En su tratado, el abogado habÃa negado la realidad de los aquelarres y las cabalgadas volantes y condenado la utilización de la tortura para las confesiones. Pues bien, parece increÃble pero, inmediatamente después de los saludos, nada más que formales, empezó:
â¡Incluso usted, SeñorÃa, confesarÃa ser un hechicero si le martirizaran los testÃculos con tenazas candentes!
Me indigné enormemente: ¿cómo osaba hablarme asÃ, sin corteses preámbulos, sin el debido respeto, sin perÃfrasis? ¡¿Tenazas candentes a mÃ?!
âSepa con seguridad, mi docto señor âle respondà con rostro sombrÃo, pero no sin cortesÃa en la voz y sin descomponerme en absolutoâ, que muchas brujas confiesan no solo sin haber sufrido tortura, sino incluso sin haber recibido siquiera la amenaza. HabÃa exagerado, porque solo Elvira se habÃa comportado asÃ, pero recordaba la confirmación absoluta que habÃa sabido dar a mi conciencia, por otro lado ya convencida.
âSi me lo permite, doctÃsimo juez âcontinuó el infatuado como si tampoco hubiera escuchadoâ, me remontaré varios siglos, para que lo pueda entender mejor.
¡Una nueva impertinencia! Tuve el impulso de que mi sirviente lo echara de casa, pero me contuve pensando en la noble figura de su protector.
âVayamos al inicio del siglo X âprosiguióâ, a un manuscrito del monje Regino de Prüm, hoy en manos del sabio padre monseñor Micheli, es decir, a la transcripción del Canon episcopi, a su vez anterior en muchos siglos.
â¿El Canon episcopi ârepetÃ, comenzando a estar interesadoâ, de los primeros siglos de la Iglesia?
âSÃ, puede leerlo en casa del actual poseedor, del cual soy mensajero; pero entretanto, si me lo permite, le haré un resumen.
Hasta entonces le habÃa mantenido en pie, junto a la puerta de mi estudio. Sabiéndole embajador de un protector tan importante y habiéndome picado la curiosidad, le hice sentarse y también yo me senté.
âMagia y brujerÃa âcontinuó en cuanto se sentóâ, siguen a la historia del hombre, desde mucho antes del cristianismo. Se describen rituales de brujerÃa en la literatura antigua, por ejemplo en Apuleyo, ahora de nuevo objeto de lectura y estudio por parte de distintos eruditos; y también el descubrimiento y la investigación de textos antiquÃsimo como la hermética y la cábala, por parte de Ficino, de Pico della Mirandola...
Le interrumpÃ, de nuevo con fastidio:
âMi sabio señor, ¡por supuesto que esas cosas son verdad! y bien conocidas por pobres ignorantes como este Juez General que le está escuchando pacientemente. ¡Verdaderamente el demonio ha estado activo durante toda la historia! ¿Piensa decirme algo nuevo? ¿Cree que no sé, por ejemplo, de la viejÃsima bruja de Endor que predijo la desventura al rey Saúl? âañadà como muestra de mi saber, citando el primer ejemplo que me vino a la mente y, torciendo el gesto, le miré fijamente a los ojos para hacerle bajar la vista, pero no lo hizo del todo y me sonrió; luego inclinó la cabeza asintiendo como para excusarse y, tras levantarla, contestó:
âPerdóneme, señor juez, pero solo pretendÃa ser una inocente introducción. No he dudado en absoluto de su sapiencia.
Mostré mi aceptación de las excusas bajando la cabeza por un momento, aunque más breve que el suyo:
âVamos con el Canon episcopi âle ordenéâ, o no hablaremos más âY comencé a tamborilear con los dedos de la mano derecha sobre el brazo de mi sillón.
