Книга El Balcón - читать онлайн бесплатно, автор Andrea Dilorenzo. Cтраница 2
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El Balcón
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El Balcón

Faltaba poco. Solo unos días y estaría de viaje. Habría vuelto a ver a los viejos amigos y conocido a nuevos. Mi mente era un completo zumbido de voces que fantaseaban sobre los destinos a los que habría podido ir una vez llegado a España; sí, seguramente no me habría quedado en una misma ciudad. En el primer lugar de una larga lista estaba Tarifa, donde se había mudado mi amigo Ibi, después Portugal, Marruecos… y así, pensando, soñaba.

II

Acababa de salir del aeropuerto de Málaga y ya aferraba un cigarrillo entre los labios. Para un fumador empedernido pasar dos horas sin fumar es casi una eternidad. Sin embargo, me demoré en encenderlo, pues tenía la sensación de sentirme observado, seguido. De todas formas, con toda esa gente, hubiera sido lo más normal. Intenté no pensar en ello y me relajé.

El cielo malagueño era límpido y hacía más calor que en Roma, quizás por la cercanía al mar, y como en todos los aeropuertos, una muchedumbre esperaba a sus seres queridos. Buscaba un taxi para dar una pequeña vuelta por la ciudad y comer en uno de los muchos restaurantes del lugar, pero parecía casi imposible encontrar uno libre o que, por lo menos, se parase cerca de mí. Tras esperar en vano durante más de cuarenta minutos, decidí coger un autobús para alcanzar finalmente mi destino.

Sorprendentemente, la estación de autobuses estaba casi desierta. Había solo un considerable grupo de latinoamericanos, todos en edad adulta, quizás en un viaje organizado, pues había un hombre más joven que parecía darles indicaciones, pero aquellos se comportaban como niños en una excursión y no le hacían ni caso. Les oí hablar durante unos minutos. Me alegré mucho de escuchar ese acento latino, me dio la impresión de que eran venezolanos o colombianos.

«¡ Muy buenos días, señores! ¡ Que tengan un bonito día! » les saludé, en voz alta, agitando la mano en al aire, así… sin pensarlo.

No sé qué me pasó por la cabeza, pero estaba tan feliz de estar ahí, que me vino de manera totalmente espontánea.

Habían pasado cuatro años desde que me fui. Estaba muy unido a esos lugares. Además aquellas personas me hicieron recordar también los días que pasé en Perú, así como todas las demás experiencias hermosas que viví antes de volver a Italia.

«¡ Buenas, muchacho! ¡Buenos días! ¡ Adiós, muchacho! ¡Anda con Dios! ¡Hola! ¡Adiós! » respondieron ellos, con la típica actitud alegre de los sudamericanos, para nada asombrados del saludo de un desconocido, tal y como hubiera sucedido si hubiese saludado a cualquier europeo sin conocerlos.

Eché un vistazo al tablero de las llegadas y salidas, para ver cuáles eran los horarios para Almuñécar, pero el primer autobús habría tardado hasta dos horas. Así que cogí mis maletas y me dirigí hacia la estación de trenes, en busca de una máquina de café o algo de picar mientras tanto. En la entrada de la estación había adornos, un tanto escuetos, y un gran árbol de Navidad; también en el aeropuerto de Fiumicino, en Roma, había adornos y un árbol mucho más grande que el que acababa de ver, pero ni siquiera me digné a mirarlos, quizás porque solo tenía ganas de irme de allí.

Cuando entré en la estación, me percaté de que necesitaba orinar, por lo que me dirigí hacia el baño. En el de los hombres no había nadie, por lo que aproveché para dejar las maletas cerca de un amplio lavabo alargado, y me cerré con llave en uno de los muchos cubículos. Enseguida entró una persona dando un portazo. Respiraba jadeante, como si hubiera corrido mucho e intensamente, y se le percibía una cierta agitación, sentía que resoplaba. La situación me pareció extraña, pero traté de mantenerme en mi sitio. Terminé lo que había empezado y tiré de la cisterna, con mucha calma. Cuando salí del baño noté que el hombre se había ido sin que me diese cuenta. Puede que el ruido de la bomba de desagüe hubiese cubierto el de sus pasos, pues no vi ninguno, y no oía ningún otro sonido que no fuese el de mi respiración y la goma de mis zapatos nuevos que chirriaban sobre el suelo liso. Eché un último vistazo alrededor y me lavé las manos mirándome al espejo; pero, cuando fui a coger mi maleta, incliné la cabeza y me di cuenta que la cremallera superior estaba medio abierta. Probé tanta rabia que estuve a punto de gritar.

