Книга Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín - читать онлайн бесплатно, автор Giovanni Odino. Cтраница 3
bannerbanner
Вы не авторизовались
Войти
Зарегистрироваться
Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín
Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín
Добавить В библиотекуАвторизуйтесь, чтобы добавить
Оценить:

Рейтинг: 0

Добавить отзывДобавить цитату

Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín

—Les dejo algo de beber aquí, en la mesa de la veranda. Si necesitan algo, estoy en casa.

—Gracias. Tomaremos, sobre todo, agua. Hace calor y solo son las nueve. —Carlo hizo el gesto de darse viento en la cara con las manos.

—Señora Bianchi... —Hablaba un hombre de unos cincuenta años, con pelo escaso y gris, y un ligero sobrepeso. Llevaba un delantal amplio de espesa tela verde que le cubría el torso. A su lado había una mujer más o menos de la misma edad, vestida con un estilo anodino, con el pelo teñido de un amarillo ajado y que denotaba un uso evidente de bigudíes.

Ella también la saludó:

—Buenos días, señora. —Tenía un marcado acento de esa región.

—Buenos días. ¿Habéis visto lo que ha pasado? Menos mal que Bruno no estaba en el jardín, como suele ser el caso.

—Uno de los pocos días que no estábamos en casa; si no, habríamos llegado inmediatamente —dijo la mujer—. Ayer era el día de visitar a mi suegra. Pasamos todo el día en Casteggio y volvimos después de cenar. Lo siento...

—Pero ¿qué dice, Mariagrazia? —la interrumpió Carlotta—. ¿Qué es lo que siente? Menos mal que no ha resultado nadie herido, y, de todos modos, no habríais podido hacer nada.

—¿Hoy podemos ayudar? —preguntó el hombre.

—¿Quiere echar una mano a los del helicóptero?

—Será un placer.

—Carlo, perdone —llamó Carlotta.

—Dígame.

—Él es Bruno Vanzi y ella es su mujer Mariagrazia. Me ayudan con la manutención de la casa y el jardín. Él es Carlo, el mecánico del helicóptero. —Se dieron la mano, y la mujer continuó—: Carlo, Bruno se ofrece para echarles una mano. Sabe qué herramientas hay en el taller.

—Su ayuda nos vendrá bien, seguro. Venga, señor Vanzi, vamos a amarrar la chatarra.

—Llámeme Bruno, mejor.

—Yo soy Carlo.

Llegó el ruido de un motor diésel potente desde la carretera, acompañado por unas sonoras imprecaciones. Después vio el camión, y el conductor con la cabeza fuera de la ventanilla para controlar por dónde pasaban las ruedas.

—Estáis locos. Si hubiera sabido cómo es la carretera, no habría aceptado este trabajo. He llegado de milagro y solo porque no había manera de dar media vuelta. Esta carretera es para las mulas, no para los camiones.

—Bueno, ahora, ya que estás, carguemos el helicóptero. Abro la verja y entra en el jardín —dijo Carlo, sin hacer caso de las quejas del chófer. Lo conocía desde hacía tiempo y sabía que, después de las protestas, se pondría a trabajar.

—Ahora que estoy, ahora que estoy... tendría que dejaros metidos en vuestros líos. Pero ahora ya... Solo lo hago por el señor Santino, que es una buena persona.

—Exacto. Ahora, vamos a ello —convino Carlo.

Sobre la una, utilizando la pequeña grúa que había en el camión entre la cabina y el remolque, tanto la carcasa del helicóptero como todos los trozos desperdigados estaban cargados y asegurados. Para evitar que los trozos pequeños se perdieran durante el transporte, los habían cubierto con una lona sujeta con cuerdas a los ganchos fijados a tal efecto en los bordes del remolque.

—¿Es mejor que siga en la misma dirección por la carretera o que dé la vuelta? —preguntó el chófer.

—Siga en la misma dirección. Solo habrá dos curvas difíciles, y después la carretera se ensancha —respondió Vanzi—. Vaya tranquilo, vivo allí abajo y conozco bien el trayecto.

—De acuerdo. Entonces vuelo a Casale con el helicóptero en el remolque. Es más seguro sobre el camión.

