Si yo fuera un hombre
Charlotte Perkins Gilman
Si yo fuera un hombre
Charlotte Perkins Gilman
Traducción de Marino Costa
Prólogo escrito por Olaya González Dopazo
Prólogo
No es exagerado afirmar que Charlotte Perkins Gilman (1860-1935) es una de las escritoras más relevantes de la literatura estadounidense de su época. Su prolífica obra comprende artículos, conferencias, ensayos, novelas, poemas y numerosos relatos cortos, de entre los cuales los editores han seleccionado los nueve que conforman el libro que el lector tiene ahora mismo en sus manos. Perkins Gilman fue una feminista pionera, una activista comprometida con la sociedad en una época en la que sus logros eran inusuales para la mujer, desafiando las convenciones. Su ideología es el eje sobre el que pivota toda su obra.
Prácticamente desconocida en el ámbito hispanohablante, tal vez deba su posteridad en el mundo anglosajón a una única obra, el relato de terror «El papel amarillo», que suscitó la atención del mismísimo H. P. Lovecraft en El horror sobrenatural en la literatura, un breve ensayo en el que el autor establece las referencias del género. Pero Perkins Gilman no cultivó el género de terror; su obra es más bien el reflejo de sus teorías feministas, una denuncia del papel que la sociedad asignaba a la mujer y un desfile de personajes femeninos fuertes, resolutivos y decididos a tomar las riendas de sus vidas. Incluso en este relato de terror.
Durante su infancia Perkins Gilman fue abandonada por su padre e ignorada por su madre. Estas carencias afectivas la hicieron refugiarse en los libros, se formó de manera autodidacta y se rodeó de intelectuales. Fue además criada por sus tías, una de ellas Harriet Beecher Stowe, autora de La cabaña del tío Tom. Todos estos factores pueden haber contribuido a forjar la personalidad de la futura escritora. Pronto comenzó a publicar artículos en revistas locales, hasta que se casó, se quedó embarazada y cayó en una profunda depresión, que se agravó tras el nacimiento de su hija. El tratamiento que su médico le impuso, con la colaboración del marido, exhortándola a abandonar todo trabajo intelectual, tuvo terribles consecuencias para su salud mental. Lo que ella necesitaba era romper con las cadenas que la sociedad patriarcal imponía a su género, dejar de ser un sumiso «ángel del hogar» y trabajar. Tomó entonces una insólita decisión para la época: se divorció de su marido y se mudó a California, donde, una vez restablecida, desarrollaría el grueso de su obra literaria.
Esta experiencia tan desoladora es el origen de «El papel amarillo», su obra más conocida y emblemática. Este relato admite dos niveles de lectura: como cuento de terror, es de una calidad extraordinaria y es único por la inversión del punto de vista, pues es el otro, el diferente —la loca, en este caso—, quien toma la palabra, abandonando los márgenes para erigirse en actor y ofrecer su propio punto de vista. Ocurre al igual que en Otra vuelta de tuerca de Henry James —también publicado por Uve Books—, ya que, al situar a la protagonista en el centro del relato, como sujeto y objeto de la acción, el lector tiene un conocimiento sesgado y parcial de los hechos. ¿Qué está ocurriendo realmente? ¿Debemos creer la visión de la protagonista? En el caso que nos ocupa, saber que tenemos entre manos un relato de inspiración autobiográfica añade más desasosiego al asunto. Como cuento de terror psicológico, es sencillamente sublime.
El segundo nivel de lectura, quizá menos evidente, nos presenta un alegato a favor de la emancipación de la mujer frente a la sociedad patriarcal. En 1913 la propia autora decidió explicar cuáles habían sido sus motivaciones para escribir ese relato, en un breve texto titulado «Por qué escribí “El papel amarillo”», que la presente edición también recoge. Así descubrimos el tormento que para la autora supuso someterse a los mandatos de su médico y de su marido, lo desafortunado del tratamiento que se le aplicó durante meses y su deseo de que, gracias a su cuento, otras mujeres se salvasen de un destino similar.