Cuando aquel tío entró me había olvidado completamente de la maleta. Pero me calmé al instante, acordándome de que en su interior, por suerte, además de ropa y algún que otro cachivache sin importancia, no había metido nada de valor. Justo por ese motivo había decidido dejarla ahí, abandonada durante un minuto o dos. De hecho, a parte del dinero y de los documentos que llevaba conmigo en la chaqueta, no tenía nada más. Así que abrí la maleta para echar una ojeada. Parecía que todo estaba en orden, o casi, ya que daba la impresión de que aquella persona había hurgado aquí y allá en busca de algo, si bien no faltaba nada a primera vista.

Cuando salí del baño había cuatro o cinco hombres de rostros siniestros, si bien atractivos y bien vestidos, que miraban alrededor en modo sospechoso y se comunicaban por gestos con otros dos que se encontraban un poco más lejos, cerca de la entrada al baño de las mujeres. Me fui lentamente, no me preocupé mucho, y me fui a comer algo al bar cercano a la taquilla (intuí que esos tíos tenían algo en común con la persona que había entrado en el baño, era más que evidente, pero no me quise meter, no tenía ninguna intención de estropearme las vacaciones).

A las dos en punto el termómetro del autobús marcaba diecinueve grados, diez más que en Málaga, a pesar de que Almuñécar se encuentre a tan solo unos setenta kilómetros de distancia. Una vez fuera del autobús, mientras me disponía a coger mi equipaje del maletero, miré alrededor, intrigado, intentado reconocer alguno. Pero ni siquiera una cara conocida. Cogí la maleta y me dirigí hacia el centro de la ciudad.

Pasé por la plaza enfrente de la estación, que tenía en el centro una rotonda con grandes e hirsutas palmas tropicales que proyectaban una gran sombra sobre los coches que la rodeaban, y di una ojeada a derecha e izquierda buscando reconocer alguno en los bares que se encontraban alrededor. Pero no vi ninguno, solo alguna cara que me era vagamente familiar, había demasiada gente. Llegué hasta la Plaza del Ayuntamiento y también ahí estaba abarrotado, fuera y dentro de los locales, y pasé a saludar a Alejandro, el propietario del Mason, una brasería argentina próxima al ayuntamiento.

Charlé con él una media hora. Después sentí la necesidad de darme una ducha y, tras haber saludado a todos, me encaminé directo al hostal.

III

Había dormido alrededor de cinco horas. Sabía que no debía meterme en la cama después de la ducha, nunca tuve la costumbre de descansar por la tarde, pero lo hice igualmente; estaba cansado y el vino me había subido un poco a la cabeza.

Desde la habitación contigua llegaban suaves risas, voces de mujer, y el rumor de las tazas y botellas de la cafetería, el murmullo de clientes que conversaban en alguna lengua que, en mi estado de semivigilia, no conseguía descifrar.

Tenía pensado ir al taller de guitarra de mi amigo Antonio para darle una sorpresa. No sabía que me encontraba allí y había rogado a Alejandro que no le dijera nada, si le hubiera visto antes que yo. Pero era demasiado tarde. A esa hora ya tenía que estar en alguna parte bebiendo con José o, quizás, en casa con su mujer. Permanecí unos minutos más en la cama escuchando las voces de esos desconocidos, después cogí el teléfono y llamé a Antonio para avisarle acerca de mi llegada.

«¡ Dígame !» respondió él, pensando quién seria, no reconociendo mi número que tenía el prefijo italiano.

«¡Antonio, soy André! ¿Cómo estás?»

«¡ André! » contestó, sorprendido, casi gritando, como solía hacer cuando hablaba por teléfono. No escuchaba muy bien.