—Qué gracioso. Sobre todo, intenta no volcar. Un accidente es más que suficiente.

—Hasta luego.

Carlotta, que había visto las maniobras del camión para salir del jardín, se acercó a la veranda. Carlo y Diego fueron a despedirse.

—Muchísimas gracias por su amabilidad y su paciencia, señora. Hemos quitado todo, pero si encontrase algo, háganoslo saber y vendremos a recogerlo —dijo Carlo, que había supervisado la operación.

—No se preocupen. No es nada, comparado con los problemas que han tenido ustedes...

—No le damos la mano porque las tenemos sucias de grasa —dijo Carlo—. A propósito: según los cálculos de probabilidades puede estar tranquila. Estadísticamente, es muy difícil que vuelva a caer un helicóptero en el mismo sitio. —Extendió el brazo y señaló la colina enfrente—. Es más fácil que ocurra por allí.

Miraron donde señalaba Carlo y solo después comprendieron que era una broma, y soltaron una carcajada.

Esa tarde, Carlotta no se dedicó a su clásica actividad en la cocina. Dejó que se marcharan los señores Vanzi, cogió dos libros de recetas de la pequeña estantería y, equipada con un lápiz y un papel, se sentó en el sofá del salón. Al final del día había preparado un menú completo y la lista de la compra correspondiente. Volvió a la estantería y cogió dos libros que trataban de mitos paganos y ritos chamanísticos: uno era sobre los Druidas de los Celtas, y el otro, sobre la Santería en Haití. No comió nada, pero se preparó una tisana en una taza grande. Volvió al sofá y se sumergió en la lectura hasta bien entrada la noche.

III

23 de junio de 1988, jueves — Invitación a cenar

El jueves por la mañana Carlotta salió pronto con su Austin Mini Clubman. Tenía que ir a comprar todo lo que necesitaba para preparar la cena. Por la ventanilla abierta le llegaba el ruido del helicóptero que había retomado el trabajo sobre los viñedos. Sabía dónde estaba la explanada que usaban para repostar entre vuelos, y se dirigió en esa dirección. Llegada al lugar, se paró a la sombra de un grupo de acacias y bajó del coche.

Edoardo aterrizó después de realizar un amplio viraje. La posición acentuada que impuso al helicóptero con el morro elevado, para disminuir la velocidad antes de bajar hasta el suelo, provocó un flujo de aire contra Carlotta, que estaba de pie a pocos metros de la explanada. El vestido ligero se le pegó al cuerpo, resaltado los senos, los costados, y la curva de las ingles. La evidencia del cuerpo de la mujer, esculpido por la presión del aire, hizo recordar a Edoardo, potentemente, la intimidad de hacía dos días, provocando un inicio de excitación.

En cuanto los patines estuvieron estables en el suelo, Diego se acercó al helicóptero. Edoardo abrió la puerta de la cabina.

«La signora Bianchi ha chiesto di parlarti. La posso far avvicinare?»

«Sì. Stai attento che non si faccia male. Falla venire da questa parte.»

Diegì fece muovere Carlotta ponendo molta attenzione che stesse lontana dal rotorino in coda all’elicottero e che mantenesse il busto basso per avere più distanza dalle pale del rotore principale in movimento.

—Dime.

—La señora Bianchi quiere hablar contigo. ¿Se puede acercar?

—Sí. Ayúdala para que no se haga daño. Haz que venga por este lado.

Diego acompañó a Carlotta llevando mucha atención para que permaneciera lejos del rotor de cola y mantuviese el busto bajo para tener la mayor distancia posible con las palas del rotor principal, en movimiento.

Edoardo dejó la puerta de la cabina abierta.

—Buenos días, qué bonita sorpresa —dijo, con una amplia sonrisa, de las que hacen los hombres que saben que gustan.

—Buenos días. He venido para invitarte a cenar. —Edoardo notó que lo había tuteado.

—¿Esta noche? Lo siento, llegaremos tarde. Tenemos que acabar el trabajo.

—En realidad, solo te estoy invitando a ti, y la hora no importa. Ya sé que tenéis que acabar el trabajo.

