banner banner banner
El Perro
El Perro
Оценить:
 Рейтинг: 0

El Perro


—Um… sí. ¿Nos conocemos, señora…?

—Señorita: señorita Luisa Manforti. No, no nos conocemos, señor Velli. He leído algunos de sus libros y su foto aparece en las tapas ¿entiende? Además, como tengo que leer por mi trabajo varios diarios, conozco su firma en la Gazzetta del Popolo. Señor Velli, sé quién era el muerto. No quise decirlo antes, en medio de toda aquella gente.

—Cuéntamelo.

—Era el ingeniero Rodolfo Mangiaforni, uno de los dos subdirectores del grupo industrial Italiavolo. Lo conoce ¿verdad?

—Sí, es muy conocido.

—De primer nivel. Tiene fábricas en Turín, Milán y Nápoles.

—La he visto caminar detrás de la víctima, señorita. ¿Era casualidad o tenía algún motivo?

—Yo era su escolta privada, señor Velli. Éramos tres personas para su protección, en turnos de ocho horas cada uno. Esta noche me tocaba a mí. Por desgracia… no he podido cumplir con mi trabajo, ese maldito perro apareció como un rayo.

—Lo he visto, señorita, y estoy de acuerdo. Habría sido muy difícil conseguir detener a tiempo a un animal como ese y no debe culparse. Pero ahora debe perdonarme si paso a otra cosa, soy periodista y hago mi trabajo: ¿podría darme alguna información más sobre la víctima?

—Solo lo que me confesó el propio ingeniero, una vez que estaba sorprendentemente alegre y dispuesto a conversar, pues normalmente era muy cerrado: había sido comandante partisano, habiendo recibido después de la guerra la medalla de oro de la República Italiana al valor militar: el 8 de septiembre de 1943, fecha del armisticio de Italia con los aliados, estaba cumpliendo su servicio militar como subteniente de complemento del cuerpo de ingenieros de la Fuerza Aérea Real, con sede en el aeropuerto de Piacenza-San Damiano. Los antiguos aliados alemanes, seguro que lo sabe, ya presentes en parte a nuestro lado en nuestro territorio, nos invadieron brutalmente con multitud de tropas inmediatamente después del armisticio y empezaron a detener y a deportar a sus campos de concentración a nuestros militares, que habían sido abandonados sin recibir órdenes de los de más alta graduación de nuestras Fuerzas Armadas. Mangiaforni no solo consiguió no ser detenido por los alemanes, sino que no se dio por vencido y creó, con parte de sus aviadores y civiles locales, una milicia de voluntarios por la libertad, como llamaban los dirigentes del CLN

a los partisanos, una brigada que al principio no era grande, pero que había incorporado luego bastantes combatientes entre los muchos jóvenes reclutas que no querían servir al reconstituido régimen fascista. Entre los últimos meses de 1943 y abril de 1945, Mangiaforni y los suyos llevaron a cabo en Emilia muchas acciones contra alemanes y fascistas. A pesar de eso, según me contó, tras la Liberación, en lugar de disfrutar por un tiempo del éxito donde había llevada a cabo sus acciones con sus hombres, dejó a su segundo el mando de la brigada, ya solo dedicada a festejar, comer, beber y disparar al aire y volvió humildemente a su casa en Turín, al contrario que la mayoría de los demás partisanos.

—Hizo bien. Yo tenía entonces solo quince años, pero ya tenía opiniones políticas concretas y, como mis padres, detestaba el nazifascismo. Yo era un joven alegre y, sin embargo, en las semanas posteriores a la Liberación, me sentía molesto cada vez que veía pasar junto a mí por la calzada, sin ningún destino y haciendo sonar las bocinas, automóviles y camiones llenos de partisanos cubiertos hasta los dientes de armas. Daban la impresión de estar borrachos. Tal vez yo era demasiado inflexible al ser muy joven, pero aun así sentía que aquellas cosas dañaban la memoria de los mártires de la Resistencia: otra cosa fueron los exultantes desfiles posteriores a la victoria, que también yo aplaudí con alegría, distintos de algunos teatros posteriores.

—Sí, señor Velli, por no hablar de aquellos falsos justicieros desatados que, ensuciando el honor de los demás partisanos garibaldinos, bajo la cobertura de banderas rojas se dedicaron a actos de violencia indiscriminada y venganzas personales,

un poco en todas partes del norte de Italia, pero especialmente en aquella zona de la Emilia Romaña a la que se llamaría el triángulo de la muerte.

Para mí fue algo especialmente amargo, porque también mis queridos abuelos fueron víctimas inocentes.

—Cuéntemelo, por favor.

—¿No le aburro?

—No, señorita, la escucho con atención.