Apresurándose casi hasta el punto de atropellarse con las palabras, Ponzinibio continuó:
âEl canon, con la venia, señorÃa, afirma que existen mujeres malignas que creen cabalgar animales de noche con la diosa Diana y cubrir grandes distancias en breve tiempo y desarrollar ceremonias blasfemas en lugares secretos con espÃritus encarnados, pero subraya que se trata solo de alucinaciones o de sueños, provocados por el diablo para apoderarse de la mente de las personas y ¿sabe cuáles son los remedios propuestos? âNo me dio tiempo a hablar y prosiguióâ: Penitencia y oración. Eso dice el canon y asà actúa la Iglesia hasta el año 1000; luego bastan unos pocos años: un siglo después, como se deduce de otros documentos en poder de monseñor Micheli, gran parte del clero acepta entonces, por el contrario, la realidad externa de esos hechos, mientras que el pueblo tiene una certeza absoluta; y la magia del diablo, su aparición en persona, visible, en reuniones de brujas y hechiceros se convierte en esos siglos en algo indiscutible.
âEn efecto, es indudable y puede costar muy caro pensar otra cosa ârepliqué con gran severidad. Estaba a punto de añadir una amenaza mayor a Ponzinibio cuando me acordé de su poderoso protector y, habiendo entendido que también él pensaba asà de mal, me callé.
Al callar, el abogado replicó:
âY sin embargo, mi justo señor, ¿la actitud moderada del Canon episcopi tal vez indicarÃa que nuestros antiguos padres estaban mal preparados? ¿Es posible que hasta el siglo XI, sin que la tortura fuera legal y se garantizara a los investigados un proceso justo âPonzinibio, mirándome directamente a los ojos, recalcó la palabra justoâ, brujas y hechiceros fueran un fenómeno de importancia absolutamente secundaria y, por el contrario, con el paso del tiempo hayan aumentado en número hasta ser considerados como uno de los peligros más grandes? ¿Es posible que lo que parece el remedio sea por el contrario la causa? Como dije, ¿quién podrÃa resistirse al dolor o aunque solo sea a su amenaza sin declararse culpable? ¿Es posible que en los últimos siglos que tanto muestran glorificar la sabidurÃa y en esto en concreto se haya perdido la razón, gloria del cristianismo en el primer milenio? âfinalmente concluyóâ: Monseñor Micheli reza por usted y desea ardientemente verle, señor Juez General. Le espera el jueves en su casa, dos horas después de salir el sol. ¿Qué debo decirle?
âMi obediencia hacia monseñor es absoluta. ComunÃquesela y dÃgale que iré.
CapÃtulo III
Era la mañana siguiente, martes. Quedaban dos dÃas para mi cita con monseñor Micheli.
Estaba realizando una tarea importante, por supuesto por orden del Papa, asignada por el prÃncipe de Biancacroce en persona, su portavoz secular.
Esperaba cumplir con el encargo al principio de la tarde, para poder luego ir, como le habÃa prometido, a casa de Mora, hija del vulgo bastante más joven que yo, veintitrés años recién cumplidos, cabellos negros y tupidos, rostro y cuerpo de ninfa, a la que mantenÃa en secreto y con la que fornicaba sin confesarme nunca por temor a tener gravÃsimas penitencias. De hecho no sabÃa de quién fiarme y en esos tiempos no se habÃa instituido el confesionario, mueble que, después del Concilio de Trento, habÃa garantizado algo de anonimato al penitente.
Sin embargo dudaba bastante de poder acabar mi tarea a tiempo para ir a casa de mi Mora, aunque fuera con retraso.
SentÃa una inquietud imprecisa.
Estaban conmigo, todos en pie dentro de un alto, oscuro e intrincado bosque, unos de mis jueces adláteres, Veniero Salati, seis gendarmes de escolta y delante, para abrir camino con su espada entre ramas y troncos, el teniente comandante de la guardia del tribunal, Angelo Rissoni.
Todos sabÃamos que los problemas de la Iglesia habrÃan tenido finalmente solución si tenÃamos éxito en la empresa: la herejÃa protestante se habrÃa extinguido y se habrÃa reabierto el espléndido camino evangélico para la población cristiana, por fin reunificada.
Por tanto sentÃa una gran alegrÃa en mi ánimo y seguramente en los de los demás, como habÃa entendido de las palabras pronunciadas por los guardias y mi ayudante. Ese contento sabÃa contener nuestra ansiedad: ninguno de nosotros sabÃamos el camino a seguir y se avanzaba a tientas. Rissoni abrÃa el camino cortando la maleza, concentrado completamente en su tarea de vanguardia: los pantanos estaban cerca y hacÃa falta evitarlos antes de llegar finalmente a la meta.
