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Las Investigaciones De Juan Marcos, Ciudadano Romano
Las Investigaciones De Juan Marcos, Ciudadano Romano
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Las Investigaciones De Juan Marcos, Ciudadano Romano


El sobrino, entornando los ojos y haciendo con la boca una mueca de amargura, había asentido dos veces con la cabeza.

Tranquilizado por fin, el tío había levantado la cara lo más alta posible y alzado su voz hacía la esfera celestial, o al menos esa había sido su intención:

—¡Abominación de las abominaciones! ¡Altísimo Señor, salva a los pecadores arrepentidos, pero descarga tus maldiciones sobre quienes no se arrepienten! ¡Hazlos arder con tu ángel de la muerte con una tempestad de llamas, como sobre Sodoma y Gomorra!

—Amén —había respondido de nuevo el sobrino, esta vez alzando mucho la voz. Pero luego no se había contenido y, sonriendo, había continuado—: La tempestad ardiente solo cuando nos hayamos ido, ¿eh?, porque si alguna lengua de fuego no diera en su objetivo…

—Bueno, bueno… ya se entiende —había aceptado Jonatán Pablo, que no tenía ningún sentido del humor.

Dividiendo los gastos, habían alquilado una habitación en un pequeño albergue donde el fariseo solía alojarse, dirigido por el hebrero Mateo Bar Benjamín, quien, siguiendo las normas de pureza, servía comida kosher muy bien cocinada a sus correligionarios de paso y también a diversos clientes no hebreos que, aunque no sujetos a las reglas judaicas, apreciaban su magnífico sabor.

Poco después de salir el sol en su último día de vida, Jonatán Pablo había tomado el desayuno en la fonda en compañía de sobrino, luego se habían separado para ocuparse cada uno de sus propios negocios, así que en el momento de la agresión el tío había estado solo con su asesino. Habían quedado en encontrarse por la tarde en la fonda, que no estaba lejos del callejón donde una ronda de policía había encontrado asesinado al padre de Marcos, para cenar y descansar hasta el alba, después de que el fariseo hubiera pagado y recogido sus telas y el levita sus sacos de simientes y, con las respectivas cargas, los parientes se habrían vuelto esa mañana con la misma nave que los había llevado a Perga.

Bernabé había pasado el día visitando algunos mayoristas de semillas, con una breve pausa a mediodía para una comida ligera a base de fruta consumida en pie junto al vendedor. Había elegido los granos apropiados en calidad y precio solo al final de la tarde. Tras dejar una fianza al suministrador, había vuelto a la pensión, llegando cuando el sol acababa de ponerse en el horizonte. En cuanto entró supo por el hotelero, sin ningún preámbulo delicado, acerca del homicidio de su tío: Mateo Bar Benjamín, volviendo poco antes a casa de un encargo, había pasado por la callejuela donde yacía el cadáver, rodeado de hombres de una ronda de policía y había reconocido al muerto como su propio cliente:

—Le habían matado hacía poco —había precisado al atónito levita—. Lo sé porque uno de los guardias le estaba diciendo a sus colegas que le cuerpo seguía caliente. Luego lo subieron a una carretilla, imagino que inmediatamente —Era habitual que las rondas de orden público llevaran al cuartel todos los cadáveres desconocidos que se encontraban por la calle, algo no infrecuente, donde se mantenían en depósito en un sótano hasta la mañana del día siguiente, por si algún pariente se presentaba a reconocerlos y reclamarlos. Si no, el muerto era sepultado en las primeras horas del día siguiente en la fosa común de Perga.

Las funciones del organismo de policía de la ciudad, compuesto por un centenar de hombres al mando de un centurión, eran similares a las de la Milicia de los Vigilantes de la Urbe, creada en el año 7581 (#litres_trial_promo)bis (#litres_trial_promo) por Octavio César Augusto e imitada en diversas ciudades del Imperio. Ejercitaban funciones generales de policía y se encargaban de la prevención y extinción de incendios, así como, en relación con estas funciones, de la identificación y arresto de quien los hubieran provocado intencionadamente o por negligencia. La base de la actividad de la centuria eran las rondas continuas por la ciudad de escuadras de diez hombres. Gayo Tulio, comandante de la decuria que había tropezado con el cuerpo de Jonatán Pablo, después de haber interrogado brevemente a los habitantes de la zona, que habían declarado no haber visto ni oído nada, había renunciado a investigar: en esos tiempos era normal que la mayor parte de los delitos quedara impune y encontrar a los culpables sin sorprenderles en flagrante delito era improbable, casi tanto como identificar a una hormiga en un hormiguero.