—Si es así, iré con placer. Seguro que hará buen tiempo —dijo Edoardo, mirando al cielo.

—Sí, hará bueno. Es la noche justa —dijo Carlotta, con un rayo de luz en sus ojos oscuros.

Edoardo sintió una inquietud extraña, y la atribuyó a esos ojos bonitos.

—Bien. Entonces, ¿a qué hora? Me vendría bien a las diez..., así terminaré de ordenar las cosas del trabajo sobre las nueve y luego podré darme una ducha. ¿Es demasiado tarde?

—A las diez es perfecto —dijo Carlotta. Después añadió—: ¿Cuándo es tu cumpleaños?

—En invierno, ¿por qué?

—Por nada, por curiosidad. ¿Qué día?

—El veintidós de diciembre cumpliré cuarenta y cinco años. ¿Está bien? ¿Soy demasiado viejo? —respondió ligeramente autocomplacido, sabiendo que era ella quien había ido a buscarlo, y tenía un físico de aspecto vigoroso.

—Es una buena fecha. Adiós —dijo Carlotta. Sin añadir nada más dio la vuelta, se despidió de Diego y de Carlo, y se dirigió a su coche.

—Adiós —respondió Edoardo, intentando comprender el sentido de esas palabras.

¿Una buena fecha? Para una cena con una mujer bonita todas las fechas son buenas. ¿O quería decir otra cosa?

Los dos se quedaron mirándola unos segundos mientras se alejaba.

Los depósitos para el fitofármaco ya estaban llenos. Edoardo cerró la puerta de la cabina, aumentó las revoluciones del motor para despegar y salió, descendiendo junto al flanco de la colina.

Carlotta sentía crecer dentro de ella la emoción por el encuentro. Decidió concentrarse en la cena, de la cual tenía bien presentes, en su cabeza, todos los pasos necesarios para su preparación. Encontró algunos productos en las tiendas cercanas, y después fue a una pequeña lechería no muy lejana para comprar requesón de leche de vaca, mascarpone y mantequilla. La calidad se beneficiaba de la bondad de la leche obtenida de pequeños ganaderos que usaban el heno de los prados de la región para alimentar sus propias vacas. El requesón de leche de cabra lo compró en otra lechería, asociada a una granja ovina, a unos veinte kilómetros en dirección de la Liguria.

Los dos requesones servirían para rellenar los tortelli, y la mantequilla, para cocinarlos, y el mascarpone lo usaría para preparar el postre. Valía la pena emplear el tiempo necesario para ir a comprar a esos productores: el resultado le devolvería con creces el esfuerzo.

Cuando volvía a casa se paró en otra pequeña tienda, de una pareja de agricultores, que se encontraba a algunos kilómetros de distancia en la carretera que iba a Montalto Pavese. La mujer tenía una pequeña granja avícola con gallinas, pavos, pollos y pintadas. Todos crecían libres y eran alimentados de manera tradicional. La agricultora recibió a Carlotta con la cortesía habitual.

—Señora Bianchi. Me alegro de volver a verla.

—¿Cómo está, Ángela? Parece que está en forma.

—¿Qué quiere? Una no para nunca de trabajar, y así se está haciendo ejercicio siempre. Luego, cuando me viene el dolor de espalda, entonces se puede ver a una pobre mujer jorobada deambulando por la granja.

—Pero ¿qué me dice, Ángela? ¿Qué toma cuando le duele la espalda?

—Los analgésicos típicos, pero me hacen poco efecto.

—Lo mejor es el reposo. Pero creo que esto ya lo sabe.

—Lo sé, lo sé. Es mi marido quien no lo sabe.

—¿No descansa?

—No, él descansa. No me deja descansar a mí. Se rieron las dos. Las críticas a los hombres siempre tienen un efecto beneficioso para las mujeres.

—¿Qué necesita? ¿Huevos o carne?

—Querría una buena pintada. Viva.

—¿Una pintada viva? Basta con que venga a buscarla cuando la vaya a cocinar y se la tengo preparada, matada y limpia.

—La quiero para mi corral. La dejaré libre en el jardín.

