Como observaron los dos policÃas, el apartamento tenÃa tres espacios y un corredor. Este, de un par de metros de largo, recorrÃa la casa en toda su longitud, terminando en un ventanuco sin postigos. Las tres habitaciones estaban a la izquierda de la entrada, en ese momento tenÃan las puertas cerradas, pero, como se intuÃa desde allÃ, asomaban a la Via Monteoliveto. A la derecha habÃa un balcón que flanqueaba el pasillo y quedaba por encima de un espacio de huerta tan largo como el edificio y con el triple de profundidad, con manzanos y ciruelos desperdigados, abundantes hortalizas y tres filas cortas y paralelas de viñas: también esa porción de tierra pertenecÃa al vendedor ambulante. En un extremo del balcón, a la izquierda de quien saliera fuera por la única puerta-ventana, en el centro del pasillo, habÃa una caseta de madera que, como intuyeron los invitados, alojaba el retrete doméstico.
Se habÃa oÃdo a alguien moverse en la habitación más cercana a la entrada, que resultarÃa ser una cocina-comedor.
â¿Quién está ahÃ? âpreguntó Vittorio a la joven.
Sin responderle, Mariapia entreabrió apenas un tercio de la puerta y entró en el espacio, cerrándola tras de sÃ. Se oyó un parloteo incomprensible. Luego la puerta se volvió a abrir, esta vez del todo, y la joven salió junto con sus padres.
Su padre, Antonio Scognamiglio, se encontró con los acogidos con la frente fruncida por la inquietud, los ojos fijos en las botas y los pantalones de Bordin, con su evidente banda fucsia. El malestar manifiesto de dueño de la casa se acentuó cuando, un momento después, el brigada se quitó la chaqueta de DâAiazzo, mostrando asà su graduación cosida a las mangas de su casaca. Sin embargo, el padre de Mariapia era esencialmente un buen hombre. Su recelo no lo causaba por tener algo que esconder a la justicia, sino por el hecho de que tenÃa desde niño, como es habitual entre la clase popular napolitana, un sentido de gran prudencia, por no decir de desconfianza, hacia las autoridades grandes y pequeñas, transmitido de generación en generación con el recuerdo atávico de la prepotencia de los birri y los demás funcionarios públicos de los reyes borbones. El hombre era bastante pequeño, unos quince centÃmetros más bajo que Vittorio, tenÃa manos callosas, era delgado como Maripia y llevaba una cabellera frondosa, en un tiempo negra como la de la hija, pero ahora blanca, a pesar no tener más que cuarenta y ocho años. También su rugoso rostro hacÃa que su aspecto fuera envejecido, como el que aparece en los marineros y pescadores después de años en el mar por la continua exposición al sol y la salmuera. Y de hecho habÃa ejercido, en naves de altura, la apreciada profesión de pescador jefe, como todavÃa constaba en su documento de identidad. Pero hacÃa catorce meses, como habÃa confiado casi de inmediato a los alojados para justificar su estancia en casa, habÃa perdido el trabajo, después de tres decenios en el mismo pesquero, primero como grumete, luego como pescador experto y finalmente como pescador jefe. Explicó que habÃa perdido todo dramáticamente en julio de 1942 por el naufragio de la embarcación, destrozada por una bomba de un cazabombardero de la armada inglesa De Havilland Sea Mosquito, cuyo estilizado perfil, visto desde abajo, era muy conocido por los marineros italianos porque se anunciaba en los puertos: Antonio habÃa sido el único superviviente de la matanza, porque, buen nadador, se habÃa lanzado al agua en cuanto habÃa visto la silueta abalanzarse sobre el pesquero. Fue rescatado por un destructor de la Marina Regia italiana, en ruta hacia el puerto de Nápoles, que pasaba por fortuna por el área náutica del naufragio apenas unas diez horas después, siendo todavÃa de dÃa y, para más fortuna, estando de guardia en el destructor un ojeador de primera clase,
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