El posadero había indicado también a Bernabé que había dicho al decurión que la víctima era su cliente, añadiendo que avisaría al otro cliente, que compartía la habitación con la víctima y era pariente suyo, para que, si quería, reclamara los restos.

Esa misma noche, a pesar de la oscuridad, con una linterna conseguida del hotelero, el sobrino del muerto se había presentado en la sede de la milicia, que no estaba muy lejos, para reclamar el cuerpo de su tío. Había hablado con el decurión que estaba de servicio en el cuerpo de guardia. El suboficial le había llevado al comandante del cuartel, un joven centurión llamado Junio Marcelo. Este hombre, después de haber escuchado la solicitud de Bernabé, había hecho llamar al decurión Gayo Tulio y, en su presencia, había dicho al levita:

—Bien, me has dicho que te llamas José Bernabé y eres de Salamina. Ahora me gustaría saber qué habéis venido a hacer a Perga la víctima y tú.

—Yo, a comprar semillas para mis campos, y el tío, telas para su bazar en Jerusalén.

—Hay una bolsa del muerto a recoger, dime cómo puedes demostrar que eres su sobrino.

—Lo puede confirmar Mateo Bar Benjamín, dueño de la posada donde mi tío y yo hemos alquilado juntos una habitación.

Gayo Tulio se había entrometido:

—Comandante, Mateo Bar Benjamín es la persona que he citado en mi informe, que ha reconocido a la víctima del homicidio y me ha dicho que informaría al sobrino.

—Está bien, de todos modos comprobaremos enseguida si ese sobrino es precisamente este hombre —Se había vuelto a Bernabé—. Tú entretanto dime dónde y con quién has pasado hoy las últimas horas de luz.

Parecía que sospechaba de él, como había deducido el levita con preocupación y había dado el nombre del mayorista de granos.

El centurión, una vez obtenidos los domicilios del comerciante y el posadero, había ordenado a Gayo Tulio llevarse una guardia y acompañar al levita a las residencias de los dos testigos para un careo.

El mayorista había declarado que ese cliente había estado con él hasta el atardecer, el posadero que Bernabé había llegado al albergue inmediatamente después de ponerse el sol, antes de que el cielo estuviera oscuro y que el día anterior el hombre y el difunto se habían presentado como parientes al tomar su habitación.

Una vez escuchado el informe de Gayo Tulio, el comandante había concedido al sobrino confirmado retirar, al alba, el cadáver de su tío. Le había entregado de inmediato la bolsa, que contenía solo monedas de cobre, seis sestercios y dos dupondios, en uno de los dos compartimentos, el de la moneda fraccionaria, mientras que el otro, para las monedas de oro y los denarios de plata, estaba vacío. Bernabé sabía que el pariente debía haber tenido mucho dinero para pagar las telas y el viaje de vuelta y había pensado en un hurto, no por parte del homicida, sino de los guardias. ¿Del propio centurión? Había razonado: ¿por qué un ladrón callejero se entretendría en tomar las monedas de valor, dejando la calderilla, en lugar de quedarse simplemente con la bolsa como hacen todos los rateros y huir antes de que pudiera aparecer alguien?