—Bah. Si le hace ilusión. Dígame cuál prefiere. Carlotta señaló a la elegida. Ángela la atrapó, le ató las patas, y se la dio a Carlotta, aconsejándole que llevara cuidado con el pico.

—Las pintadas son malas —dijo.

—Mejor —respondió Carlotta. Pagó y preparó el animal, cuidadosamente, en el maletero de su pequeño coche familiar.

Cuando volvió a su casa, se encontró a los Vanzi en el jardín. Habían preparado una pequeña pira de madera en el centro del prado.

—Buenos días, señora —dijo Bruno—. Hemos preparado la pira... como los demás años.

—Buenos días, Bruno. Gracias. Me parece perfecto. Veo que también habéis arreglado el prado. Se ven muy pocos signos del accidente.

—Creo que no necesita llamar a una empresa especializada. Se vertió muy poca gasolina, y el producto para las plantas es el mismo que se usa en las huertas con las plantas de tomate y de pimiento. Poco a poco el césped se recuperará por sí solo.

—Buenos días, señora —le dijo también Mariagrazia—. ¿Necesita ayuda para descargar el coche?

—No, gracias, lo puedo hacer sola. Lo que es más, podéis iros a casa. Y mañana no necesitaré que vengáis.

—¿Necesita ayuda para encender el fuego? ¿Quiere que venga esta noche?

—No, está bien así. Tengo ganas de estar sola, hoy y mañana. ¡Nos vemos pasado mañana!

El matrimonio Vanzi esbozó una sonrisa y se marchó. Sentían curiosidad por saber la razón de todo ese tiempo libre, pero no querían que se notara.

Hoy ya, dos mentiras; una con la pintada y ahora, con ellos. Tendría que conseguir hacer mis cosas sin necesitad de mentir.

Carlotta descargó el coche y llevó todo a la cocina, excepto la pintada, que dejó, con las patas atadas, en una caja sin tapa en el interior del maletero del coche. Metió el requesón, el mascarpone y la mantequilla en la nevera, y ordenó las demás cosas en el aparador.

Miró el reloj: era mediodía. Decidió relajarse escuchando música y siguiendo con las lecturas que había empezado la noche anterior. En el salón tenía un equipo de alta fidelidad de buena calidad y una discreta colección de discos. Puso en el plato a Harry Belafonte, encendió el tocadiscos y ajustó el volumen. Colocó en su lugar en la estantería el libro sobre los ritos de los Celtas, que había terminado, y se concentró en el libro de las religiones de las comunidades afroamericanas de las Antillas: un libro sobre el vudú.

Más o menos a las cuatro de la tarde, Carlotta fue a su habitación. Sacó del armario un vestido negro, largo y fino, que le llegaba a los tobillos. Al cogerlo, se acordó de cuando, para ir al teatro con su marido, se lo había puesto por la primera vez. El contacto con el tejido le recordó la emoción que había sentido durante la representación de la ópera de Wagner Las hadas.

Había conservado el vestido y, cuando se había mudado a la casa de campo, lo había puesto junto a las cosas que se iba a llevar. Le gustaba ponérselo de vez en cuando, en verano, pero no sabía bien por qué. Algunas mañanas lo encontraba arrugado, una señal evidente de un uso que ni siquiera recordaba.

Se quitó el vestido, los zapatos y la ropa íntima. Se puso el traje negro, mirándose en el espejo de cuerpo entero que estaba en la pared al lado del armario. Se quedó descalza. Volvió a la cocina, donde cogió, de un cajón, un cuchillo grande, y, después se dirigió al garaje. Abrió las puertas traseras de su Mini y cogió la pintada por las patas. Se dirigió a la veranda. Estaba convencida de que podía hacer algo para ayudar al destino, para hacer que ese interés, esa atracción, se convirtiera en una relación indisoluble. Desplazó la mesa del medio de la veranda y la pegó a la pared de la casa. Puso la pintada encima. El animal se agitó un poco, pero después se calmó, casi con resignación.

