebollín y el chirrido de la mantequilla amilana sus miedos y resalta la alegría del corazón. Parte los tomates, entonces ignora el desasosiego y descubre el regocijo del alma. Mezcla la salsa carbonara que amedrenta la tristeza y la conforta. Muele el ajo a la vez que intimida a la ansiedad y despierta a la esperanza. Corta el zucchini, la berenjena, y de inmediato minimiza el desconsuelo y se alivia. Lava el brócoli, mientras merman sus dudas y se consuela. Huele la canela y los granos de café, eso aminora sus rencores y se sosiega. Percibe la frescura del perejil, lo que diluye la ira y su enojo. Batir la natilla hace que se esfume la pena y se anime. Tritura las almendras y con ellas los resentimientos. Licúa el pesto y se llena de energía. Amasa el compuesto fermentado para la ciabatta y se colma de aliento. Al emplatar los gnocchis, se desprende del cansancio y se fortalece.

Adereza con adobos y aliños. Condimenta, sazona y eso la estremece de placer. La textura del salmón al horno y el aroma del camarón salteado, le complacen hasta un delirio de felicidad.

En medio de todo el fascinante ensueño que le produce guisar y dirigir la cocina, justo cuando los clientes multiplican los elogios a la excelencia de Mónica y el restaurante eleva su auge; la luz se vuelve oscuridad para el mundo. Llega una pandemia que infecta a los seres humanos de todo el planeta. Los contagios son rápidos y un velo de muerte cubre a la humanidad. Casi todos los países entran en un confinamiento obligado. Se cierran escuelas, colegios, universidades, negocios y entre ellos por supuesto, los restaurantes.

Mónica debe retirarse a casa al igual que el resto del personal. Se suspende el servicio a los clientes. De la noche a la mañana se cancela la atención. La pandemia no tiene control y después de meses, el panorama es peor. Hay pánico entre la gente. Nadie sale. Las calles vacías. El toque de queda convierte a las avenidas, a los caminos, a los parques y a las plazas en espacios fantasmales, abandonados. Los silencios son sepulcrales. Crece la muerte y el dolor. No hay cómo reabrir. En esas circunstancias y sin ingresos, el descendiente del siciliano no puede pagar sueldos. Despide a la mitad de los empleados entre cocineros y personal de limpieza. La otra mitad, en la que está Mónica, se va a casa con la promesa de volver después del lapsus sanitario.

La vida de Mónica cambia. En casa, prepara sus desayunos, sus almuerzos y sus cafés pero no es igual. Necesita el ritmo del restaurante para sobrevivir, para continuar con la salvación de su alma. Su espíritu se apaga mientras, imparable, se dilata el tiempo de la fatal pandemia. El Lapsus se vuelve incierto, inmenso. La alegría se extingue, se transforma en incertidumbre, en angustia. No consigue purificarse.

Regresan los recuerdos del pasado. No logra reemplazar las heridas que duelen otra vez. Vuelve la duda. Rebrota la ira, el enojo. Sin su actividad culinaria pierde el equilibrio. Piensa en Italia, en los aromas, en los sabores y en los colores de la comida de ese país divino al que todavía no ha ido y quizás ya no irá jamás. Es otro espacio del mundo golpeado por el virus mortal. A Mónica le abraza la depresión. Los ángeles que revoloteaban sobre su pasión, mutan en los demonios que hoy custodian su soledad y ahora espera, aguarda por el momento de su redención pero cada vez más desierta, más callada, más insólita en medio de su propia oscuridad.

La libélula

Camino con pasos lentos. Cada uno, hace crujir la hierba seca del verano o quizás no son mis pies los que hacen ruido sino alguna lagartija que me sigue de cerca, o un roedor hambriento o tal vez el follaje crepita solo. Mientras avanzo por el borde del pantano, levanto intermitente la mirada hacia la oscuridad que enluta el cielo. Observo el lerdo vaivén de las hojas de los árboles meciéndose tranquilas al ritmo de la brisa de una noche sorda. Veo estrellas que titilan resignadas, esperando silentes la llegada de algún alma. No sé si existen o si ya están muertas pero me alumbran al igual que las luciérnagas que se mueven ligeras, zigzagueando entre las ramas como si prepararan afanosas, algún cortejo ceremonial. Bajo la mirada porque llego a la puerta de la cabaña. Está abierta. La empujo y escucho el rechinar de las bisagras. Entro. Me siento confundida, desubicada, incompleta, casi etérea. No hay luz. La puerta se cierra sola detrás de mí. Volteo y pienso que fue el viento nocturno del verano que a veces, actúa por su cuenta con acciones elegidas a su voluntad. Mis pensamientos se enredan, se mezclan, se irritan. Los recuerdos se enmarañan, se lían, giran, se golpean inconformes unos con otros, iracundos. De esta batalla, solo sobreviven algunos. No sé qué hacer con ellos. Son muy pocos y ni siquiera los puedo reconocer como verdaderos o falsos.