Después de una noche de sueño agitado, al abrir el bazar Bernabé había comprado una sábana, un sudario y ungüentos sepulcrales y llegado a un acuerdo con un par de griegos, albañiles, canteros y sepultureros que tenían una tienda en esa misma zona. Había ido al puesto de policía con los dos sobre su carro, remolcado por una pareja de mulas, como había notado molesto el levita: las normas hebraicas de pureza prohibían cruzar diversas especies de animales y también valerse de sus híbridos, pero Bernabé no había tenido elección en esa ciudad en su mayor parte pagana. Los enterradores, expertos tanto en funerales gentiles como hebreos, habían cargado sobre su carro al interfecto para una sepultura judía. El levita había ordenado a los dos operarios que lavaran el cuerpo de su tío y lo ungieran con los aceites. Luego, después de haber elevado una oración, había ordenado envolver el cuerpo en la sábana. Con el carro, los tres vivos y el muerto habían llegado al cementerio, que se encontraba a media milla de Perga: se trataba de una cañada cubierta de rocas, prunos y arbustos que pasaba, a lo largo de un tercio de milla y con un centenar de codos de anchura, entre dos paredes rocosas salpicadas de pequeñas cavernas a diversas alturas. Las tumbas se habían creado añadiendo a la naturaleza el trabajo del hombre, aprovechando las grutas que aparecían al nivel del suelo. Después de que el levita, de pie junto al carro, hubo recitado las últimas oraciones para el difunto, los sepultureros habían llevado el cuerpo, con la sábana que lo envolvía, a una gruta todavía vacía donde lo habían depositado boca arriba. Luego habían cerrado el espacio con piedras recogidas en el lugar, a modo de ladrillos naturales, uniéndolas con cal. Habían dejado una apertura casi cuadrada a nivel de tierra de poco más de un codo y medio, desde la cual, arrastrándose, se habría podido acceder al interior. Luego habían excavado el terreno junto a la tumba, una guía de cinco codos de larga y cerca de un palmo de ancha, la habían recubierto con pequeños guijarros planos y habían colocado y hecho girar, para cerrar el acceso, una lápida cilíndrica, poco más estrecha que la guía y de un diámetro un poco mayor que la diagonal de apertura, rueda tumbal que habían tomado en la tienda de entre otras trabajadas previamente y donde, sobre lo que sería el lado externo, Bernabé había hecho esculpir el nombre de su tío, tanto en arameo como traducido al alfabeto griego.

El levita había dedicado los siete días siguientes a purificarse de la contaminación del cadáver, según la ley mosaica de pureza contenida en el libro de la Torá Bemidba: «El que toque a un muerto, cualquier cadáver humano, será impuro siete días. Se purificará con aquellas aguas los días tercero y séptimo, y quedará puro. Pero si no se ha purificado los días tercero y séptimo, no quedará puro».2 (#litres_trial_promo)

Completado el rito, al octavo día se había embarcado hacia Salamina con sus simientes. En casa había escrito y enviado una carta a la mujer y el hijo de Jonatán Pablo con noticias detalladas sobre la tragedia. No les había pedido que le pagaran, tras deducir el poquísimo dinero del difunto que se había guardado, los costes de la sepultura y la estancia forzosa en Perga por siete días más: a diferencia de su tío, Bernabé consideraba el dinero como un mero instrumento y no como una gratificación del Señor a los justos. Por otro lado, seguía los 10 mandamientos de Moisés, el precepto del diezmo al templo y las normas de pureza, pero, como muchos otros correligionarios, no descendía a menudencias intolerantes pese a que, según los puntillosos doctores de la Ley, todos de origen fariseo, solo podían considerarse justos quienes se esforzaran por respetar, como había hecho el padre de Marcos, todos los 613 preceptos de la Ley sin exclusión, entre los cuales se encontraban además obligaciones como aquella de recitar, cada vez que se retiraba al baño, esta oración de bendición: «Seas tú bendito, Señor nuestro rey del universo, que ha hecho al hombre con sabiduría y ha creado en él muchos orificios y agujeros. Está revelado y se conoce delante del Trono de tu Gloria que, si se abre alguno de estos o se cierra uno de aquellos, sería imposible vivir y permanecer delante de ti. Bendito seas Señor, que cuidas de todos los cuerpos y actúas magnificamente».3 (#litres_trial_promo)

Podemos entender cómo afectó la pérdida a la aflicción del joven Marcos y su madre. La viuda María, cuando finalmente se tranquilizó, vendió en nombre del hijo, único heredero de Jonatán Pablo, la tienda de telas, causa indirecta de la muerte del querido marido y padre, e invirtió lo ganado en una buena parcela de terreno junto a la que ya poseían: había razonado que, así, Marcos no tendría que hacer viajes largos y peligrosos para adquirir mercancías. Prohibió además a su hijo viajar a Perga a visitar la tumba paterna, porque «muertos en casa, basta con uno» y, más aún, ir a buscar a los asesinos, como este habría deseado:

—Una idea —le había reprendido con dureza—, completamente absurda, que solo se le podría ocurrir a un niño como tú.