«¿Dónde estás? ¡Joder!»

«¿Adivina? ¡Estoy al lado de tu casa, en el hostal Altamar! He llegado esta tarde, quería darte una sorpresa, pero me he quedado dormido.»

« Bueno , ¿y qué haces ahí? Patricia y yo estamos yendo al Lute a cenar con algunos amigos. ¿Te vienes con nosotros? ¡Anda!»

«¿Nos vemos después mejor? Me acabo de despertar» le respondí, un tanto avergonzado. «Si quieres nos vemos más tarde, en La Ventura , si no os supone ningún problema, claro.»

«Bueno, cuando salgas me llamas y si todavía estamos por ahí nos bebemos algo juntos. ¿Está bien?»

«¡Vale! ¡Hasta luego entonces, Antonio!»

«¡Venga! ¡Hasta ahora, André!»

Casi ninguno me llamaba Andrea, pues fuera de Italia era considerado puramente un nombre femenino.

Me cambié de ropa y me fui a comer un bocadillo al bar del hostal. De vuelta a la habitación, me di una ducha caliente y busqué en la maleta algo elegante; tuve que sacar todo, pues había colocado los pantalones debajo del resto de la ropa para no arrugar los jerséis y las camisas que había planchado y doblado con mucho cuidado. Ordenando de nuevo la ropa encontré entonces lo que, al menos a primera vista, parecía una pequeña caja de madera. La observé un instante; no me pertenecía y no entendía qué hacía ese objeto entre mis cosas, así que la dejé en mi mesilla. Tenía prisa por salir. Dejé la llave de la habitación en la portería y salí del hostal con tanta prisa que me miraban como si viesen un canario escapando de su jaula.

Era muy temprano cuando terminé de cenar. Estaba seguro de que Antonio todavía estaría comiendo con la mujer y sus amigos; así que me dirigí hacia “La Ventura”, un restaurante muy famoso por sus espectáculos de flamenco, donde años atrás, tuve el honor de tocar.

A pocos metros de llegar a la entrada, en el semioscuro callejón que conducía al restaurante, flotaba en el aire el sonido poderoso de la guitarra de Ricardo de la Juana, un gitano que tocaba a menudo en aquel tablao . Lo había conocido justo en ese lugar. Era un hombre de mediana estatura, un tanto metido en carnes, la piel oscura, el cabello colocado hacia atrás con el gel, y en su modo de hablar había siempre un toque de arrogancia.

Cuando entré en el tablao había una multitud y me paré cerca de la barra para saludar a Fernando, el propietario. Ricardo estaba en el palco cantando una rumba junto a su cuñado, Ramón, que tocaba el cajón y una bailaora que no conocía.

«Hola, tío, ¿qué pasa? ¿Cómo estás, Fernando?»

«¡André, qué sorpresa! ¿Qué tal? ¡Un vino aquí pa’ el muchacho!» exclamó Fernando, y el camarero me sirvió casi al instante una copa de vino tinto, acompañado de albóndigas con salsa de tomate.

Me quedé sentado un rato cerca de la barra, observando los presentes y sorbiendo el vino. Fernando estaba muy ocupado con la clientela como para charlar conmigo; entonces me alcé y pasé entre las personas que estaban de pie delante de la barra, y me fui a la izquierda, hacia el patio. Era aún tan bonito como me lo recordaba, con sus plantas trepadoras que flanqueaban la parte alta del muro y las buganvillas rosas y moradas que descendían como racimos de uvas maduros y, al centro, una gran higuera abrazaba con una débil sombra las mesas que se encontraban alrededor de la misma. Los muros tenían, como en el edificio del hostal, azulejos y otros adornos de estilo mudéjar. Volví y me apoyé a la puerta que había entre la sala y el patio, para ver el espectáculo más de cerca.

«¡Bueno, señores! ¡Un poquito de silencio, por favor!» gritaba Ricardo, dirigiéndose al público, un poco distraído. «¡Cinco minutitos, por favor! ¡Señores, por favor!»