Creo que no hay nadie en la cabaña. Sin embargo y por la duda, saludo con un “Buenas noches”. No hay respuesta. Repito la frase en un tono de voz más alto, pero nadie contesta. Escucho el sonido de un minúsculo aleteo de alas que viene desde el marco interior de la ventana. Veo a una libélula que debió haber entrado por la puerta igual que yo. Me gusta su imagen, su tono variante, las alas transparentes con las que alardea su libertad. La miro fijamente con asombro. Es fastuosa y con la misma belleza de un hada. Me acerco despacio, la presiento espiritual, poderosa y mensajera. Está envuelta con un aura delgada de luz blanca. Aletea majestuosa como si acabara de llegar de otro reino para advertir de alguna mágica e inminente transformación.

Busco el interruptor de la luz pero no lo encuentro. Pienso que a este brillante ser alado, debe asustarle los choques con la madera, con el filo de la ventana, mientras intenta volar y me acerco a la puerta para abrirla, pienso que así la libélula podría salir y retornar a su reino espiritual, pero al intentar mover la perilla, me percato de que no gira. La puerta está con seguro. No logro abrirla por dentro. Es como si alguien hubiese puesto llave por fuera.

No sé dónde está el interruptor para encender la luz. Me desplazo mientras lo busco por las paredes. No lo hallo. La libélula se posa sobre un mueble que parece una estantería vieja. Me acerco y encuentro sobre ésta, unos cerillos y algunas velas. Recuerdo que la cabaña está en medio del bosque y pienso que por lo tanto, es posible que no haya electricidad en la zona en la que me encuentro. Enciendo una de las velas y entonces puedo observar mejor el interior del lugar. Frente a la estantería hay una mesa redonda con un mantel bordado, artesanal. No hay sillas, excepto una antigua mecedora de mimbre que parece moverse como si alguien se acabara de levantar. Está a un lado de la mesa y pienso que debe haber corrientes de aire que entran por los filos irregulares de las ventanas y la mecen. Al fondo, una chimenea sucia, llena de ceniza y leña seca a medio quemar. Las paredes de la casita están hechas de troncos de árboles cortados simétricamente, unidos y lacados. Es una vivienda rústica como para convivir con la naturaleza los días del verano y nada más.

La libélula resplandece, como si de pronto la hubiera cubierto una escarcha azul platinada. El reflejo de la pequeña llama, que se mueve con el aire, muta sus colores según la posición.

Tomo la vela en la mano y me muevo por la casa. Paso por un corredor estrecho y sombrío y de pronto, veo frente a mí un espejo rectangular y vertical. Está colgado en un sitio estratégico como para que todo el que pase, se mire sin poderlo evitar. Ahí estoy con mi figura incompleta, de cuerpo casi entero pero solo hasta mis rodillas. Imagino que floto, que no tengo pies. Parece que estoy envuelta con una especie de neblina pero pienso que tiene que ver con el reflejo opaco del espejo. La luz de la vela destella en el vidrio. Me reconozco con mi ropa. Soy Rebeca. Claro que soy Rebeca, y observo también a la libélula que vuela alrededor de mi cabeza. Mi cabeza…, casi la pierdo de vista, parece desintegrarse en medio de esa niebla densa y gris que sale misteriosa, de la profundidad del espejo. Volteo la mirada y veo directamente a la libélula que ahora se ha tornado blanquecina, como si fuera de cristal azucarado. Se posa en mi hombro sin recelo.

