—¡Naciste una cerda, te criaste una cerda, eres una cerda por naturaleza y educación! —dijo el loro—. Nadie quiere estar contigo salvo por tu dinero, excepto ese marido sufridor tuyo. ¡No lo haría si no tuviese la paciencia de Job!
—¡Cállate! —gritó la tía Mathilda—. ¡Baja de ahí! ¡Ven!
Polly agitó su cabeza y tintineó los cristales.
—¡Siéntate, Mathilda! —dijo alegremente—. Tienes que escuchar. Estás gorda, eres fea y egoísta. Eres una molestia para todos los que te rodean. Tienes que alimentarme y cuidarme mejor… y tienes que escucharme cuando hablo, ¡cerda!
Visité a otra persona que tenía un loro al día siguiente. Puso un trapo sobre su jaula cuando entré.
—¡Quítalo! —dijo Polly. Ella lo quitó.
—¿No prefieres que estemos en el otro cuarto? —me preguntó nerviosa.
—¡Mejor quedaos aquí! —dijo su mascota—. ¡Quedaos! ¡Quedaos!
Nos quedamos.
—Tu pelo es falso —dijo el precioso lorito—. Y tus dientes, y tu silueta. Comes demasiado. Eres vaga. Tienes que hacer más ejercicio y eres una ignorante. ¡Es mejor que te disculpes ante esta señorita por traicionera! Tienes que escuchar.
Las ventas de loros cayeron en picado a partir de ese día; dicen que no había demanda de ellos. Pero la gente que tenía un loro sigue conservándolo… los loros viven muchos años.
La gente pesada era un tipo de agresor al que había estado soportando una eternidad. Ahora me frotaba las manos y, mientras, comenzaba a ocuparme de ellos con este sencillo deseo: cada persona a la que aburran deberá decirles la verdad.
Había un hombre en concreto al que tenía en mente. Estaba expulsado de un club muy agradable, pero continuaba yendo allí. No era miembro…, simplemente iba; nadie hacía nada por echarle.
Fue muy gracioso lo que sucedió a continuación. Apareció esa misma noche para una reunión y casi todo el mundo le preguntó qué hacía allí.
—No eres miembro, ¿sabes? —le decían—. ¿Por qué no te largas? No le gustas a nadie.
Algunos eran un poco más suaves con él.
—¿Por qué no aprendes a ser más considerado con los demás y haces amigos de verdad? —le dijeron—. Estar con gente que se alegre de verte tiene que ser mucho más agradable que ser un incordio.
Nunca volvió a ese club.
Yo comencé a ser un poco arrogante.
El negocio de la comida había mejorado significativamente; también el transporte. El alboroto que causaban todos esos cambios resplandecía más cada día, apresurado por el misterioso sufrimiento de aquellos que se beneficiaban del de los demás.
Los periódicos hablaban de ello; mientras contemplaba las escandalosas protestas por mi aberración con las mascotas, tuve una idea brillante… literalmente.
A la mañana siguiente llegué temprano al centro para ver a los hombres abrir sus periódicos. Mis fechorías eran vergonzosamente populares, pero nunca lo habían sido más que esa mañana. En la parte superior, impreso en letras doradas, ponía:
Mentiras intencionadas en editoriales, noticias o cualquier otra columna… Escarlata.
Asuntos maliciosos… Carmesí.
Negligencias o errores cometidos por la ignorancia… Rosa.
Asuntos de interés para el dueño… Verde oscuro.
Cebos para vender mejor el periódico… Verde brillante.
Anuncios y publicidad… Marrón.
Sensacionalismo y amarillismo… Amarillo.
Hipocresía… Púrpura.
Diversión, educación y entretenimiento… Azul.
Noticias reales y editoriales honestos… Impresión corriente.
Nunca nadie habrá visto un periódico más colorido. Se vendieron como pan caliente durante varios días, pero el verdadero negocio se hundió al poco tiempo. De haber podido, hubiesen impedido que llegasen a las calles, pero los periódicos se veían bien al salir de la imprenta. El esquema de colores solamente era visible para el lector final.
Lo mantuve en marcha durante una semana, para la enorme alegría del resto de periódicos, y entonces lo volví contra ellos, todos a la vez. La lectura de los periódicos se volvió muy excitante durante algún tiempo, pero acabaron por cerrar. Ni siquiera los editores podían soportar alimentar un mercado como ese. La impresión azul y ordinaria comenzó a ser más habitual de columna en columna y de página en página. Algunos periódicos —pequeños, pero honrados— solamente aparecían en azul y negro.
Este asunto me mantuvo interesada y feliz durante algún tiempo; tanto, que casi olvidé enfadarme por otras cosas. A raíz de que los periódicos comenzaron a publicar verdades, el resto de los negocios sufrieron un gran cambio. Comenzó a parecer que habíamos vivido en una especie de delirio, por culpa de no conocer la realidad de nada. Tan pronto como comenzamos a conocer los hechos, nos comportamos de manera diferente.