Había un gran alboroto y Ricardo silenciaba siempre a todos cuando se disponía a cantar algo más profundo. Mientras tanto, Ramón y la chica que estaba bailando se apartaron y Ricardo comenzó a cantar una soleá:

«Tengo el gusto tan colmao

cuando te tengo a mi vera,

que si me dieran la muerte

creo que no la sintiera... ».

La voz tronadora y ronca de Ricardo era como el canto del gallo que azota con vehemencia el silencio del alba y la fuerza con la que rasgaba su vieja guitarra de ciprés lo distinguía del toque payo [4] : lo suyo era puro toque gitano .

Saludé a Paco, un señor muy distinguido, siempre perfectamente afeitado, perfumado, con el cabello blanco peinado escrupulosamente hacia un lado; era encantador, honesto, muy cortés, en fin, un hombre de otro tiempo, como le gustaba que le llamasen. Iba con frecuencia a aquel restaurante a beber dos o tres cubatas y, como gran aficionado del flamenco que era, a menudo se animaba también a cantar. Estaba charlando con una hermosa mujer francesa y discutían precisamente acerca del cante flamenco.

Estaba a punto de entablar conversación con ellos cuando, en dirección al escenario, en la mesa de mi izquierda, vi a una chica que discutía acaloradamente. Me acordé enseguida de que había sido mi vecina. Estaba con otras amigas, también ellas de un evidente aspecto nórdico, quizás de origen sueco como ella, y me acerqué convencido de que no me habría reconocido, al menos no inmediatamente. Había cambiado bastante en los últimos años, tenía el pelo más corto y algún kilo de más.

En su mesa se podían ver un gran número de copas con hielo y botellas medio vacías. Algunas de ellas se movían lentamente, esbozando movimientos con los brazos, como si quisiesen levantarse y bailar, pero era evidente que, en aquellas condiciones, no hubieran resistido en pie durante más de veinte segundos. Me acerqué a la mesa para saludarla, pero dudé un instante, no recordaba su nombre.

«Hola, guapa, ¿te acuerdas de mí?» me dispuse, y ella y todas sus amigas se giraron para mirarme, intrigadas. «Éramos vecinos, yo vivía justo enfrente de tu apartamento. ¿Te acuerdas? Soy el que compartía casa con Vinicius, el chico brasileño… Avenida Costa del Sol, número 24, ¿lo recuerdas? Bueno, espero que sí, sino podría parecer que estoy intentando ligar contigo.» le dije, luciendo una de esas sonrisas que, a menudo, se reservan exclusivamente para las chicas guapas.

Ramón se unió y ambos nos sentamos en la mesa de mi amiga.

Cuando era todavía, por así decir, la una, solo unos pocos quedábamos en el tablao. Ricardo y otros flamencos se habían sentado en una mesa aparte. Para ellos ese era el momento del flamenco puro, aquel en el que se escuchaba el llanto de la guitarra interrumpido únicamente por el tintineo de las copas y los nudillos que golpeaban la mesa de madera al compás, con el humo de los cigarrillos que flotaba como una sutil niebla láctea y creaba una atmósfera mística típica del cante jondo.

Ramón y yo estábamos aún sentados en la mesa de mi vieja vecina, de la que todavía desconocía el nombre. Me daba mucha vergüenza preguntárselo y ni siquiera recordaba el de la amiga que se había quedado con nosotros. Esperaba a que se llamasen la una a la otra, pero nada. Había bebido mucho. Ramón se perdía en teorías sin sentido sobre la relación entre hombres y mujeres, quizás intentando hacernos entender que había llegado la hora de irse y concluir la noche en el mejor de los modos. Se me había acabado el tabaco, así que les invité a salir para buscar un distribuidor y beber la última copa en otra parte. Pero, como esperaba, nos fuimos inmediatamente hacia el apartamento de Ramón. Recuerdo que había mezclado y había perdido un poco mi habitual sentido del humor, no me sentía demasiado bien y ni siquiera a gusto.