Una vez instalada en California, Charlotte encuentra la estabilidad y la inspiración necesarias para escribir, participar en organizaciones feministas y dar conferencias. También publicó su primer ensayo, Mujeres y economía (1898), donde aporta argumentos a favor de la independencia económica de la mujer, seguido de varios otros. Por si esto no fuera suficiente, entre 1909 y 1916 publicó la revista mensual The Forerunner, donde escribió editoriales, artículos, críticas de libros y ensayos, pero también gran parte de su obra de ficción: poemas, novelas por capítulos —una trilogía utópica feminista de la que Herland es la obra más famosa— y relatos cortos.
De entre todos ellos, se ofrece aquí una selección de algunos de los más destacables, en la línea general de su obra, dedicada a denunciar la situación de la mujer. Con el estilo elegante e inteligente propio de la escritora, cargado de una buena dosis de ironía y sarcasmo, Perkins Gilman critica la sociedad patriarcal y el papel de las mujeres en la misma. Propone para ellas un «papel masculino», caracterizado por la fuerza, la independencia y el trabajo. Las mujeres deben, en definitiva, ser dueñas de su propio destino.
El amor, el matrimonio, la infidelidad o las convenciones sociales son algunos de los temas de los relatos aquí recogidos, y en ellos encontramos un esquema recurrente: partiendo de una situación de dificultad, las mujeres protagonistas de los relatos toman la decisión de dar un giro a sus vidas, convirtiéndose en dueñas de sus actos y a menudo beneficiando además a terceras personas.
Resulta muy interesante acercarse de la mano de Perkins Gilman a los albores de un feminismo incipiente, de finales del siglo XIX y principios del XX, y acompañar a sus personajes femeninos en su deseo de cambiar su situación en la sociedad, deseo que la propia escritora compartía y que seguramente sigue siendo el de muchas mujeres a día de hoy.
Olaya González Dopazo
Cuando era una bruja
Si hubiese comprendido mejor los términos de mi contrato unilateral con Satán, los Tiempos de Brujería hubiesen durado más, puede estar seguro de ello. Pero ¿cómo iba yo a saberlo? Simplemente sucedió, y no ha vuelto a pasar de nuevo, a pesar de que he intentado reproducir las condiciones hasta donde he podido controlarlas.
Aquello empezó de repente, una medianoche de octubre, el día treinta para ser exactos. Había sido un día muy, pero que muy caluroso y la tarde resultó ser sofocante y tormentosa; el aire apenas se movía y la casa era un horno gracias a su desafortunada capacidad de convertirse en un calentador de vapor cuando no se desea.
Me estaba cociendo en mi propia rabia —y eso ya daba bastante calor, incluso sin contar con el tiempo y el horno—, así que subí al tejado para tratar de refrescarme. Un apartamento en la planta superior tiene esa ventaja, junto con otras —¡puedes salir a pasear sin la ayuda de un chico que maneje el ascensor!
Hay muchas cosas en Nueva York con las que una puede perder su paciencia, incluso en sus mejores momentos, y en este día en particular todas ellas parecían suceder a la vez, algunas muy novedosas. La noche anterior, los perros y gatos del vecindario me habían despertado, por supuesto. Mi periódico de la mañana mentía más que de costumbre, y el de mi vecino —mucho más visible que el mío cuando salí de casa para dirigirme al centro— parecía más amarillista que nunca. Mi café no era café…, mi huevo era como una reliquia del pasado. Mis «nuevas» servilletas estaban ya arruinadas.
Siendo una mujer, se supone que no debo maldecir; pero cuando el conductor del bus ignoró mi señal mientras sonreía al pasar a mi lado y el guarda del metro esperó hasta que estuve a punto de subir al vagón para cerrarme la puerta en las narices —esperando tranquilamente tras ella durante algunos minutos hasta que la campana sonase, para asegurarse de que estaba cerrada—, deseé maldecir como una arriera.