Lo que hizo que mi diversión se terminase fueron las mujeres. Al ser una mujer, estaba interesada en ellas, y podía ver algunas cosas de manera más clara que los hombres. Vi su poder real, vi su auténtica dignidad, su responsabilidad con el mundo; la forma en la que se visten y se comportan solía malhumorarme. Era como ver a los arcángeles jugando con palos chinos… o a caballos auténticos utilizados como si fuesen de juguete. Así que me decidí a darles su merecido.
¡Cómo conseguirlo! ¡Qué golpear primero! Sus sombreros, sus horribles, necios e intolerables sombreros… eso es en lo que una piensa primero. Sus estúpidas y caras ropas…, sus engañosos abalorios y su joyería…, su infantilidad egoísta…, principalmente todas esas mujeres que viven a costa de hombres ricos.
Entonces pensé en las demás mujeres, las de verdad; la mayor parte de ellas ejercen pacientemente un trabajo de sirvientas sin recibir ni una paga a cambio…, descuidando su noble trabajo de madre en favor de aquel de la casa; el mayor poder de la tierra cegado, encadenado e indocto, atrapado en una rutina. Pensé en qué deberían hacer, comparado con lo que hacían, y mi corazón se sumió en algo más allá de la ira.
Entonces deseé, con toda mi fuerza, que las mujeres, todas las mujeres, se diesen cuenta de su Feminidad al fin; su poder, su orgullo y su lugar en la vida; podían ser las madres del mundo…, amar y preocuparse por todos los seres vivos; podían ser mezquinas con los hombres…, escoger solo a los buenos para dar a luz y educar a otros mejores; podían ser simplemente seres humanos, abrazar su existencia, su trabajo y su felicidad.
Me detuve sin respiración, con los ojos húmedos, mientras esperaba, temblando, que algo sucediese.
No pasó nada.
Como usted verá, la magia que me habían concedido era negra… y yo había deseado algo blanco.
No solo no funcionó en absoluto, sino, lo que era peor, hizo que se detuviesen el resto de las cosas que estaban funcionando tan bien.
Ay, ¡si tan solo hubiese deseado que continuasen esos encantadores tormentos! ¡Cuánto más podría haber llegado a hacer, si hubiese apreciado mejor mis privilegios cuando era una bruja!
Lo inesperado
Es lo inesperado aquello que termina por suceder, dice el proverbio francés. Me gusta ese proverbio, porque es verdad —y porque es francés.
Mi nombre es Edouard Charpentier.
Soy americano de nacimiento, pero eso es todo. Durante mis primeros años tuve una niñera francesa; en mi infancia, una institutriz francesa; pasé mi juventud en una escuela francesa; mi etapa adulta ha estado dedicada al arte francés, soy francés por afinidad y educación.
Francia…, la Francia moderna…, el arte francés…, el arte moderno francés… ¡me encanta!
Mi escuela es el «plein-air» y mi maestro, si tan solo pudiese conocerlo, es M. Duchesne. M. Duchesne ha tenido retratos en mi salón durante tres años, y también en muchos otros sitios, comprados con entusiasmo; sin embargo, París no conoce a M. Duchesne. Conocemos su casa, su caballo, su carruaje, sus sirvientes y el muro de su jardín, pero él no recibe a nadie y no habla con nadie; de hecho, se ha ido de París durante una temporada y lo veneramos en la distancia.
Tengo un boceto de este maestro que atesoro con celo…, un boceto a lápiz de un gran retrato que aún está por dibujar. Lo quiero.
M. Duchesne pinta desde una modelo, y yo pinto desde una modelo, exclusivamente. Es la única manera de ser firme, preciso y auténtico. Sin una modelo, tendríamos fantasía alemana o domesticidad inglesa, pero no arte moderno francés.
Es duro conseguir modelos de manera continuada cuando uno sigue siendo un estudiante tras cinco años de trabajo y sus dibujos atraen francos, pero no dólares.
¡A pesar de todo, está Georgette!
También estuvieron Emilie y Pauline. ¡Pero ahora está Georgette y es tan adorable!
Es cierto que no tiene un gran espíritu; pero tiene un cuerpo encantador, y eso es lo que copio.
Georgette y yo estamos unidos por nuestra admiración. ¡Cuánto mejor es esto que el matrimonio para un artista! ¡Qué sabio es M. Daudet!
Antoine es mi mejor amigo. Pinto con él y somos felices. Georgette es mi modelo más querida. La pinto y somos felices.
En esta escena tan apacible irrumpe una carta de América, portando una gran emoción.
Parece ser que tenía un tío abuelo allí, en un rincón al noreste de Nueva Inglaterra. ¿Maine? No; Vermont.
Y, según parece, aunque parezca extraño, este noresteño tío abuelo mío había sido presa, a pesar de su edad, de la pasión por el arte francés; al menos, no se me ocurre otra forma de explicar por qué hizo que un abogado me buscase para entregarme un cuarto de millón tras su muerte.
¡Un admirable tío abuelo!
Pero debo ir a casa y tomar la propiedad; eso es imperativo. Debo dejar París, debo dejar a Antoine y ¡debo dejar a Georgette!
¿Acaso hay sitio más lejano de París que un pueblo en Vermont? No, ni siquiera las islas Andamán.