Carlotta había nacido el día del solsticio de verano. Quizá por esta razón siempre había sido sensible al aspecto mágico de la naturaleza. El hecho de que el helicóptero hubiese caído en su jardín justo ese día y que el piloto se hubiera sentido tan atraído por ella le parecía un evidente signo sobrenatural. También la fecha de nacimiento de él, el día del solsticio de invierno, la percibía como un elemento en una lógica de signos del destino. Esa mañana, se lo había preguntado al piloto con la intuición de que era una fecha importante que habría contribuido a aclarar ese sentido de inevitabilidad que ella sentía en las cosas que estaban ocurriendo. Y la respuesta había sido una confirmación de sus sensaciones.

Se dejó envolver por un velo ligero y agradable de sensaciones mágicas, y se instaló en su «sueño de una noche de verano» personal, donde los confines entre la realidad y el sueño se disolvían y se confundían.

Cogió cuatro velas grandes, de esas amarillas con la cera en un tarro de base ancha y que se usan en el exterior para ahuyentar a los mosquitos. Encendió las mechas y las colocó en los cuatro lados de la veranda. Cogió las gafas de sol Ray-Ban, que estaban sobre la balaustrada. Eran del piloto; las había perdido durante el accidente. Carlotta las había encontrado en el jardín después de que se hubieran llevado el helicóptero, y las había conservado. Las puso en el suelo, en el centro del porche. Con la mano izquierda cogió el cuello de la pintada, sujetándola contra la mesa de madera, y con la derecha, con la que sujetaba el cuchillo igual que un verdugo que va a ejecutar a un condenado, dio un golpe seco para cortarle el cuello justo por encima de donde la sujetaba. Mantuvo el agarre y, mientras acababan los espasmos del cuerpo del animal, caminó con paso rápido alrededor de la veranda, dejando que la sangre cayera por todo el perímetro. Después volvió al centro del porche, se puso justo encima de las gafas, y dejó que la sangre cayera sobre ellas.

Carlotta se sentía invadida por una energía eufórica. Todo lo que hacía le venía de manera natural: estaba pidiendo a las fuerzas de vida, que ella sabía que existen, alrededor y dentro de nosotros, que la ayudaran, y sabía que sería escuchada. Esa especie de rito era el resultado del recuerdo de sus estudios y de las lecturas de la tarde y noche del día anterior. Dijo, a media voz, con tono monótono, mirando las gafas como si fueran los ojos de Edoardo:

—No verás a nadie más que a mí, no verás más que mis ojos, no verás más que a través de mis ojos. —Después quitó la mirada del suelo y la levantó hacia el cielo. En la misma posición, justo encima de las gafas, levantó el vestido hasta descubrir sus muslos, y separó las piernas—. Beberás solo de mí, comerás solo de mí, te saciarás solo conmigo.

Así terminó ese rito, mezcla de religión y paganismo, de superstición y de espiritualidad. Tiró la cabeza de la pintada al cubo de basura y fue al garaje, donde colgó el cuerpo del grifo del lavabo para que terminara de desangrarse. Cogió dos trapos, llenó un cubo de agua, y volvió a la veranda, de la que limpió cuidadosamente toda mancha de sangre sin dejar trazas. Apagó las velas, volvió a colocar la mesa en el centro y puso encima, también perfectamente limpias, las gafas.

Empezó a preparar la cena, empezando por el postre. Sacó el mascarpone de la nevera (doscientos gramos), lo colocó en el bol y lo trabajó con una cuchara de madera hasta conseguir una consistencia cremosa. Cogió dos vasos para postres y los llenó hasta la mitad con la crema del mascarpone. Abrió dos tarros de Mostaza de Voghera, la llamada «mostaza de fruta [04] y vertió el contenido sobre el mascarpone, dejando caer también parte del líquido dulce y al mismo tiempo picante. Introdujo el dedo en la fruta macerada y lo chupó.

Edoardo, quiero besarte con la boca embadurnada de esta mostaza y quiero que tu boca busque mi dulce y mi picante.

Abrió la nevera y metió los vasos con el postre.

Esto ya está listo, ahora preparamos el relleno de los «tortelloni».

