–Es verdad –asintió Zamagni –pero primero debemos hablar con el capitán. Por lo menos deberá ser informado sobre esto.
–Entonces, vamos –lo exhortó Finocchi.
Dejando sobre el escritorio todas las cosas desordenadas Zamagni y el agente fueron a buscar al capitán para contarle su propuesta.
Se cruzaron con él en el pasillo que llevaba a su oficina y le dijeron que le querían hablar. Los tres continuaron hasta la oficina del capitán, luego Finocchi cerró la puerta a sus espaldas y el inspector explicó lo que habían pensado hacer.
–Cada camino puede ser bueno –dijo Luzzi después de que el inspector hubiera terminado de exponer su idea –pero recordemos que ahora ya nuestro objetivo es encontrar a la Voz y que cada recurso, temporal o de otro tipo, debe apuntar a este objetivo. Por el momento no tenemos nada que nos pueda llevar en una dirección o hacia otra, por lo tanto cada idea puede ser la correcta. Lo importante es no perder de visto nuestra meta final.
Zamagni y Finocchi asintieron.
–Mientras tanto, volved a revolver en aquellas cajas, ya iréis mañana a hablar con las otras personas que habitan en el edificio donde hemos encontrado a Santopietro la primera vez –respondió Luzzi –Allí podrá haber algo que nos pueda ayudar a encontrar una conexión entre Santopietro y la Voz. Si realmente los dos se conocían, deberemos hallar una pista.
–Haremos todo lo posible, como siempre –concluyó el agente Finocchi saliendo de la oficina y volviendo a cerrar la puerta a sus espaldas por segunda vez en poco tiempo.
Independientemente del material que recibirían en los días sucesivos, lo que ya tenían a su disposición parecía mucho pero, de todas formas, aunque seguían hurgando no encontraban nada aparentemente útil para su investigación.
Y los interrogantes aumentaban: ¿estaban realmente seguros de que aquellas indagaciones les llevarían a algún sitio o estarían perdiendo un tiempo valioso? ¿Qué podrían encontrar, en aquellas cajas, que tuviese, aunque fuese una mínima utilidad, para encontrar a la Voz?
Los efectos personales de Santopietro parecían ser sólo objetos que podrían haber pertenecido a cualquiera.
A continuación, a Zamagni le volvieron a la mente el libro rojo y el artilugio que, por el informe de Alice Dane, el criminal utilizaba para mantener atadas a sus víctimas.
–Deberemos preguntar al capitán para hacernos con estas dos cosas –dijo Finocchi, asintiendo en dirección al inspector.
Después de un par de horas de búsquedas infructuosas, los dos hicieron una última pausa para comer algo y exponer su petición al capitán.
Fueron al bar cercano a la comisaría para consumir velozmente un bocadillo, luego volvieron y encontraron a Giorgio Luzzi en su oficina.
Cuando Zamagni terminó de explicar su idea, el capitán consintió y aseguró que haría buscar el libro rojo en los archivos de la policía y añadió que para el artilugio al que se refería el inspector se informaría con respecto a dónde habrían podido verlo.
–Probablemente ha sido llevado a un almacén de nuestra propiedad en algún sitio fuera de la ciudad, de todas formas os haré saber el lugar exacto en el que encontrarlo.
Zamagni y Finocchi le dieron las gracias, luego volvieron de nuevo al escritorio del inspector y, cuando llegó la noche, dejaron la comisaría sin haber encontrado todavía nada que pudiese servir de pista para encontrar a la Voz.
Después de llegar a su apartamento en San Lazzaro di Savena, Stefano Zamagni se preparó una cena rápida con pan ácimo y una ensalada mixta, y se puso en el sofá del salón a mirar el telediario.
En los veinte minutos siguientes escuchó noticias de política, economía y sucesos locales.