Me desperté a las cuatro y media de la noche. Miré por debajo de las sábanas y vi mi cuerpo desnudo, y la chica que estaba conmigo también lo estaba. No vi a Ramón ni a la otra chica, mi vieja vecina. Quizás estaban en otra habitación, o quién sabe. Salí de la cama intentando no hacer ruido, me vestí y salí a buscar una máquina de tabaco. Tenía el estómago revuelto y sin embargo jamás había tenido tantas ganas de fumar.

No hacía especialmente frío, pero tenía la chaqueta abierta y el viento fresco traspasaba mi sutil camiseta de algodón, dándome algún que otro escalofrío.

Había llegado casi a la altura del hostal. Las calles del centro eran angostas y oscuras, algunas en cuesta y otras en bajada; a veces daba la sensación de estar en un laberinto por el modo en el que se intrincaban. Caminando en la oscuridad, con la única luz de la luna, llegué a una zona que no recordaba. Era bonita; los callejones eran mucho más estrechos que de costumbre y más oscuros. De repente, sentí rápidos pasos llegando hacia mí; antes de que me diese tiempo a girarme, alguien me golpeó con fuerza en la nuca, con una piedra o algo parecido. El golpe fue tan fuerte que me desmayé al momento.

Permanecí en el suelo alrededor de media hora, creo, después una señora que se había asomado al balcón me llamó, preguntándome si me encontraba bien, y me desperté.

«¡ Joven! ¡Joven! ¿Estás bien, qué ha pasado? ¡Espera que cojo un poco de hielo! » me dijo la mujer, viendo que me retorcía tocándome la cabeza.

Yacía en el suelo, postrado por el fuerte golpe. Instintivamente, la primera cosa que hice fue controlar si me habían robado. Pero la cartera estaba todavía en el bolsillo interior de la chaqueta, con todo el dinero y las tarjetas de crédito. El móvil sin embargo no, se lo habían llevado.

«¡ Joven, v en arriba que te doy hielo para ponértelo en la cabeza!» insistía la señora desde el balcón que daba a la calle.

El dolor causado por el golpe en la nuca me había ocasionado una fuerte neurastenia, por lo que no presté atención a aquella mujer y me dirigí hacia el hostal, sin decir palabra.

IV

El olor a asfalto mojado entraba por una gran ventana entornada y empañada a causa del acondicionador que emanaba aire caliente. En la oficina húmeda y escueta, el oficial de policía me estaba interrogando acerca de lo que me había sucedido la noche anterior. Sentada a mi derecha se encontraba una mujer que me observaba continuamente y golpeaba los dedos sobre el teclado del ordenador como una histérica. No me miraba como una que está viendo a un hombre guapo, en absoluto. Tenía más bien ese aire y expresión típica de las cotillas, como aquellas que van como público a los talk-show a mofarse de todos, solo por ganar audiencia.

«Con la ese no... Dilorenzo, con la zeta de Zaragoza».

«¿Así?» me preguntó el policía, mostrándome un folio sobre el que estaba escribiendo mis datos.

«Sí, así» le contesté. «Exactamente. Pero Dilorenzo todo junto. Sí» dije, inclinándome hacia él. «Mire, le estaba diciendo que a mí lo que me interesa no es recuperar el teléfono, sino que bloqueéis el dispositivo para impedir el acceso a mis datos, ya que he memorizado mi dirección y otras informaciones personales y reservadas».

«No se preocupe» me tranquilizó el oficial, «mi compañero ya se está ocupando de remitir la denuncia en su compañía telefónica. Pero dígame mejor si recuerda algún otro detalle. Haga memoria, por favor. El pueblo es pequeño, sabe usted. Podríamos dar con el agresor muy pronto».

«Le repito, recuerdo muy bien todo lo que hice, claro; pero, como ya le he dicho, bebí más de la cuenta y no tuve ni la lucidez ni el tiempo para girarme y mirarlo a la cara o para darme cuenta de lo que había pasado. Sucedió todo muy rápido, ¡no sabría ni siquiera decirle si fue un hombre o una mujer! Lo siento».

«Entiendo» dijo el policía.

«Señor» interrumpió la mujer que escribía en el ordenador, «está al teléfono el director del Hotel Bahía que quiere hablar con usted, urgentemente».