La tarde fue aún peor. ¡El metro estaba abarrotado! Estaban esos individuos que empujan a la gente hacia el interior o tiran de ellos hacia afuera, los hombres que fuman y escupen, esas mujeres que llevan unos sombreros anchos de borde afilado que lanzan plumas y alfileres mortíferos… En fin, hacían que una se sintiese cómoda.
Como ya he dicho, estaba de bastante mal humor y subí al tejado para enfriarme y tranquilizarme. Unas nubes negras flotaban a poca altura por encima de la ciudad, los relámpagos amenazaban aquí y allá.
Una gata negra y escuálida apareció detrás de la chimenea y maulló de forma lastimera. ¡Pobrecita! Se había quemado.
La calle estaba tranquila para tratarse de Nueva York. Me asomé y miré hacia ambos extremos de las luces parpadeantes de la calle. El taxi que pasaba frente al edificio debía de llegar con retraso, su caballo estaba tan cansado que apenas podía mantener la cabeza alta.
Entonces el conductor, con su habilidad innata, hizo chasquear su enorme látigo bajo la tripa de la pobre bestia produciendo un sonido que hizo que me estremeciese. El caballo también se estremeció, pobre animal, a duras penas hizo cascabelear su arnés y apretó el paso.
Me incliné sobre el murete y miré a ese hombre con animadversión.
—Deseo —dije lentamente, y lo hice con todo mi corazón— que toda persona que golpee o hiera a un caballo de forma innecesaria sienta el mismo dolor que pretendía causar, sin que el animal lo sienta.
De algún modo me sentó bien decirlo; de todas formas, no esperaba obtener ningún resultado con ello. Vi cómo el hombre volvía a levantar su látigo enérgicamente. Entonces alzó sus manos —le oí gritar—, pero no se me ocurrió qué fue lo que había pasado.
Esa gata negra y escuálida, tímida pero confiada, volvió a restregarse contra mi falda y maulló.
—Pobre gatita —dije—. ¡Pobre gatita! ¡Es una pena!
Entonces pensé con ternura en los miles de gatos hambrientos y asustados que sufren en esa gran ciudad.
Más tarde, cuando intentaba dormir, la quietud de la noche dio lugar a los estridentes maullidos de esos sufridores y mi pena se desvaneció.
—¿Qué estúpido intenta mantener a un gato en una ciudad? —murmuré con enfado.
Otro maullido —una pausa— y un torturador y continuo chillido.
—¡Desearía —exclamé— que todos los gatos de la ciudad se cayesen cómodamente muertos!
Se hizo de nuevo el silencio y volví a quedarme dormida.
Las cosas fueron bastante bien al día siguiente, hasta que probé otro huevo. Además, eran unos huevos muy caros.
—¡No es culpa mía! —dijo mi hermana, que se ocupa de la casa.
—Ya sé que no lo es —admití—, pero tiene que serlo de alguien. ¡Desearía que la gente responsable de esto tuviera que comérselos hasta que vendieran unos buenos!
—Entonces dejarían de comer huevos, eso es todo —dijo mi hermana—, comerían carne.
—¡Que coman carne! —dije sin pensar—. ¡La carne es tan mala como los huevos! ¡Hace tanto tiempo que no comemos un buen pollo que ya me he olvidado de cómo saben!
—Es culpa de las neveras —dijo mi hermana. Ella es mucho más pacífica que yo.
—¡Sí, las neveras! —comencé—. Sería una bendición que acabasen con la escasez, mejorasen el abastecimiento y bajasen los precios. ¿Qué hacen en su lugar? ¡Arrinconan el mercado, suben los precios durante todo el año y hacen que se eche la comida a perder!
Estaba cada vez más enfadada.
—¡Si tan solo hubiese una forma de castigarlos! —exclamé—. La ley no hace nada. ¡Alguien tiene que maldecirlos! ¡Me gustaría ser yo la que lo hiciese! ¡Desearía que cada persona que saca provecho de este negocio tan mezquino pruebe su carne podrida, su pescado añejo y su leche agria en cada cosa que coma! Sí, ¡y que los precios les parezcan tan altos como al resto!