La noticia más destacada fue la liberación de algunos detenidos de la cárcel de la Dozza debido a una reducción de la pena por buena conducta, luego el periodista habló de un par de accidentes de tráfico provinciales que afortunadamente no habían causado daños personales, de un excursionista que había llamado a los socorristas en el Corno alle Scale porque se había perdido saliendo de un sendero señalizado del C.A.I. y otras noticias de menor importancia.
Cuando llegaron las noticias deportivas, Zamagni apagó el televisor, lavó los cubiertos, puso un poco de orden en el apartamento y a las diez de la noche decidió irse a dormir para estar en forma a la mañana siguiente.
El trabajo de investigación que estaban haciendo lo cansaba mucho, sobre todo porque parecía que no produjese ningún resultado.
Antes de dormirse volvió a pensar en una frase que había dicho Marco Finocchi: ellos estaban habituados a buscar agujas en los pajares. De todos modos, esto le produjo una nueva fuerza nerviosa y determinación para continuar con aquella parte de la investigación.
El hombre era consciente de que en los días sucesivos su trabajo no sería nada fácil, por lo que decidió gozar del último día en Sevilla respirando el aire andaluz, dando un paseo entre las calles y terminando la velada saboreando un buen número de tapas a un coste irrisorio.
Siempre había mucha gente caminando por la ciudad, quien para ir de compras, quien para ir a beber algo a un bar, quien, simplemente, por placer de vivir la capital andaluza, y él se sentía muy contento de poder mezclarse con la gente del lugar bajo su aureola de anonimato.
Hacia las ocho de la noche, horario de aperitivo para los españoles, fue al Dos de Mayo que, a decir de muchos era el mejor local de Sevilla donde poder degustar una óptima cocina local.
Cuando llegó, prácticamente poco después del horario de apertura, había ya bastante gente a pesar de que fuese un día entre semana.
Ordenó varias tapas, que retiró personalmente de vez en cuando en la barra, y las pasó con un tubo de cerveza.
Un par de horas más tarde fue a pagar la cuenta y volvió a su apartamento para los últimos preparativos antes de partir para Italia, disgustado por debía dejar Andalucía pero consciente de que pronto regresaría.
IV
La idea de tener que ir donde Alice Dane había encontrado a Daniele Santopietro antes de que desapareciese no le apetecía demasiado a Stefano Zamagni.
A medida que él y Marco Finocchi se acercaban a su destino, el inspector volvió a recordar con detalle el resumen que le había hecho la agente de Scotland Yard en el encuentro que ambos habían tenido poco después y una serie de escalofríos comenzaron a recorrerle la espina dorsal.
Cuando llegaron delante del edificio, el inspector mostraba un visible desasosiego, así que el agente Finocchi dijo:
–No debemos preocuparnos demasiado; en el fondo ahora ya Santopietro no nos dará ningún tipo de problema.
–Esto es seguro –asintió Zamagni –pero el recuerdo está todavía vivo, a pesar de que sólo Alice tuvo el... placer... de entrar en su apartamento.
–Ummm... creo que entiendo cómo te sientes –respondió Finocchi –pero debemos armarnos de valor y seguir adelante. Somos conscientes de nuestro objetivo final y de lo que pretendemos hacer aquí y estas dos cosas deben estimularnos para continuar, no hacernos desistir. Y además no tenemos la intención de entrar en ese piso, ¿no?
–Tienes razón –concordó el inspector después de un momento de duda en el cual no consiguió, sin embargo, no pensar de nuevo en el pasado.
Transcurridos unos minutos, justo el tiempo para llegar delante de la puerta del edificio, Zamagni intentó quitarse de encima, de una vez por todas, todo el miedo y apretó el timbre con la esperanza de obtener una respuesta de cualquier tipo.
A la tercera tentativa respondió una voz femenina que resultó ser una estudiante universitaria.
Después de que el inspector Zamagni le hubo explicado el motivo por el que se encontraban allí, la muchacha dijo que, por desgracia, no podría ayudarles de ningún modo porque vivía en ese edificio sólo desde hacía dos años, es decir mucho tiempo después de los acontecimientos relacionados con Daniele Santopietro.