Capítulo IV

Habían pasado dos años del homicidio y era el viernes 6 de abril de la semana de Pascua del año de Roma de 783.4 (#litres_trial_promo) Hacía poco que se había puesto el sol y, con la primera oscuridad, se había iniciado el día pascual tanto para el pueblo como para la cerrada secta de los esenios, que calculaban la fecha de la Pascua siguiendo el calendario solar. Por el contrario, para las sectas de los saduceos y los fariseos el gran día solo sería el día siguiente, ya que establecían la ocasión según el calendario lunar, en el que por tanto el 6 de abril solo era el parasceve, es decir, el día de los preparativos.5 (#litres_trial_promo)

Un rabino originario de Nazaret de Galilea y doce seguidores se habían reunido en la primera planta de la casa amistosa de Marcos y su madre para celebrar la cena pascual en la ciudad santa de Jerusalén, como estaba prescrito para todos los hebreos hacer cuando fuera posible. El cordero tradicional de Pascua que sería consumido por los trece al terminar el solemne convite lo había comprado el discípulo del rabino y tesorero del grupo Judas Bar Simón, llamado el Iscariote,6 (#litres_trial_promo) y presentado en el templo, donde había sido degollado ritualmente por un ministro del culto.

La viuda de Jonatán Pablo había conocido al maestro nazareno en la cercana Betania en casa de las amigas Marta y María y su hermano Lázaro y, fascinada por el carisma de ese hombre, se había convertido en su seguidora espiritual. Por simpatía, le había cedido su propio comedor para que pudiera celebrar con los suyos la cena pascual en la ciudad, a cubierto de ojos enemigos. Su vida estaba de hecho amenazada por los miembros del consejo supremo judío de Jerusalén, el sanedrín, en el que se sentaban sacerdotes, escribas y algunos ancianos de la comunidad, ricos potentados que conspiraban para arrestarlo cuanto antes y enviarlo al tribunal romano con una acusación susceptible de muerte, porque los había criticado e injuriado públicamente en la plaza delante del templo. Para esos poderosos no se trataba solo de venganza: le temían porque sus enseñanzas eran una amenaza continua para ellos. Enseñaba de hecho, sin ambages, que en ningún momento los jefes de la colectividad deben exigir ser alabados y servidos, sino que, por el contrario, deben estar a disposición del pueblo. Y afirmaba que el Eterno había establecido que la pureza o impureza de un ser humano no estaba en el cumplimiento o no de los preceptos formales de la Lay, ni en el encargo de sacrificios animales para la adoración,7 (#litres_trial_promo) ni en las ofertas de primicias, ni en el desarrollo de los rituales inventados por los sacerdotes y doctores de la Ley para obtener prestigio y ganancias, sino en la elección entre amor y odio hacia el prójimo. Si estas enseñanzas habían alarmado bastante a los jefes de Israel, por el contrario, habían entusiasmado a muchos como la viuda María.

El joven Marcos no estaba entre los seguidores del rabino, pero al ser oficialmente el amo de la casa y religiosamente mayor de edad desde hacía dos años,8 (#litres_trial_promo) habría tenido el derecho a sentarse en el lugar de honor sobre las esteras de la mesa pascual junto a los invitados. Sin embargo, había renunciado a ello porque, siguiendo las costumbres farisaicas de su padre, él, junto con su madre y sus servidores, festejarían la Pascua la tarde siguiente y de hecho se había sacrificado otro cordero en el templo para ellos. Así que se había dejado a los trece solos en el comedor, completamente libres para celebrar la fiesta entre ellos.

Inesperadamente, en un cierto momento de velada, uno del grupo, ese Judas que había proporcionado el cordero, había descendido a la planta baja con una fea mueca en el rostro, las mejillas enrojecidas y se había dirigido a la puerta de la casa sin siquiera saludar a Marcos, que estaba en el vestíbulo. El joven se había preguntado si ese hombre había recibido un encargo imprevisto y urgente del maestro y por su carácter le agradaba mucho investigar sobre hechos oscuros. Evidentemente habría querido ante todo descubrir a los asesinos de su padre, pero en ese momento lo consideraba inviable: faltaban varios años para el sueño extraordinario que le incitaría a investigar. Al no ver volver a Judas, la curiosidad del joven había aumentado. Cuando el grupo del nazareno había dejado la casa siguiendo al maestro para irse a dormir, con autorización de María, en la cabaña del olivar llamado Getsemaní, que Marcos había heredado, el jovencísimo propietario había dicho a la madre que acompañaría a los doce, se quedaría con ellos a pasar la noche y volvería con el alba: sospechaba interiormente que poco a poco averiguaría las razones de la salida imprevista del Iscariote y de la falta de su retorno.