—Mientras que la familia de mi papá era de Moncalieri,

mis abuelos maternos eran de Reggio Emilia: mi padre conoció a mi madre por unas cortas vacaciones en el mar en las que coincidieron en Cesenatico. El abuelo Luigi trabajaba como ortodontista en un laboratorio propiedad de un oficial de alto rango de las brigadas negras,

alguien a quien raramente se le veía en el laboratorio, al dedicarse a hacer torturar y matar a patriotas capturados. Poco antes de la Liberación, ese criminal desapareció, dejando el negocio en manos del abuelo, que, igual que la abuela Marianna, no era ni fascista ni combatiente antifascista, sino uno de los muchos no alineados que solo buscaban sobrevivir, haciendo lo posible por esquivar las redadas nazifascistas y no morir bajo una bomba aérea estadounidense. Una tarde, estábamos a mediados de mayo de 1945 y hacía poco que había acabado la guerra, dos hombres y una mujer fuertemente armados entraron en el laboratorio vociferando desde la puerta: «¡Sal, fascista asesino!». Por lo que dijeron algunos vecinos luego a mi abuela, personas que en aquellos días turbulentos vivían prudentemente ocultas en su casa, pero no se habían tapado los oídos, esos tres, al ver la mesa de trabajo del único presente, mi abuelo, se aproximaron a él lanzándole insultos y le ordenaron gritar: ¡Abajo el duce!, cosa que evidentemente él hizo de inmediato. Inútilmente. La mujer le dijo: «Ahora ya no gritas viva el Duce, ¿eh? ¡Asqueroso escuadrista! Ahora ya no podrás asesinar a inocentes ¿eh?» Debieron confundirle con el dueño. Sin permitirle explicarse, inmediatamente los tres le golpearon la cabeza con las culatas de sus ametralladoras y fusiles, lo arrastraron fuera, más muerto que vivo, le colocaron al cuello un cartel en el que ponía: Esto le pasará a todo verdugo fascista y lo colgaron de una farola. Mi abuela, al ver que no llegaba a cenar, fue a buscarlo al laboratorio y se encontró de frente con ese horrible péndulo.

—Un error tremendo, señorita. Lo cierto es que los miembros de las Brigadas Negras estaban entre los fascistas más crueles y más odiados, no solo por los partisanos, sino también por buena parte de la población, por eso los encontrados después de la Liberación sufrieron unas represalias comprensibles e implacables, no solo por parte de miembros de las formaciones garibaldinas, sino asimismo por otros patriotas que, aplicando una justicia sumaria, los castigaron sangrientamente y, por desgracia, en la confusión de las primeras semanas después de la Liberación, se produjeron también injusticias debidas a errores de personas, como le pasó a su pobre abuelo, y es horrible. Pero dígame: ¿Al menos su abuela tenía otros hijos cercanos que pudieran consolarla?

—No, mamá era hija única y no supo nada durante mucho tiempo. La abuela Marianna sufrió sola su luto: una mujer fuerte, ¿sabe? Pero aquellos primeros días debieron ser horribles, aislada como estaba. Le comunicó a mi madre el desastre solo tiempo después, por carta, cuando se reanudaron los servicios postales regulares. De todos modos, señor Velli, las cosas fueron así y no se pueden cambiar. ¿Volvemos a hablar de Mangiaforni?

—Sí.

—En Turín, el ingeniero fue contratado casi de inmediato en Italiavolo. Hizo carrera en pocos años y ya en 1949 era un ejecutivo y pocos años después uno de los dos subdirectores, aunque en su documento de identidad no aparecía con esa categoría, sino como un simple empleado,

una categoría modesta que, por prudencia, Italiavolo había sugerido a su alta dirección, considerando el riesgo de las Brigadas Rojas. Además, su empresa se dirigió a nuestra Agencia de Seguridad e investigación confidencial para tener escoltas armados para sus directivos. Dos compañeros y yo estábamos asignados a su protección 24 horas al día, ocho horas de servicio cada uno.

—¿Para qué agencia trabaja, señorita?

—Es conocida: la Indagini Private e Servizi di ScortaSam Buzzi.

—Que sería Samuele Buzzi.

—No, Samuel: el propietario es de origen estadounidense, de familia italoamericana. Llegó a Italia en 1943 con el Ejército de los Estados Unidos, siendo capitán de la OSS,

su servicio secreto militar. Durante un par de años, trabajó más allá de las líneas, desde la primavera de 1944 aquí en Piamonte, transmitiendo información y órdenes de los aliados a nuestros jefes partisanos y, en sentido contrario, mandando informaciones a la OSS sobre la producción bélica de nuestra industria y el desvío hacia Alemania, por orden de los propios alemanes, de aviones, tanques, medios motorizados construidos por la FIAT y por Italiavolo: aproximadamente el 90% de la producción. Italia le gustó tanto que, al acabar la guerra, decidió quedarse, también porque en nuestra ciudad conoció y tuvo relaciones con una abogada penalista

que formaba parte de los órganos directivos del Comité de Liberación Nacional de la Alta Italia en representación del Partido Liberal.