El inspector pidió con amabilidad poder entrar en el edificio para interrogar a los otros inquilinos y la muchacha abrió el portal. Zamagni le dio las gracias y entró junto con el agente Finocchi.
Mientras los dos subían las escaleras el relato de Alice Dane en el interior del edificio se abrió camino en la mente del inspector por enésima vez, acompañado por algún que otro escalofrío en la espalda.
Decidieron comenzar desde el piso más alto, pulsando en los timbres de cada apartamento.
En la mayor parte de los casos no obtuvieron ninguna respuesta, probablemente porque, considerando el horario, muchos en ese momento se encontraban en el trabajo, pero consiguieron hablar con una señora mayor que dijo que deberían volver a partir de las cinco de la tarde para encontrar a más inquilinos.
Zamagni también preguntó a la mujer si sabía quién habitaba actualmente en el apartamento donde habían encontrado a Daniele Santopietro y ella respondió que desde hacía unos años vivía allí una familia con dos chicos adolescentes.
Así que el inspector dio las gracias a la señora por su amabilidad y la disponibilidad que había demostrado con respecto a ellos y dijo que volverían para hablar con los otros inquilinos y, posiblemente, también con la familia que habitaba actualmente en el apartamento.
La mujer se despidió con la misma cortesía con que los había acogido a su llegada y cerró la puerta de casa.
De nuevo en la calle, Zamagni y Finocchi volvieron a la comisaría para poner al día a Giorgio Luzzi.
El capitán estaba sentado al escritorio como si estuviese esperando alguna novedad y cuando vio al inspector por el pasillo seguido por el agente Finocchi no dudó en levantarse para abrir la puerta de la oficina y hacer sentar a los dos en el interior.
–¿Y bien? –preguntó impaciente el capitán.
–Nada importante por el momento –respondió el inspector –Nuestra primera visita al edificio donde hemos encontrado a Santopietro no ha dado grandes resultados. Hemos hablado con una mujer mayor por la que hemos sabido que actualmente en el piso donde estaba Santopietro ahora habita una familia.
–Entiendo –asintió el capitán.
–La señora nos ha aconsejado que volviésemos después de las cinco de la tarde para tener más probabilidades de encontrar a alguien –concluyó Zamagni.
–De acuerdo –dijo Luzzi –Ahora ocupaos de otras cosas, luego, por la tarde, volveréis a ese edificio.
El inspector asintió.
–Ahora podremos volver a comprobar aquellas cajas –propuso Marco Finocchi, refiriéndose al material que habían recibido del capitán unas pocas horas antes.
–Buena idea –concordó Luzzi acompañando a los dos fuera de su oficina y cerrando la puerta.
El hombre dejó Sevilla por la mañana.
Desde el centro de la ciudad cogió un autobús rojo de la Línea Aeropuerto y bajó delante de la terminal que le interesaba, luego entró en el aeropuerto y buscó su vuelo en los monitores informativos de las salidas.
Identificados los bancos para el embarque, fue al extremo de la fila que le atañía y esperó su turno.
En cuanto estuvo delante de la hostess de tierra, la mujer le pidió la reserva, el documento de identidad y apoyar el equipaje de bodega sobre la balanza.
No encontrando ninguna irregularidad le devolvió los documentos junto con la carta de embarque.
La mujer no habría podido saber que aquel documento era falso porque incluso en la base de datos ese nombre aparecía sin antecedentes y correspondía con la foto puesta en el mismo documento.
El hombre le dio las gracias y fue inmediatamente hacia la zona franca del aeropuerto.
También pasó los controles de seguridad sin ningún problema, así que buscó las puerta de acceso y esperó el momento del embarque dando vueltas entre las tiendas libres de impuestos y los distintos comercios del área.
Puntual, el avión partió de Sevilla con destino a Bologna y llegó a la capital emiliana con unos pocos minutos de retraso.