Quería hacer el relleno según la histórica receta boloñesa, que incluía un poco de ajo. No le gustaba a todo el mundo, pero a ella le encantaba ese aroma, y estaba segura de que le gustaría también a Edoardo. Abrió los dos paquetes de requesón, un bote de leche de cabra y uno de leche de vaca, y cogió cien gramos de cada una. Trituró finamente media cabeza de ajo, y añadió un puñado de perejil. Mezcló todo en una tarrina, con treinta gramos de queso parmigiano reggiano rallado, una yema de huevo batido y una pizca de sal.

Mientras mezclaba el relleno, el recuerdo de ellos en la ducha había aumentado su deseo, ya estimulado por el líquido de la mostaza. Carlotta añadió un poco de su fluido íntimo, generado por el recuerdo del amor con Edoardo, al relleno de los tortelloni. Recordó todo lo que había dicho en la veranda.

Esto lo origina mi amor, lo encontrarás en tu comida y lo querrás siempre como tu alimento.

Metió el relleno en la nevera, dentro de un plato hondo cubierto por otro plato.

Cogió doscientos gramos de harina de grano blando de tipo «0» y los dispuso como un monte en el banco de madera que estaba sobre la mesa robusta que había querido tener en la cocina para poder trabajar sobre una base estable.

Hizo un agujero en el centro de la harina y rompió un huevo dentro, con mucho cuidado para que no cayera dentro ni un trocito de cáscara. Lo batió delicadamente con un tenedor, y después empezó a mezclarlo todo con cuidado, amalgamando la harina con los dedos y ensanchando poco a poco el cráter central. Carlotta no usaba la amasadora, le gustaba usar las manos. Podía reconocer la consistencia de la masa y saber cuándo la proporción entre la parte líquida y la harina era correcta. Tampoco usaba sal, según el estilo de la región de Emilia Romaña. Cuando el borde de la fuente [05] se redujo al mínimo posible para contener la parte más líquida en el interior, recogió, con el canto de la mano, la harina de los bordes externos y tapó el cráter. Trabajó la masa lejos de las corrientes de aire para que no se secara, unos cinco minutos más. Al final le dio la forma de un pan, que dejó reposar en una tarrina cubierta.

Fue a buscar la pintada al lavabo del garaje, donde la había dejado goteando sangre. Cuando volvió a la cocina la sumergió durante unos segundos en una cazuela llena de agua hirviendo para que fuera más fácil desplumarla, operación que le llevó unos veinte minutos.

Empuñó un cuchillo de lama fina y bien afilada e hizo un inciso en la parte baja del vientre para poder sacar las vísceras. Después quitó el cuello, las patas, la cola y la grasa alrededor de esta. Cortó las alas, los muslos y los contramuslos. Dividió en dos partes el pecho y el busto. Ahora tenía delante de sí los trozos de la pintada. Cogió una gran cacerola de acero de debajo del banco de cocina. Preparó una mezcla de ajo, romero y salvia e hizo un sofrito con una generosa dosis de aceite de oliva extra virgen del Golfo de Tigullio. Pasó los trozos de la pintada sobre la llama, para asegurarse de eliminar todos los restos de plumaje.

Volvió a abrir la nevera grande, y extrajo un buen trozo de la suave, dulce y deliciosa panceta del Oltrepò. La colocó con cuidado sobre la plataforma de la máquina de cortar a mano, sólidamente anclada al mueble bajo de la cocina, empuñó el mango y lo giró con decisión, provocando el movimiento alternado de la plataforma. Paró cuando tuvo una loncha para cada trozo de carne de la pintada.

Introdujo los trozos de carne, envueltos cuidadosamente en la panceta, en la cacerola donde se refreían las hierbas.

Añadió una loncha de más y una salchicha con especias desmigada.

Cogió un limón de Sorrento que un frutero de Casteggio tenía la costumbre de conseguir para ella y otros pocos clientes. Cortó algunos trozos de cáscara sin la parte blanca y los puso en la sartén. Después exprimió medio fruto y lo añadió al preparado. Dio la vuelta a los trozos de la pintada, con cuidado para no separarla de la panceta y, cuando estuvo todo bien dorado, lo cubrió hasta la mitad con vino blanco Riesling típico de la zona.

Después de unos tres cuartos de hora el líquido se había absorbido y la pintada estaba en su punto. Carlotta apagó el fuego y dejó la cacerola, cubierta, donde estaba.