—¿Ha sabido estas cosas directamente de Buzzi?

—De su mujer, en cuyo despacho trabajé durante un tiempo, el Studio Legale Avvocata Margherita Valenti. Se casaron. Con el matrimonio, adquirió automáticamente nuestra nacionalidad, aunque sin renunciar a la estadounidense. Tras licenciarse, fundó la agencia. Un antiguo colega mío de la vieja guardia me dijo un día que Sam, para introducirse en el mercado, se publicitaba como un investigador grandioso, aunque no tuviese todavía ningún cliente: el método estadounidense, ya sabe, anuncios caros en revistas, folletos y cosas así, agotando sus pocos recursos y los considerables de su esposa, pero con gran éxito. La señora se asoció con él, aportando bastante dinero: dicen que tiene más acciones en la sociedad que su marido, aunque nunca se ha ocupado de su administración, porque tiene mucho trabajo en su despacho. No han tenido hijos, ambos están completamente volcados en sus respectivas profesiones.

—Entiendo. Ya conocía de nombre su agencia.

—Es la primera en Italia por volumen de negocio. Trabajamos también en otros países europeos.

—¿Desde cuándo trabaja en la Buzzi?

—Desde 1958, al dejar el despacho de la esposa de común acuerdo. Allí había trabajado como empleada para todo durante 14 años, con muchos encargos de recoger informaciones para los procesos en los que tenía que trabajar.

—Es decir, un trabajo casi igual que este.

—Más sencillo, no había que realizar trabajos de escolta, solo investigaciones privadas, pero el salario era menor. Así que un día pedí al marido que me contratara en su agencia después de haber hablado con la señora. Me aceptaron también gracias a los buenos informes de ella, que entonces se valía de la agencia conyugal y ya no tenía necesidad de mis investigaciones personales. Pero antes tuve que realizar un curso interno de formación que no podía haber sido más duro.

—Cuénteme algo más sobre esta noche, por favor.

—Sí. El ingeniero Mangiaforni, para que yo pudiera acompañarlo a la inauguración, había pedido una invitación para dos personas. Llevo debajo el vestido de noche y tengo la pistola en el bolsillo derecho del abrigo, que, obviamente, no dejé en el guardarropa, sino que mantuve sobre las rodillas durante el espectáculo y en el brazo en los intermedios entre los cinco actos; y sin embargo, cuando ese perro atacó rápido como una flecha, solo lo he visto en el último momento y no he podido disparar a tiempo, solamente poner las manos sobre el arma en el bolsillo. A pesar de toda mi preparación, no he podido salvar a quien tenía que proteger: ¿quién podía haber esperado algo tan inusual?

—¿Por qué no caminaba junto a Mangiaforni, sino unos metros más atrás?

—Sí, unos pasos a su espalda, para una mejor visualización: junto a una persona no se ve todo.

—¿Qué piensa de ese perro, señorita? A mí no me ha parecido un vagabundo rabioso, más bien, visto cómo se ha producido el ataque, yo diría que estaba entrenado para matar.

—Tampoco yo considero probable un accidente, señor Velli. Una acción demasiado eficaz de ese animal. Podría ser un homicidio premeditado. ¿Tal vez las Brigadas Rojas hayan ideado un nuevo método de ataque?

—Podría ser, pero me parecería más verosímil una acción de las Brigadas Negras. El ingeniero había sido un comandante partisano y por tanto enemigo de los fascistas, mientras que, por el mismo motivo, no me parece muy probable que las Brigadas Rojas hayan colocado en su punto de mira precisamente a un antiguo jefe partisano y no a otro directivo. De todos modos, creo que podremos saber algo más mañana: si se trata del homicidio de un directivo industrial por parte de brigadistas rojos, tendremos enseguida una reivindicación como es habitual en ellos; pero si se mantiene el silencio, la pista a seguir podría ser la fascista con el objetivo de un antiguo dirigente partisano con una medalla de oro de la Resistencia.

—Sí, señor Velli —Tras estas palabras, la señorita Manforti, debió sentir un deseo repentino e incontrolable de fumar—. Perdóneme —me dijo buscando en el bolsillo interior de su cómodo abrigo un paquete de cigarrillos. Sacó uno, se lo puso en los labios y lo encendió con un pequeño mechero sacado del mismo bolsillo inmediatamente después.

El humo de tabaco que desprendía me molestó. Hice espontáneamente un gesto de ventilación.

—Perdóname otra vez, debe haber una brisa que desvía el humo, no he respirado hacia usted.