«Vale, pásemelo a esta línea. Señor Dilorenzo, ahora le tengo que dejar. Si hay novedades le contactaremos al número que nos ha dejado, ¿de acuerdo? Hasta luego» me dijo, tendiéndome la mano.

Le estreché la mano y salí de la sala.

Saliendo de la comisaría me paré a fumar en las escaleras de un portal, a cubierto de la lluvia, y permanecí allí hasta la una y cuarto pensando a lo que me había pasado. La humedad había incrementado el dolor de cabeza y me fui a uno de esos bares que se encuentran en la plaza enfrente de la estación de autobuses. Me fui a sentar en una mesa cercana a las vidrieras que daban a la calle. Miraba caer la lluvia y sentía cómo raspaba fuerte contra los cristales, como una provocación del cielo. Abrí el periódico que estaba en la mesa y comprobé que también en España se hablaba únicamente de la crisis económica, los escándalos financieros de los bancos y de la política.

Cuando paró de llover caminé hasta la Avenida de Europa con la intención de almorzar en uno de los muchos restaurantes de esa calle. Pero antes pasé a saludar a Lute, que trabajaba justo al lado del restaurante de mi amigo Ángel, la Yerbabuena, quien me invitó enseguida a sentarme en una mesa apartada para charlar un rato.

Salí del restaurante a primera hora de la tarde y me dirigí justo enfrente, al Parque el Majuelo.

Estaba prácticamente desierto. Hacía una tarde gris y lluviosa, había parado de llover hacía una media hora. Algunos polluelos se balanceaban relajados en pequeñas bañeras formadas en las ruinas fenicias que se encontraban justo en medio del parque. Más allá, un cachorro permanecía enroscado bajo una de las palmeras que acariciaban las calles adoquinadas que serpenteaban entre pequeños jardines policromados, entre los cuales se erigían palmeras provenientes de todos los continentes. Las hojas secas, caídas de grandes higueras, formaban una alfombra ocre en casi toda la zona del parque y, aunque bien entrado el invierno, el viento esparcía en el aire la melancólica fragancia del otoño. El pequeño chiringuito donde solía ir a beber el tinto de verano estaba cerrado; algunos gatitos se habían reparado bajo su pérgola, ya que de los árboles empapados de lluvia caían abundantes gotas de agua plateadas, así que caminaban despacio, mirando hacia arriba y dando algún que otro brinco para evitar las gotas. Saludé a la señora que daba clases de pintura en la primera de las nueve casetas de artesanos que rodeaban una parte del perímetro del parque, después subí las escaleras del puente ubicado encima de las ruinas y me dirigí hacia la caseta denominada “Málaga”, donde mi amigo Antonio “el Salao” fabricaba sus guitarras y otros instrumentos de cuerda y percusión.

Antonio era como un padre para mí y me quería mucho.

Me lo decía a menudo: “¡Te aprecio más de lo que crees!” No era muy viejo, pero el duro trabajo le había causado varios achaques, de los cuales un par al corazón, y demostraba algún año más de sus efectivos sesenta y cinco. Tras casarse con Patricia, una mujer inglesa, se había mudado a Reino Unido; había trabajado en una fábrica que construía piezas de aviones y se quedó treinta años. Después, cuando se jubiló, volvió a Almuñecar y empezó a trabajar como guitarrero.

«¡Muy buenas tardes!»

«André, ¡qué alegría verte!» dijo Antonio. «Joder, ¿dónde estabas?»

«¡Hola, Antonillo!» y nos abrazamos con fuerza.

Me enseñó las últimas guitarras que había construido y probé algunas de ellas, sin escatimar en elogios acerca del sonido y los acabados, y él se sintió muy halagado. Aquella tarde estaban también José, Baldomero y Maria, que escuchaban un disco de Camarón de la Isla, fumando hierba y contando anécdotas de los viejos tiempos. Mientras tanto les expliqué lo que me había sucedido. Quién sabe, quizás me habrían podido ayudar a encontrar el teléfono, dado que conocían a todo el pueblo, podían haber escuchado algo por ahí. Pero yo, no sé por qué, había relacionado aquel episodio a lo sucedido en Málaga, en el baño de la estación. Era solo una extraña sensación.