Después de salir del aeropuerto el hombre se puso a caminar por la acera que lo llevaría al autobús de la línea BLQ para conducirlo hacia la ciudad, consciente de que en este momento sólo debía esperar que su cliente se comunicase con él de alguna forma.
Durante todo el tiempo que Zamagni y Finocchi trascurrieron delante del material que habría podido darles alguna pista con la que encontrar una conexión lógica entre Santopietro y la Voz, los dos policías no llegaron a nada en concreto.
Hasta ahora habían encontrado solo objetos aparentemente inútiles para el desarrollo de la investigación.
Cuando faltaba más o menos quince minutos para las cinco de la tarde, salieron de la comisaría para volver al edificio donde habían estado antes, esperando esta vez encontrar a alguien que pudiese ayudarles con respecto a lo que estaban buscando. Bastaría solamente un indicio, para empezar a recorrer un camino que pudiese orientar el curso de la investigación en una dirección.
En caso contrario, sería realmente difícil para ellos poder localizar a la Voz.
Llegaron al edificio donde ya habían estado anteriormente ese mismo día, pero no tuvieron mucha suerte.
Quien habitaba en el piso que les interesaba a ellos, es decir donde habían encontrado a Daniele Santopietro, no habían regresado de la jornada de trabajo, o puede que estuviesen fuera de casa y volviesen por la noche.
Escribieron una nota para volver en los días sucesivos, luego consiguieron hablar con otro vecino que les informó con respecto al hecho de que la familia a la que se referían había llegado allí sólo hacía poco tiempo y que, desde que ya no estaba Santopietro, el apartamento había estado sin alquilar hasta la llegada de la familia.
En ese momento Zamagni telefoneó a la comisaría e hizo que le pusiesen con Giorgio Luzzi.
–Creo recordar que, transcurrido algún tiempo desde la muerte de Santopietro y después de haber hecho todos los hallazgos del caso, del apartamento se quitaron todos los precintos porque pensábamos que ya no nos sería útil –explicó el capitán por teléfono.
Zamagni asintió, a continuación dio las gracias al capitán y colgó.
Después de haber puesto al corriente al agente Finocchi sobre lo que había dicho Luzzi, el inspector preguntó al vecino si recordaba haber notado algo de particular durante el período de permanecía de Daniele Santopietro en el edificio.
–No creo –respondió el hombre.
–Entiendo. Y... otra cosa... quizás ya se lo han preguntado en su momento pero, haciendo memoria, ¿Santopietro recibía visitas mientras estaba aquí? –preguntó todavía Zamagni –Querríamos saber sobre todo si veía con frecuencia a alguien.
–Sinceramente nunca he puesto mucha atención, pero me parecía una persona bastante solitaria y que no veía nunca a nadie –dijo el hombre. –Aunque en alguna ocasión, pocas a decir verdad, vi que llegaba a casa llevando en vilo una persona. Siempre distinta, quiero decir. Como si esta persona estuviera sin sentido o quizás borracha. De todas formas, no se tenía en pie.
–¿Nunca se hizo preguntas con respecto a esto? –preguntó Finocchi al hombre.
–Sinceramente no. A menos que suceda algo realmente particular, dada mi naturaleza pienso sólo en mis asuntos. Por lo que respecta a los episodios de los que estamos hablando, siempre he pensado que podían ser consecuencia de haber salido a beber y a divertirse, en las que quizás se había levantado demasiado el codo.
Los dos policías asintieron.
–Le damos las gracias por el tiempo que nos ha dedicado –dijo el inspector después de una mirada de entendimiento con el agente Finocchi –Si se acuerda de algo más no dude en contactarnos. Le dejo mi tarjeta de visita.
–De acuerdo –dijo el hombre.
–Una última cosa –añadió Zamagni mientras ya estaba bajando las escaleras para volver a la calle. –¿Podemos saber, por favor, cómo se llama usted?
–Claro. Mariano Bonfigioli.
–Gracias. Que tenga un buen día.
–Y ustedes.