De pronto y como un rayo, se me incrusta el recuerdo de haber leído alguna vez, en alguna parte y en otro tiempo, que en ciertas culturas ancestrales, las libélulas eran el símbolo de las almas difuntas, se creía que tenían conexión con los espíritus de la naturaleza, que no sentían miedo frente a nada, jamás; y además, que poseían el poder de revivir o transmutar. Nos volvemos a mirar mutuamente en el turbio abismo del espejo. Nos aceptamos en medio de un silencio sombrío y sepulcral. De manera intempestiva, recuerdo la puerta cerrada con llave pero no siento temor y sé que la libélula tampoco.

Abandono el espejo y entro a una pequeña habitación. Hay un lecho angosto junto a un armario despostillado, tiene un cajón a medio abrir con ropa de mujer. Al otro lado, una mesa coja arrimada a la pared, a la que le falta la mitad de una pata. Me acerco y veo encima de ésta, algunos textos antiguos de escuela que amenazan con caerse. Huele a un hedor caliente, a rancio. Veo un bulto tendido en la cama. Tiene la forma de un cuerpo humano. Se nota que está boca arriba. No se mueve. Le cubre una manta de color oscuro que incluso le tapa el rostro pero tampoco me asusta. Tal vez solo alguien duerme, pienso. La habitación apesta a humedad, a piel sudada, a algo así como al olor del pelo mojado de un perro. Debe ser la cobija, me digo.

Sé que soy Rebeca y que mi memoria estaba intacta hasta que llegué al umbral de esta cabaña pero que a partir de haber entrado, no sé nada excepto que soy Rebeca, que estoy encerrada y que me acompaña una libélula.

Sigo desplazándome y descubro la puerta cerrada de otro cuarto. Acerco mi oído y escucho murmullos dentro, se oyen lamentos tristes. Me animo a golpear suavemente pero parece que mi discreción pasa desapercibida. Llamo un poco más fuerte pero el resultado es el mismo, nadie lo percibe.

La vela se consume rápidamente. Regreso con prontitud a la ventana que está junto a la puerta y miro hacia afuera. Las estrellas y las luciérnagas iluminan incesantes la oscuridad como si se prepararan para un ritual de metamorfosis urgente. Una rana salta curiosa desde el pantano.

Soy Rebeca y creo que estoy dentro de mi cuerpo y de mi cerebro, pues tengo pensamientos y memoria aunque bastante vaga. Otra vez la libélula mueve sus alas a gran velocidad. La miro con más atención y reconozco rasgos míos en ella, me doy cuenta de que, misteriosamente, es parte de mí misma. Es mi alma, es mi propio espíritu. Está fuera de mi cuerpo liviano, de mi cuerpo de aire, pero posee mis sentimientos y mis emociones. Se posa en el centro de lo que creo que es mi cabeza, de esa misma cabeza que vi prácticamente desintegrarse frente al espejo y absorbe mis pensamientos, los saca de mi entidad abstracta e intenta salir de la cabaña. Encuentra una rendija entre una malla desprendida del marco de la ventana y salimos. Vuelo en ella, vuelo muy cerca de la superficie del agua turbia del pantano. Giro rápidamente en diferentes direcciones con una velocidad que me asombra. El viento me abre el camino, las luciérnagas me guían en medio de una ceremonia de gala. La oscuridad me da la bienvenida mientras me acerco a las estrellas. Soy un hada, un hada que ahora pertenece al mismo reino mágico de las libélulas. He mutado. Me he transformado.

Mientras tanto, en la cabaña se abre la puerta del cuarto cerrado. Salen personas afligidas. Un manojo de seres humanos que gimen, se lamentan. Lloran una enorme pena. Van a la pequeña habitación maloliente que está abierta y una mujer desconsolada, se acerca a quien yace boca arriba en la cama. Enciende varias velas, a pesar de que la luz eléctrica está y siempre ha estado presente en la cabaña, y las coloca alrededor del cuerpo. Retira la oscura manta del rostro y besa la frente de Rebeca, la joven ahogada que ese día cayó accidentalmente al pantano y que sepultarán mañana por la mañana en la ciudad.