—Sabes que eso es imposible; son ricos —dijo mi hermana.
—Lo sé —admití malhumorada—. No hay forma de castigarlos. Pero desearía poder. Y desearía que supieran lo mucho que los odia la gente y que lo sintiesen, hasta que corrijan sus errores.
Cuando salí hacia mi oficina vi algo extraño. El hombre que conducía el carro de basura agarraba a su caballo del arnés y trataba de tirar con fuerza. Me impresionó ver cómo se llevaba las manos a su propia mandíbula con un gemido, mientras el caballo se lamía el hocico y lo miraba.
El hombre parecía resentido y lo golpeó en la cabeza; comenzó a frotarse la suya propia mientras maldecía asombrado, mirando alrededor sin saber qué le había atizado. El caballo avanzó un paso e inclinó su hocico hambriento hacia un cubo de basura del que asomaban unas hojas de repollo; entonces el hombre, recuperando su sentido de propiedad, le gritó y le dio una patada en las costillas. En aquel momento tuvo que sentarse, debilitado y pálido. Mientras lo observaba, me encontraba cada vez más asombrada y satisfecha.
El carro del mercado conducía estrepitosamente por la calle; el joven y antipático rufián acababa de llegar para abrir su puesto. Recogió los extremos de las riendas y los lanzó sobre la espalda del caballo con un chasquido. El caballo no se enteró de esto, pero el chico sí. ¡Gritó!
Llegué a un sitio en el que varios camioneros trabajaban transportando tierra y piedras machacadas. Había un extraño silencio y tranquilidad en aquel sitio en el que el sonido de los golpes y latigazos hacía que me apresurase. Los hombres estaban hablando en un rincón mientras se intercambiaban lo que parecían ser notas. Era demasiado bueno para ser verdad. Observé y me maravillé, mientras esperaba por mi transporte.
Llegó alegremente. No estaba lleno. El anterior lo había perdido mientras miraba los caballos y no vendría otro a continuación.
Aun así, aquel grosero que lo conducía continuó con una sonrisa y sin detenerse, a pesar de que casi me puse delante de él y agité mi paraguas.
De repente sentí que el calor de la ira se apoderaba de mi rostro.
—Deseo que sientas el azote que te mereces —dije airada, mientras miraba el coche—. Deseo que tengas que detenerte, volver aquí y abrir la puerta para disculparte. Desearía que te sucediese cada vez que hagas esa jugarreta.
Para mi infinita sorpresa, el coche se detuvo y dio marcha atrás hasta llegar adonde estaba. El conductor abrió la puerta mientras se sujetaba la mejilla con la mano.
—¡Ruego que me disculpe, señorita! —dijo.
Frente a mí se sentaba una persona con enaguas. Se trataba de ese tipo de mujeres que detesto. Su cuerpo no parecía uno real, compuesto de huesos y músculos, sino que era como un montón de salchichas. Era alguien autocomplaciente, su ropa era estridente, llevaba una gran peluca e iba cubierta de colorete, perfume, flores y joyas… También tenía un perro.
Era un pequeño, pobre y desgraciado perro artificial. Estaba vivo, pero solo gracias a la insolencia del ser humano; no se trataba de una criatura real ni de una obra de Dios. El perro llevaba ropa… ¡y un brazalete! Su chaqueta apretada tenía un bolsillo… y en el bolsillo había un pañuelo. Parecía enfermo e infeliz.
Me quedé pensativa ante su pobre posición y la del resto de prisioneros encadenados, llevando unas vidas antinaturales de celibato forzoso, privados de la luz del sol, el aire fresco y el uso de sus extremidades; guiados a intervalos regulares, por unos sirvientes reacios, a ensuciar nuestras calles; sobrealimentados, faltos de ejercicio, nerviosos y enfermizos.
—¡Y decimos que los queremos! —dije amargamente para mis adentros—. No me extraña que ladren, aúllen y se vuelvan locos. ¡No me extraña que tengan casi tantas enfermedades como nosotros! Deseo… —En este punto el pensamiento que había olvidado volvió a mí—. ¡Deseo que todos los perros infelices de esta ciudad se mueran ahora!
