Y don Panchito se dispone a continuar su сamino, pero el otro exclama:
– Che, che… pero… pero ¿no me conoces?
– Yo no… ¿quién es usted?
Y don Panchito enarca las cejas curioso y desconfiado.
– ¡Soy Eduardo Suárez!
– ¡Eduardito! – grita entonces el joven, dejándose caer del caballo que pega una espantada y casi le arranca el cabestro de la mano – . ¡Ingo!… pero ¿sos vos, hermano?
Y don Panchito, con su cara agridulce toda descompuesta por la emoción, se lanza sobre su robusto primo y lo palmea y lo abraza con transporte.
Eduardito ríe a carcajadas y se tambalea ante aquel vendaval de caricias, repitiendo todo baboso:
– ¡El mesmo! ¡Sí, pué! ¡el mesmo!
– ¿Para dónde vas? ¡Pucha que estás grandote!
– ¡Vos estás hecho un hombre! Lástima que te afeités… Vengo de San Luis… voy pá la estancia… se viene el agua…
– ¡Es verdad! Yo iba a San Luis a busca unos tornillos para el molino que se há descompuesto…
– ¡Te va a agarrar el agua!
Y Eduardito se ríe satisfecho, mirando a su primo tan elegante y tan correcto bajo su traje de montar, y aquel caballo tan bien ensillado; tan gauchito que no parece el de un cajetilla.
– ¡Ta lindo el gatiao, hermano! ¿Y el viejo?
– Está bien, gracias; está bien.
– ¿No se han peliao entodavía?
– ¡No, hombre! ¿por qué?
Y don Panchito hace un gesto escandalizado.
En ese momento retumba un trueno, lejano y breve como un cañonazo.
– ¡A la pucha! – exclaman los dos a un tiempo, y se apresuran a montar a caballo.
Eduardito pisa lentamente en el estribo y luego bolea la pierna con la agilidad de la costumbre. Don Panchito mancorna su caballo, que es ligero para subir, y lo monta sin usar de los estribos.
– ¡Ah, criollazo, nariz de pato!
– ¡Qué querés, así somos los puebleros!
– Me imagino que no irás aura pa San Luis. Se viene l' agua.
– No – responde don Panchito – ; es muy tarde ya, iré mañana…
Y ambos jinetes parten al galope, vuelta la espalda a la tormenta, que avanza hacia el cénit con prodigiosa rapidez.
– ¡Vamos a tener agua!
– Sí, así parece…
– Estaba haciendo falta la lluvia.
– Sí…
El caballo de Eduardito está más liviano que el de su primo y tiene el galope más largo, de manera que el mozo lo lleva levantado para no adelantarse, por más que, por su vieja costumbre gaucha, lo vaya tocando con su lujoso rebenque.
El camino reseco y sonoro, encerrado por ancha calle de alambre, está interrumpido de trecho en trecho por carcavuezales y esas hondas encajaduras que atestiguan la odisea de las tropas de hacienda y de los carros de carga en los días lluviosos del invierno.
Don Panchito sujeta su caballo cada vez que se encuentra con un obstáculo de esa naturaleza, y Eduardito lo imita, en un principio; pero, a medida que la noche y la tormenta avanzan, la marcha se va haciendo más apresurada, hasta que por último ambos hacen galopar sus caballos sin reparo sobre los pantanos secos, en cuyo centro un resto de fango putrefacto se señala como un ojo negro, y sobre el tejido inextricable de pozos y de zanjas que han marcado en ellos las ruedas de los carros.
Como su jinete ya no lo levanta, el tubiano ha tendido su galope y marcha como una veintena de metros adelante.
Eduardito se tambalea de cuando en cuando sobre el recado, pero es un bamboleo de busto; las piernas se mantienen tan inmóviles, gracias a la flexibilidad de la cintura, como si formaran parte integrante del apero.
– ¿Te venís pá El Cardón?
– No, hermano, mañana; otro día será…
– ¡Sos un chancho!
– No, hermano – y don Panchito se ríe – ; no, el viejo me está esperando.
– Te va agarrar el agua…
– No me parece.
Eduardito abre la tranquera de rienda, empujándola con el encuentro de su caballo, y entran en La Florida.
La tormenta está ya sobre sus cabezas y comienza a oirse un rumor imponente y sordo, un rumor semejante al que produce una disparada de yeguas en el campo.