¿Y acaso hay un lugar más alejado de Antoine y Georgette que esa familia de primos lejanos que habría de encontrar?
Pero una de ellos —¡gracias al cielo!—, una especie de prima muy muy lejana, es tan guapa que olvido que es americana, olvido París, olvido a Antoine… Sí, ¡incluso a Georgette! ¡Pobre Georgette! Pero es el destino.
Esta prima no es como las demás primas. La persigo, la investigo, he de estar seguro.
Su nombre es Mary D. Greenleaf. La llamaré Marie.
Es de Boston.
Pero, más allá de su nombre, ¿cómo podría describirla? He visto la belleza, sí, una gran belleza, en doncellas, matronas y modelos, pero nunca he visto nada igual a esta chica de campo. ¡Vaya figura!
No, la palabra «figura» la avergüenza. Tiene un cuerpo, el cuerpo de una joven Diana: un cuerpo y una figura son dos cosas muy diferentes. Soy un artista, he vivido en París y conozco la diferencia.
Me entero de que los abogados pueden realizar el papeleo de la propiedad desde Boston.
El aire de Vermont en marzo es muy agradable. Hay montañas, nubes y árboles. Pintaré aquí durante una temporada. Ah, sí; también asistiré a esta tímida y joven alma.
—Prima Marie —digo—, ven, permíteme enseñarte a pintar.
—Sería muy difícil para usted, señor Carpenter…, ¡le llevaría mucho tiempo!
—¡Llámame Edouard! —exclamo—. ¿Acaso no somos primos? Primo Edouard, ¡te lo ruego! Y no hay nada difícil cuando estás conmigo, Marie… ¡Nada se hará largo estando a tu lado!
—Gracias, primo Edward, pero creo que no me impondré a tu buena naturaleza. Además, no voy a quedarme aquí. Volveré a Boston, con mi tía.
Decido que el aire de Boston es bueno en marzo, hay lugares de interés allí y artistas americanos que merecen que se los anime. Me quedaré en Boston durante un tiempo para ayudar a los abogados a transferir mi propiedad; es necesario.
Visito a Marie continuamente. ¿Acaso no soy su primo?
Le hablo de la vida, el arte, París, M. Duchesne. Le enseño mi preciado boceto.
—Pero —dice ella— no soy ninguna ninfa de los bosques como imaginas. Yo también he estado en París, con mi tío, años atrás.
—Mi querida prima —digo—, ¡te amaría incluso si no hubieses estado en Boston! Ven a ver París de nuevo… ¡conmigo!
Entonces se rio de mí y me rechazó. ¡Ah, sí! Lograría casarme con ella, ¡ya lo vería!
Pronto descubrí que tenía fe en esos convencionalismos, al igual que muchas otras mujeres. Le di Las mujeres de los artistas. Dijo que ya lo había leído. ¡Se rio de Daudet y de mí!
Le hablé de los genios arruinados a los que había conocido, pero me respondió que un genio arruinado no era peor que una mujer arruinada. ¡Es imposible razonar con las jovencitas!
No creo que sucumbiese sin pelear. Incluso me marché a Nueva York. No fue lo suficientemente lejos, me temo. Pronto regresé.
Vivía con una tía —¡mi pequeña y adorable mojigata!—, era una mujer horrible y decidida, igual que lo había sido mi vida el último mes.
La llamo continuamente, la cubro de flores, la llevo al teatro, con su tía y todo. Ante esto, la tía parecía realmente sorprendida, pero no aprueba esas familiaridades americanas. No; mi esposa —que lo será— debe ser tratada con el más estricto respeto.
Nunca nadie se había reído tanto de mí o me había hecho discutir tanto como aquella terrible belleza y su horrible tía.
La única esperanza eran las pinturas. Marie siempre estaba mirándolas y parecía apreciarlas de veras, incluso parecía entenderlas, de algún modo. Así que empecé a tener la esperanza —débil y apagada— de que empezasen a gustarle las mías. Tener una esposa a la que le guste mi arte, que venga a mi estudio…, pero, espera, ¡las modelos! Casi siempre pinto con una modelo y, como ya he dicho, ¡sé lo que opinan las mujeres de las modelos sin que Daudet me lo diga!
¡Esta remilgada niña de Nueva Inglaterra! Bueno, podría venir al estudio en días señalados y quizá, al cabo de un tiempo, podría hacer que lo entendiese de una manera educada.
¡Quién iba a pensar que viviría para casarme!
Pero el destino manda sobre todos los hombres.
Creo que esa mujer me rechazó nueve veces. Siempre me apartaba con motivos y excusas absurdas: dijo que no la conocía; dijo que nunca estaríamos de acuerdo; dijo que yo era francés y ella americana; ¡dijo que me preocupaba más el arte que ella! Ante eso, le aseguré que preferiría ser organista o banquero, a perderla… Entonces se enfadó y volvió a rechazarme.
¡Las mujeres son extrañamente inconsistentes!
Siempre me rechaza, pero siempre vuelvo.
Tras un mes de esta tortura, tuve la suerte de encontrarla durante una tarde agradable de mayo, sin su tía, sentada frente a su ventana y mirando al atardecer.
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