Observé a aquel pequeño inválido al otro lado del coche. Dejó caer su cabeza y murió. Su dueña no se dio cuenta hasta que llegó a su parada; entonces montó un buen escándalo.
Los periódicos de la tarde no hablaban de otra cosa. Algo pestilente había matado a perros y gatos, por lo visto. Los titulares rojos y enormes captaban la atención de los ojos, las columnas estaban repletas de las quejas de aquellos que habían perdido a sus «mascotas», de las labores repentinas del Consejo de Salud y entrevistas con médicos.
Durante el día, a medida que transcurría mi rutina, la extraña sensación que provocaba mi nuevo poder luchaba contra la cordura y el sentido común. Incluso intenté pronunciar algunos «deseos de prueba» —deseé que el cubo de basura se volcase y que el tintero se llenase solo—, pero no funcionaron.
Deseché la idea como una tontería hasta que vi aquellos periódicos y oí a otras personas que me contaron historias peores.
Al momento decidí una cosa: no se lo contaría a nadie. «Nadie me creería si lo hiciese —me dije a mí misma—. No les daré la oportunidad. En cualquier caso, esto ha sido, de algún modo, por los perros y los gatos… y por los caballos.»
Al ver a los caballos desde el trabajo esa tarde, pensé en cómo sufrirían, sin que nadie lo supiese, en los establos de aquella ciudad abarrotada, mal ventilados y con poca comida; y también, en lo mal que lo pasaban sobre el asfalto, con este tiempo tan húmedo y frío. Decidí volver a intentarlo con los caballos.
—Desearía —dije lentamente y con cuidado, pero concentrada en mi propósito— que todo dueño, cuidador, chofer y jinete sienta lo que siente un caballo cuando sufre por nuestra culpa. El sentimiento debe ser intenso, hasta que el daño sea reparado.
No pude verificar este intento hasta mucho más tarde, pero el efecto fue tan generalizado que no tardó en hablarse de ello; esta «nueva oleada de animalismo» no tardó en mejorar el estatus de los caballos en la ciudad. También disminuyó su número. La gente comenzó a preferir los coches de motor, que eran un gran avance.
Comencé a sentirme segura de mí misma, pero lo mantuve en secreto. También comencé a repasar aquellas cosas que provocaban mi odio, con un sentimiento de placer y poder.
—Debo tener cuidado —me dije a mí misma—, mucho cuidado; y, sobre todo, el castigo debe ser adecuado para el crimen.
Lo siguiente en mi lista eran las muchedumbres de los metros; tanto la gente que se amontona porque no le queda otra opción, como aquellos que las provocan.
—No debo castigar a nadie por algo que no puede evitar —musité—. ¡Solo cuando lo hacen por mezquindad!
Eso me llevó a pensar en los accionistas que nunca se desplazaban, los directores, los funcionarios más insoportables y sus empleados insolentes… y me puse a trabajar.
—Debo hacer un buen trabajo mientras conserve este poder—me dije a mí misma—. Es toda una responsabilidad, pero también muy divertido.
Entonces deseé que todas las personas responsables del estado de nuestros metros se sintiesen misteriosamente obligadas a subir en ellos, sin descanso, durante las horas punta.
Este fue un experimento muy interesante de observar, pero apenas pude notar diferencia alguna. Había gente que iba mejor vestida entre la multitud, eso era todo. Así que llegué a la conclusión de que el público general era el culpable y sufría un castigo diario sin saberlo.
Para los guardias insolentes y los vendedores de billetes tramposos, que engañan con el cambio mientras te apresuras a la llegada del tren, simplemente deseé que sufriesen el dolor que sus víctimas desearían infligirles. Supongo que así les sucedió.
Entonces deseé cosas similares para todo tipo de corporaciones y funcionarios. Funcionó. Funcionó de una manera asombrosa. De repente hubo un despertar en las conciencias de todo el país. Sus huesos resecos comenzaron a sonar de nuevo y se reincorporaron. Los consejos de dirección, que ya tenían bastantes problemas, vieron cómo estos se agravaban debido a innumerables comunicados de sus repentinamente sensibles accionistas.