Recuerdo el sudor sobre mi frente, gotas que debÃa quitarme continuamente con la mano izquierda mientras agarraba como los demás con el puño derecho la espada desenvainada: sabÃamos que habÃa lobos y onzas al acecho.
Nos aguardaba junto al camino mi antiguo superior, el caballero Rinaldi, ahora noble mayordomo de Su Santidad, que nos habÃa dado las últimas instrucciones, pero ninguno de nosotros sabÃa dónde tenÃamos que encontrarle: nos habÃan dicho que él mismo nos encontrarÃa en el momento oportuno. La operación era tan secreta que ni siquiera nosotros podÃamos conocer con precisión todas sus fases.
Después de un largo camino, habÃamos llegado a ese bosque inhóspito. El sol estaba casi en lo alto, como puede entrever levantando la vista hacia una rendija entre el espesor de las hojas. Era verdad, ese dÃa no iba a poder visitar a mi Mora.
Con este pensamiento, vi al teniente comandante hundirse y desaparecer en un amén dentro del terreno: ¡arenas movedizas! Dos gendarmes y yo tratamos en vano de alcanzarle, primero introduciendo los brazos en el cieno, tumbados al borde del terreno sólido y luego removiendo el interior de la arenas con una larga rama que recogimos: el oficial habÃa acabado en lo más profundo.
â¡La puerta del infierno! âgritó, sin poderse contener, el servil oficial vicecomandante del pelotónâ. Está en manos del diaâ¦
Le hice callar con una mirada glacial e inmediatamente le ordené:
â¡Asuma el mando de la escolta! Vaya rápido adelante y búsquenos otra vÃa.
Obedeció de bastante mala gana, como denunciaban la expresión del rostro y el paso indeciso.
Añadà para todos.
â¡Fuerza y esperanza! âY dirigà a cada uno de ellos mi mirada segura y altanera.
â¡Soberbia! âme resonó en la cabeza. Miré a mi alrededor, para ver si tal vez los demás lo habÃan oÃdo, pero ninguno parecÃa haberlo oÃdo y experimenté temor: ¿quién habÃa hablado?
Siguiendo la nueva dirección, después de un buen rato, casi al atardecer, encontramos en un pequeño claro al caballero Rinaldi, completamente solo.
âPor ahà âdijo, haciendo señales con el dedo de girar a nuestra izquierda hacia un sendero que se abrÃa, a pocas varas, entre unos prunos muy altos y densos. Luego, sin hablar más, después de haberme lanzado una mirada de odio, se fue en la dirección opuesta como si me tuviera miedo.
Por ese camino, poco después, llegamos finalmente ante el mar, sobre una playa de arena clarÃsima, casi blanca.
Todos habÃamos sido escogidos entre los que sabÃamos nadar, ya que tenÃamos órdenes allà indicadas de sumergirnos en el piélago y dirigirnos mar adentro, donde nos esperaba la barca de San Pedro.
Dejamos por tanto las armas sobre la arena, no sumergimos y empezamos a nadar. El sol empezó a ponerse y pronto el agua tomó el color de la naranja y, con gran disgusto, vimos entonces culebras y otros reptiles asquerosos en torno a nosotros sobre el agua y sentimos que tocábamos otros con las piernas y la espalda. Estuvo a punto de entrarme en la boca una pequeñÃsima serpiente con rayas amarillas y verdes no más grande que mi dedo medio. Por si fuera poco, llegaron sobre nosotros nubes de mosquitos, posándose muchos sobre nuestras frentes y sobre nuestras orejas para chuparnos la sangre. Continuamos, rezando y dándonos ánimos unos a otros, y de repente, en vez de la barca de San Pedro, divisamos otra orilla: no era por tanto el Mar de la Pureza que nos habÃa puesto como meta el Papa el que rodeaba nuestros cuerpos, sino que los envolvÃa una gran laguna de agua salada.
Nadamos hasta esa playa, ya casi agotados, mientras nos rozaba un número aún mayor de reptiles y llegamos finalmente a la orilla.
¿Qué hacer ahora? CaÃmos sobre la arena, jadeantes, pero enseguida ordené imperioso:
â¡Sigamos! âPoniéndome en pie en un rápido acceso de orgullo. Ya estaba casi oscuro.