Una vez hubieron regresado a la comisaría Zamagni y Finocchi, de nuevo pusieron al corriente al capitán y dijeron que volverían a aquel edificio otra vez para hablar con la familia que vivía actualmente en el apartamento en que había estado Daniele Santopietro.
–Perfecto –comentó Luzzi.
El hombre había sido localizado telefónicamente mientras estaba preparando una infusión a base de frutos rojos.
Pulsó la tecla verde del teléfono móvil y respondió a la llamada. El número del emisor no era visible en la pantalla.
–¿Diga? –dijo, imaginando ya quién estaba en la otra parte de la línea.
–El próximo movimiento será mañana por la mañana a las once en la librería enfrente de las Due Torri, a la derecha de Portugal.
Una frase sencilla y relativamente enigmática, luego la comunicación fue interrumpida.
Como había intuido, quien había hablado era su cliente. El que le había llamado mientras estaba en Sevilla.
Llegado a este punto, no le quedaba más que esperar al día siguiente, ir a donde le habían dicho y enterarse de lo que tendría que hacer.
El murmullo del agua lo apartó de sus pensamientos que le estaban dando vueltas en la cabeza en ese momento.
Apoyó el teléfono móvil sobre la mesa, a continuación puso el filtro a la infusión dentro de la taza de cerámica y echó encima el agua caliente.
Beber la infusión le sirvió para meditar y para prepararse para el trabajo inminente.
Esa noche se fue a dormir temprano y a la mañana siguiente llegó al lugar que le habían dicho con más o menos diez minutos de anticipo respecto del horario de apertura.
Al principio dio una vuelta por las estanterías de la librería, luego se paró delante de las guías de viaje.
Después de haber hojeado un par de ellas fingiendo interés, cuando estuvo seguro de que no sería visto por nadie puso la mano derecha sobre la última guía de Portugal y lentamente la movió hasta notar algo en el costado de la misma.
Rápidamente extrajo el objeto: se trataba de un sobre de papel, como los usados para mandar cartas, con la parte superior pegada.
Sin pensárselo mucho, ya que podría perder un tiempo muy valioso y llamar la atención de alguien, dobló en dos el sobre, se lo metió en un bolsillo de los pantalones y continuó dando una vuelta por el interior del negocio hasta la salida pasando delante de las cajas registradoras.
Por lo que parecía, afortunadamente para él todo había ido como la seda.
V
A la mañana siguiente el inspector Zamagni y Marco Finocchi abandonaron pronto la comisaría para ir a la periferia a un depósito de la policía.
Cuando llegaron estaba esperándoles el vigilante, un hombre de unos sesenta años que trabajaba en aquel lugar desde hacía ya más de un decenio y que había visto pasar delante de sus ojos los más diversos objetos embargados en el curso de las investigaciones, accidentes y otras ocasiones en las que los agentes de policía creían era necesario incautar algo.
–Buenos días, inspector –dijo el hombre.
Zamagni y Finocchi lo saludaron a su vez, luego fueron acompañados al interior del local.
Se trataba de un almacén de grandes dimensiones, esencial en lo que podía ser definido como mobiliario.
–Por aquí.
El vigilante los guió entre coches accidentados, objetos de todas las dimensiones y de las utilidades más dispares, efectos personales diversos, todos subdivididos y ordenadamente dispuestos en el área.
Cada cosa era catalogada e identificada por un número progresivo, de manera que se pudiese encontrar fácilmente, dentro de unos archivos de unos centímetros de alto y colocados en orden en muebles lacados de color negro puestos al fondo del depósito.
–Me han dicho que vosotros estáis aquí para ver en concreto dos cosas –dijo el vigilante después de unos minutos de silencio en los que los tres sólo habían caminado.
Para llegar al fondo del depósito pasaron primero por una zona que parecía un aparcamiento lleno de automóviles confiscados, luego por en medio de unas estanterías de algunos metros de alto.
Y a los lados del depósito había otras habitaciones, todas adaptadas al mismo fin.