En los molinos, las casas de moneda y los ferrocarriles, las cosas comenzaron a arreglarse. El país cambiaba. Los periódicos engordaban. Las iglesias sacaban pecho y trataban de recuperar su crédito. Al enterarme de ello, y tras considerarlo, deseé que cada pastor predicase ante su congregación aquello en lo que realmente creía y lo que pensaba de todos ellos.
Acudí a seis servicios el siguiente domingo, de unos diez minutos cada uno, en dos sesiones. No fue algo divertido. Un millar de púlpitos se vaciaron esa semana, volvieron a ocuparse y vaciarse de nuevo, y así durante varias semanas. La gente comenzó a ir a la iglesia; sobre todo los hombres…, a las mujeres no les gustaba. Siempre habían pensado que los pastores tenían mejor opinión sobre ellos de lo que realmente parecía.
Uno de mis más viejos odios era hacia la gente de los coches cama; comencé a pensar en qué podría hacerles. Cuántas veces los había soportado con una mueca —junto con otros miles—, sometida sin remedio.
Se trata de un único ferrocarril —un único transporte— y tienes que usarlo. Se paga una buena suma por el viaje.
Entonces, si quieres alojarte en el coche cama durante el día, cobran otros dos dólares y medio por el privilegio de sentarse allí, no importa que ya hayas pagado un asiento al comprar el billete. Ese asiento se vende a otra persona… ¡por segunda vez! Cinco dólares por veinticuatro horas en un cubículo de seis pies de largo por tres de ancho y tres de alto, durante la noche, y un asiento por el día; veinticuatro de estos privilegiados en un mismo vagón —120 dólares por el alquiler del vagón—, y los pasajeros deben pagar al botones aparte. Eso hace 44 800 dólares al año.
Dicen que los coches cama son complicados de construir. También lo son los hoteles, y resultan mucho más económicos. Está bien, ¿qué podría hacer para solucionar el problema? Nada puede volver a colocar ese dinero en sus millones de bolsillos, pero podríamos acabar con ese hermoso proceso ahora.
Así que deseé que las personas que se beneficiaban de ese espectáculo sufrieran una vergüenza tan intensa que tuviesen que disculparse públicamente; además, como indemnización, ¡deberían poner sus riquezas a disposición de la causa para lograr un ferrocarril gratuito!
Entonces me acordé de los loros. Fue una suerte, porque mi rabia volvió a encenderse de nuevo. Me enfrié al tratar de pensar en las responsabilidades y ajustar las penas. ¡Malditos loros! Cualquier persona que quiera tener un loro debería irse a vivir a una isla desierta con la compañía de su conversador favorito.
Había un loro enorme y chillón en el bloque que tenía frente al mío, al otro lado de la calle, añadiendo sus innecesarios y estridentes chillidos a los males, más necesarios, del resto de sonidos.
Una tía mía también tenía un loro. Se trataba de una mujer rica y ostentosa, una hija única que había heredado su fortuna.
El tío Joseph odiaba a ese pájaro chillón, pero eso le era indiferente a la tía Mathilda.
No me gustaba esa tía, no la visitaba para que no pensase que quería parte de su dinero; pero, tras mi deseo, fui a revisar el trabajo de mi maldición. Fue una buena venganza. Ahí estaba mi pobre tío Joe, más delgado y sumiso que nunca; mi tía, que parecía una ciruela pasa, seguía tan presumida como siempre.
—¡Déjame salir! —dijo Polly de repente—. ¡Quiero salir a pasear!
—¡Qué listo es! —dijo la tía Mathilda—. Nunca ha dicho nada parecido antes.
Le dejó salir. Entonces echó a volar sobre el candelabro y se sentó sobre los cristales, bastante a salvo.
—¡Eres una vieja cerda, Mathilda! —dijo el loro.
Ella miró hacia sus pies, con naturalidad.