María seguía protegiendo mucho a su hijo, como solían hacer las madres hebreas, al menos en esos tiempos. Alarmada, había exclamado con tono acalorado, aunque sabiendo que sus palabras no servirían de nada contra la testarudez de joven:

—¿Pero qué vas a hacer allí de noche? ¿Es posible que siempre hagas que me preocupe? ¿Por qué no escuchas por una vez a tu madre?

María tenía solo quince años más que su hijo y era todavía una mujer bella, pequeña, pero de rasgos finos y un cuerpo exuberante que gustaba mucho en esos tiempos, y una vez terminado el luto había recibido propuestas de matrimonio de varios viudos, también porque heredaría otros bienes a la muerte de sus padres: propuestas todas rechazadas porque la mujer había decidido dedicarse enteramente a Marcos.

Con el rostro triste, sin añadir más palabras, la madre había ordenado a los sirvientes preparar lo necesario, tres linternas para iluminar el camino y trece telas de lino en las que envolverse para dormir. Cuatro de los discípulos habían cargado la ropa blanca, tres habían tomado cada uno una lámpara encendida y el grupo se había ido detrás del maestro, con Marcos a la cola, que se había ido ignorando a su madre. María se había quedado justo fuera de la puerta y había seguido en silencio su paso, con los ojos humedecidos, acompañándolo solo con la mirada hasta que el grupo desapareció de la vista.

El rabino nazareno estaba silencioso, sumido en graves pensamientos. Los suyos, para no molestarle, hablaban en voz baja y a Marcos le parecían inquietos: ¿tal vez temían un arresto? Sin embargo, razonaba el joven, era imposible que esos hombres fueran localizados en el olivar, fuera de la ciudad y en la oscuridad e indudablemente estarían a salvo si, antes de amanecer, dejaran la zona y se volvieran a su Galilea. Más todavía, añadía para sí, porque, tras haber cumplido con la obligación de la fiesta pascual en Jerusalén, no tenían ningún otro motivo para quedarse.

Marcos no había resistido mucho y había preguntado uno de ellos, algo menor que los demás, Juan Bar Zebedeo, que estaba a la cola del grupo a su lado y era el único que parecía completamente tranquilo:

—¿Por qué tu condiscípulo ha abandonado casi corriendo la cena y no ha vuelto?

—Ha recibido un encargo imprevisto del maestro —había respondido el otro, confirmando su hipótesis—, pero no sabría decirte cuál, porque le ha hablado en voz baja. Sé que, en un tono más alto, le ha exhortado finalmente diciéndole: «¡Lo que tengas que hacer, hazlo rápido!». Había supuesto que le había enviado a buscar más provisiones, pero, visto que Judas no ha vuelto todavía, ahora no sé qué pensar, ni me atrevo a preguntárselo al rabino.

Había intervenido Jacobo Bar Alfeo, pariente del maestro, que marchaba justamente delante de los dos y, girando al cabeza había susurrado a su condiscípulo:

—No estoy en absoluto tranquilo desde que en la cena el rabino nos ha anunciado que uno de nosotros le traicionará y él será arrestado, mientras que nosotros huiremos.

—¿No podría ser Judas el traidor? —había intervenido Marcos.

—No —había considerado Bar Alfeo, siempre en voz baja—, ¿le haría el maestro un encargo de confianza su hubiera sospechado de él? Y, además, solo después de que Judas se ha ido nos ha dicho que le abandonaríamos, así que pienso que el renegado está entre nosotros once, aunque sin duda no soy yo.

—… ¡Ni mucho menos yo! —se había picado Juan, como si el otro hubiera sospechado de él, y había proseguido—: Te has olvidado de añadir que el maestro también ha dicho que uno de nosotros sin embargo no huirá y estará con él hasta su muerte y creo que seré ese discípulo —Su voz apasionada había atraído la atención de todo el grupo, incluido el rabino, que se había detenido y girado hacia él. En este momento había empezado un vocerío en torno al maestro, en primer lugar, por parte de un tal Simón Pedro, que había exclamado:

—¡No te abandonaré nunca, nunca, nunca!

Su hermano Andrés, para no ser menos había dicho con furor:

—… ¡Y no pienses que yo me iré, rabbonì! —Palabra que significa maestro mío e imprime la máxima devoción posible hacia el propio rabino.