Las crestas blanquecinas, plomizas, han aprisionado al sol, y allá, en la base de la tormenta, de un azul obscuro amenazante, relámpagos lívidos, perpendiculares se precipitan en sucesión vertiginosa.
– ¿Entonces, vas a ir a verme?
– Sí, hermano, mañana mismo. Tengo muchas ganas de conversar con vos.
– Yo también; pero, decime, decime ¿es cierto que te vas a establecer aquí?
– ¡Sí; vas a ver como voy a poner la estancia! Vamos a sembrar alfalfa, vamos…
En ese momento estalla un trueno formidable que hace amusgar las orejas a los caballos y que interrumpe a don Panchito en medio de su charla.
– Bueno, bueno, me alegro. Ándate, que se viene el agua. No te vayas a perder… Mira; mejor es que cortés aquí derecho – y Eduardito señala hacia el pampero – . Aquí derecho, ande se ven esas vacas, vas a encontrar el abra del fachinal.
– Sí, sí; hasta mañana, entonces.
– ¡Hasta mañana, Panchito! ¡Tené cuidao con el barro blanco!
– ¡Oh, sí!
Y ambos jóvenes, tomando rumbos opuestos, se alejan a gran galope, mientras la tormenta hace rodar sobre sus cabezas un trueno continuo, interminable, y mientras el espacio se va obscureciendo, preñado de amenazas.
Don Panchito corta campo, galopando por terrenos bajos, fangosos, y mira fijamente la extensa barrera del fachinal amarillento, que cierra ahora el horizonte y cuya abra no alcanza a distinguir de ningún modo.
Hay agua sobre el pasto corto y marchito, y en algunas partes el caballo hace salpicar una verdadera lluvia sobre el jinete, que se alza en los estribos, tratando de orientarse.
El duraznillo, mezclado con los juncos y con la paja, forma como un bosque impenetrable, y es tan alto que, aunque don Panchito se alza sobre el caballo, no alcanza a mirar al otro lado.
Después de vacilar un momento, el joven se pone a costear el fachinal.
– ¡En alguna parte debe estar la salida!
Y don Panchito hace galopar nuevamente su caballo en aquel terreno, fangoso en unos sitios, en otros seco.
– Debe ser por aquí. Es una abra, el barro está seco, hay pisadas de vacas…
El caballo se niega, pero don Panchito lo decide a avanzar con un par de sonoros lonjazos, cuyo ruido le devuelve el eco a la distancia.
De pronto el gateado se hunde de manos hasta las rodillas; quiere saltar, pero, como las patas no encuentran apoyo, tras un instante de lucha se queda inmóvil, jadeante, hundido hasta los encuentros en el lodo blanquizco. Don Panchito no pierde el tino; con los ojos brillantes y ligeramente pálido, recoge las piernas, se pone de pie sobre el recado, y dando un salto va a caer fuera del radio peligroso, con el cabestro en la mano.
El gateado resopla ruidosamente y se queja de cuando en cuando con un gemido de angustia. La superficie de aquel pantano aparece a la vista tan seca, tan lisa, tan consistente, como la de un viejo camino suburbano. Sin embargo, el caballo está hundido allí, como en un agujero, hasta el borde inferior de la carona, y tiene la cola extendida al nivel del anca, como si aquella superficie fuera consistente.
– ¡Ingo!
El gateado hace un esfuerzo inútil y vuelve a gemir con desaliento. Don Panchito dirige una mirada en torno suyo, una mirada de rabia y de impotencia, y luego, tomando con ambas manos el cabestro, tira con todas sus fuerzas.
– ¡Ingo! ¡Vamos! ¡Ingo!
El caballo alarga el pescuezo, sacude la cabeza furiosamente, y por último, tras algunos esfuerzos desesperados, logra zafarse, gracias al apoyo del cabestro, y emerge del pantano casi arrastrándose, blanco de barro y todo tembloroso.
– ¡Mancarrón trompeta!
Don Panchito se alegra de haber estado solo en aquel trance ridículo, y volviendo a montar se interna en el duraznillo compacto, que oculta al hombre y a la bestia por completo.
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Примечания
1
fué = fue. Жирным начертанием выделены слова, группы слов и словосочетания, содержащие латиноамериканскую специфику и просторечия, отличающиеся от лексической и грамматической нормы
2
seor = seňor
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