No me dejes ir

El dolor de las piernas se vuelve insoportable. La inmovilidad me produce un penoso estado de ansiedad, de impotencia. La luz es muy tenue pero me tranquiliza sentir que respiro. Mis párpados caen pesados sin el permiso de mi voluntad. De inmediato, mi cerebro enciende la visión del recuerdo perverso. Una película maligna grabada en mi memoria. Escenas que, una detrás de la otra, reiteran la veracidad de una tragedia manipulada por entidades, hasta entonces, desconocidas para mí. El vestigio de lo que sucedió se muestra como una amenaza macabra para cualquier ser viviente. Tétricas imágenes que me atormentan en cuando cierro los ojos:

Yo, Maritza, de veinte y siete años, conduzco por una carretera angosta y oscura que se ilumina solo con las luces de mi coche. Voy a una velocidad medianamente alta porque temo llegar tarde. Es el cumpleaños número cincuenta y cinco de mi madre y, en la casa de campo donde mis padres residen desde hace un par de años, habrá una cena a la que ya estoy retrasada. La oscuridad hace que consiga ver los árboles y arbustos, solo cuando ya están a unos metros de distancia. Tengo el equipo de música encendido. Escucho la canción británica “Never let me go”. Está de moda. Me gusta. Tarareo muy bajito y acelero un poco más. Imagino a mamá inquieta, sé que a estas horas debe chequear el reloj, una y otra vez, porque aún no he llegado y los invitados esperan por mí para hacer un brindis.

Suena mi teléfono móvil y yo contesto. Es Elsa, mi madre. Me disculpo y le explico que tuve que cerrar una cuenta en el trabajo y que me tomó más tiempo del esperado, pero que ya he recorrido la mitad del camino y que estaré en la finca en unos cuarenta minutos más.

Imagino a papá, a mi hermano Oswaldo y a Cristina, mi hermana mayor, mirándose unos a otros porque la cena se enfría y Maritza, impuntual como siempre, aún no ha llegado.

De pronto, percibo en la nuca un frío inesperado, gélido. Me eriza la piel del cuello. Me sorprende porque la estación es calurosa y reviso si la ventana trasera está baja. Constato que no, que está cerrada. Me mareo y tengo nauseas. Veo una luz que centellea en el cielo como si se tratara de rayos que anuncian una tormenta, pero son relámpagos que permanecen refulgentes por más tiempo del normal. Me invade un temor mordaz. Trago la saliva con firmeza y un sudor helado baja por mi cuerpo. Tiemblo por el pánico y desacelero.

Los árboles y la vegetación ya no se iluminan con los faros encendidos de mi carro, al que ahora le cubre una espesa neblina. Reviso las luces. Subo su nivel a intensas pero todo lo que hay fuera son inmensas sombras negras y espectrales. Las ramas y las hojas se tambalean amenazantes y emiten un silbido extenso. La canción británica ha dejado de sonar. De pronto, me golpea una estampida brusca como si alguien me hubiera chocado por detrás. Me sacude y freno. Apago el motor. Miro horrorizada por el retrovisor pero no hay nada ni nadie; solo tiniebla, desamparo y terror. El tiempo que permanezco sin que el auto se mueva es muy corto porque en unos segundos me percato de un nuevo movimiento que desliza mi carro hacia adelante, como si una fuerza oculta lo desplazara.

Enciendo el motor e intento acelerar para escapar con una rapidez mayor a la que me empuja pero no consigo mover mi auto a voluntad. El miedo me paraliza y me ofusca. No sé qué hacer. El carro es impulsado por una fuerza sobrenatural que me causa pavor y grito. Presiono el pie sobre el freno y el pedal se hunde hasta el fondo. No puedo hacer nada y cierro los ojos mientras clamo por ayuda. Rezo a pesar de no ser creyente. Intento tomar el teléfono celular mas no lo alcanzo. Se ha caído debajo del asiento y el cinturón de seguridad me oprime. Está trabado.