–Debemos buscar el 134 y el 528 –explicó el vigilante cogiendo el primer registro –que se encuentran respectivamente... veamos un momento... ¡aquí están! Localización AB004 y H000... parecen letras y números puestos al azar pero en realidad tienen un significado: la primera letra indica un pasillo y el número indica el piso de una estantería. H000 quiere decir que lo que buscamos está en la zona H a la altura del suelo, de hecho se trata de algo de grandes dimensiones, que ha sido puesto en una habitación en la que no existen pasillos ni estanterías.
Los dos policías siguieron al vigilante sin decir nada.
–Ahora estamos yendo a buscar el 528 –dijo el vigilante.
Cuando llegaron a donde encontrarían lo que estaban buscando el hombre cogió una escalera provista de ruedas y subió hasta lo alto de la estantería.
–¡Encontrado! –exclamó, luego descendió hasta el suelo y entregó el objeto al inspector: se trataba del libro rojo que Zamagni había encontrado sobre el suelo de la bodega del local de Mauro Romani el día en el que se topó con Daniele Santopietro la primera vez.
Tener el libro en la mano le hizo recordar el momento mismo en que lo había hallado más de diez años atrás y las sensaciones que había fomentado el resplandor cegador que surgía de aquel objeto.
Instintivamente el inspector tocó la cubierta de raso y un escalofrío le recorrió la espalda.
–Ahora podemos ir a ver el 134 –dijo el vigilante arrancando al inspector de algunos pensamientos que le habían venido en mente desde que había tenido, durante unos segundos, el libro en sus manos.
Los tres salieron de la habitación y caminaron durante unos minutos sin hablar.
–¡Ya hemos llegado! –dijo al fin el vigilante indicando toda el área –Habéis venido hasta aquí para ver eso.
El hombre estaba señalando el objeto infernal, pensó Zamagni.
Se trataba del artilugio que se encontraba en el interior de la casa de Daniele Santopietro con el cual el criminal, aparentemente, extraía los fluidos corporales a sus víctimas.
–Por desgracia no conseguiréis llevarlo con vosotros –comentó el vigilante –pero podréis volver aquí todas las veces que creáis necesario para volver a ver esta cosa.
–Perfecto –dijo Zamagni.
–En cambio podéis quedaros el libro, pero deberéis firmar en el registro para tomarlo prestado –añadió –por si alguien viniese por casualidad a buscarlo. Debemos saber que lo tenéis vosotros.
Zamagni y Finocchi asintieron, luego siguieron al hombre hasta la entrada del depósito.
–Una firma aquí.
El vigilante estaba indicando al inspector el registro dedicado al retiro de los objetos.
Zamagni firmó, a continuación los dos policías se despidieron y le dieron las gracias al vigilante, saliendo del depósito.
Hacer todo el trayecto hasta la comisaría con el libro rojo en el asiento de atrás del coche tuvo sobre el inspector otro efecto de deja vu, recordándole una vez más aquel día del 2002: en esa ocasión se llevó el libro rojo incluso a casa, a la espera de entregarlo en la comisaría.
Zamagni y Finocchi intercambiaron pocas palabras durante la vuelta y, una vez llegados, pusieron al corriente al capitán, que, finalmente, sólo dijo Buen trabajo.
En ese momento el inspector y Marco Finocchi se tomaron una pausa para intentar comprender mejor en qué manera habría podido serles útil para su investigación aquel libro.
Los dos policías se fueron al escritorio del inspector y este último comenzó a hojear el libro, sin encontrar nada de interesante.
Lo que Zamagni nunca había comprendido era cómo aquel libro pudiese brillar con luz propia.
Al principio, cuando encontró aquel libro en la bodega del bar de Mauro Romani, había pensado que el efecto luminoso pudiese derivar de la fluorescencia de la cubierta pero no era así.
–Este libro producía una luz cegadora –dijo Zamagni al agente Finocchi –pero ahora ya no es así y no entiendo el motivo.