La velocidad aumenta y me causa vértigo. Vomito encima de mi cuerpo. El frío en el cuello se convierte en un susurro siniestro. Miro una sombra colosal frente al parabrisas. Es un árbol enorme. Voy a chocar contra él. No hay escapatoria. No lo puedo evitar. El impacto es fortísimo. Lo vivo como en cámara lenta. Mi cabeza se agita por el golpe y la música del equipo empieza a sonar en volumen máximo. Me ensordece. Todo explota. Se rompe. Miro como vuelan por el aire, los pedazos blancos de la carrocería. Abro y cierro los ojos de manera intermitente. Acepto mirar y a la vez me niego a hacerlo. La decisión alterna en intervalos de segundos. La piel de mi rostro se comprime con muecas de pánico y cierro mis puños con fuerza, como si eso me preparara para protegerme de la colisión. Escucho mis propios alaridos. Los trozos de vidrio de las ventanas se esparcen por el aire como una lluvia de cristales que tintinean al caer. Mi cuerpo se tambalea, se dobla. Mi cabeza golpea contra una de las ramas del árbol incrustado en el parabrisas y rebota.

Pierdo la conciencia. Cuando vuelvo a tener noción de la realidad, no siento daño físico alguno a pesar de que distingo sangre por todos lados. Atisbo una discusión agitada que sin embargo, mi audición la capta en decibeles muy bajos. Alguien me sujeta. Halan de mis brazos y también de mis piernas, hacia un lado y hacia el otro, como si se estuvieran disputando mi humanidad. Reconozco la voz de mi abuelo Ernesto. Lo siento a mi lado. Me sorprendo y a pesar de mi incertidumbre, me atrevo a decir:

—¿Abuelo?

No tengo respuesta pero presiento el leve y casi imperceptible murmullo de mi nombre. Sigo sin sentir dolor.

Advierto querellas que no son claras para mí. Mi abuelo murió hace diez años cuando yo tenía diecisiete pero sé que está aquí. Siguen los rumores. La discusión continúa. Hay otra presencia. Un ente sin forma que no formula palabras. Un espectro tenebroso que solo emite sonidos guturales de inconformidad y ante los cuales, refuta el abuelo en desacuerdo.

Discuten por mi cuerpo, por mi alma, por mi ser. Ahora entiendo. Ernesto quiere que me quede. El espectro desea llevarme consigo.

—No me dejes ir— Suplico a mi abuelo entre dientes.

De pronto, un silencio sepulcral. No hay nada ni nadie. Tal vez una tregua. Ya no están las voces que discuten. Se han ido. No consigo ver absolutamente nada, todo es mutismo, abandono, tiniebla.

No puedo moverme y pienso que he muerto. Que estoy trascendiendo hacia otra dimensión y veo un destello que se agranda. Es la luz de una ambulancia que se acerca bulliciosa. Estoy viva y vienen a salvarme. Pienso en mis padres, en mis hermanos, en la cena, en los invitados. Me inquieto y me incomodo por no haber podido llegar a tiempo, por haber retrasado el brindis.

Oigo voces de hombres que intentan sacarme de entre la chatarra: “Con cuidado, con cuidado. Esa pierna está atorada”, dicen. Hay movimiento, ajetreo. Suena una sierra. Cortan metal. Liberan mi pierna derecha. Alguien da indicaciones, órdenes. Corren. Se mueven. Acarrean cosas. De pronto, reconozco aire fresco en mi cara. No puedo tocarme el rostro pero lo siento rígido como si lo cubriera una capa de sangre seca. Estoy fuera del coche. Todo sucede tan rápido que no puedo precisar detalles. Me colocan sobre un soporte y entre exclamaciones y apuros, me meten en la ambulancia. Sigo sin sentir ningún malestar físico, solo incertidumbre y desconcierto.

Me doy cuenta de la rapidez con la que avanza el vehículo en el que me llevan. Conectan mangueras con agujas a mi brazo. Me doy cuenta de que piensan que estoy grave pues escucho que intentan detener una hemorragia. Sin embargo, yo creo que estoy bien.

Llegamos al hospital y mi último recuerdo es el umbral de una puerta enorme que atravieso recostada sobre una camilla.

***

Anteayer desperté. Sé que han pasado muchos días en los que he estado en coma. Entiendo que ha habido cirugías en mi cuerpo. No sé cuáles ni por qué. Nadie me ha explicado nada. Todavía no he visto a papá, ni a mamá, ni a mis hermanos. Aún no pueden entrar a la sala en la que estoy. Desde ayer, he comenzado a sentir un dolor agudo y constante en mis piernas. Punzadas y comezón. Escucho que un médico habla con un enfermero, como si le diera una clase práctica de medicina:

—Mire que la señorita dice sentir dolor en las dos piernas.

—¿En las dos, doctor?