Книга El Balcón - читать онлайн бесплатно, автор Andrea Dilorenzo. Cтраница 3
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El Balcón
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El Balcón

A las dos y media de la noche todavía estaba despierto. Estaba leyendo un libro de poesías de Antonio Machado que había encontrado en la habitación donde me alojaba; luego dejé el libro en la mesilla y vi aquella caja que había aparecido en mi maleta, la noche anterior. No la había observado bien antes, pero ahora que mi mente estaba despejada de otros pensamientos, mi vista lograba analizar mejor los detalles y, por lo que había visto, deduje que era de una calidad óptima.

Cuatro centímetros de ancho, cinco de largo y tres de alto, o un poco más, de madera de palisandro envejecida y perfectamente pulida; tenía una incisión dorada en forma de cruz ansada sobre la parte superior y una pequeña piedra verde incrustada en el interior del oval de la cruz.

Recordaba muy bien la cruz ansada, “la llave de la vida”, pues de niño era un apasionado de la egiptología. Era uno de los símbolos más usados en el Antiguo Egipto para fabricar amuletos, brazaletes y una infinidad de cosas más. Lo raro es que esta caja era una sola pieza. Es decir, tenía la forma de caja pequeña, pero no había aperturas, compartimentos o cosas parecidas. Intenté en vano encontrar un modo de abrirla, pero nada, no era una caja. Renuncié, pensando que podía tratarse simplemente de un adorno más que de una caja, tal y como me pareció al principio, si bien tenía el aspecto de esta última.

Luego me dormí, fantaseando acerca de lo que podía ser ese objeto y cómo había acabado en mis manos, a pesar de que ya me había hecho una idea.

V

El acantilado en el que estaba sentado en soledad se encontraba a unos tres kilómetros de la ciudad. Había una gran luna llena, y su reflejo, que brillaba en el agua como millones de estrellas juntas, llegaba casi a los escollos, si no hubiese sido por la corriente que golpeaba con dulzura el agua cercana a las rocas, eliminando así su rastro luminoso.

Iba allí con frecuencia, cuando vivía en Almuñécar. Me gustaba estar solo, mirar la luna, el mar, fumarme algún cigarro escuchando un poco de música y sentir la brisa en la piel.

Unos metros más adelante había una chica que estaba pescando. También ella estaba sola. Intrigado, me giré para observarla y noté que tenía la cabeza inclinada hacía las rodillas, como si estuviese llorando. Saqué el paquete de cigarrillos que tenía en el bolsillo de la camisa; luego hurgué en los otros, pero me había olvidado el mechero en la habitación. Así que me acerqué a la chica para preguntarle si por casualidad tenía uno; ella alzó la cabeza, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y me pasó un mechero que sacó de una especie de caja de herramientas que tenía a su lado. Se lo devolví y me senté cerca de ella, no demasiado, mirando su equipo de pesca. Será extraño, pero no había visto nunca una chica pescar, era muy graciosa. Además de la caña de pesca tenía, a su lado, una maleta con unas iniciales grabadas en un borde y en el interior otras cajas que contenían anzuelos, cebos y otros accesorios de los cuales desconocía el nombre y uso.

«Pareces una profesional, mira cuántas cosas tienes... » le dije, acercándome a ella.

Ella no dijo nada. Permanecía sentada, con el mentón apoyado en las rodillas y las manos en la caña de pesca. Traté de romper el hielo con la primera anécdota que me vino a la cabeza.

«Sabes, he ido a pescar solo dos veces en toda mi vida; una vez con mi primo, cuando no era más que un niño; fuimos a un lago artificial y conseguí pescar una trucha, pero, no sabiendo cómo quitar el anzuelo, acabé descuartizándola; me ensucié todo, una cosa increíble. La última vez, sin embargo, fue hace unos años, justo por esta zona, con mi amigo José. Él viene con frecuencia a pescar en este tramo de acantilado, pero aquella vez fuimos a la playa. ¿Te gusta esto? A mi mucho, venía a menudo cuando vivía aquí».

«Ah, ¿vivías aquí, de verdad? ¿Dónde?» me preguntó, como si se hubiese despertado de una catarsis.

Luego apartó las manos de la caña de pescar y las colocó alrededor de las rodillas, apoyando la mejilla derecha sobre ellas, y me miró con una expresión extraña, como si siguiese ausente.

Yo también la observé durante unos instantes. Su rostro era muy dulce, no tendría más de veinticinco o veintiséis años. Llevaba unos pantalones beige y una sudadera azul con capucha; su cabello liso y de color caoba estaban recogidos debajo de una gorra y parecía tenerlo bastante largo.

«¿Sabes dónde está el castillo? Justo ahí al lado» le respondí.

«Claro que se dónde está. Paso a menudo» me dijo ella, asintiendo con la cabeza.

«Sabes, ahora que te oigo hablar, no pareces española; no eres de por aquí, ¿verdad? ¿De dónde eres?» le pregunté, curioso de su acento; no lograba adivinar de qué nacionalidad era.

«Soy siria. Pero tú también pareces extranjero, eh… » observó ella, bajando la mirada y entornando un poco los ojos, como si estuviese tratando de concentrarse para averiguar de qué país era mi acento. «Hablas bien el español, pero se nota que eres extranjero, a pesar de comportarte como un andaluz» añadió.

Luego se dio cuenta de que me avergonzaba un poco y me sacó la lengua. Me parecía que ya estaba más serena y me alegré, así podía hablarle más libremente.

Estallé en una especie de carcajada liberadora.

Tuvo la impresión de que me estaba pavoneando por el hecho de que mi acento fuese similar al de los andaluces. Me sentí un poco tonto, aunque no hubiese motivo.

«Sí, soy italiano. Me quedaré aquí solo unos días, quizás una semana. He venido para saludar a algunos amigos y pasar mi cumpleaños aquí claro, que fue ayer.»

«Ah, ¡felicidades!»

«¡Gracias! Te decía que la próxima semana iré a Tarifa y después pasaré unos días en Portugal. Quisiera ir a un sitio, pero ahora mismo no recuerdo cómo se llama. Lo sé, es absurdo, lo he visto una vez en televisión. Me acuerdo solo que es un islote, o una parcela de tierra, donde los templarios, creo, construyeron un castillo, una fortaleza o algo parecido; y se puede llegar a pie, pero solo cuando está la marea baja. Y eso… ¿tú qué me cuentas?»

Ella suspiró. Fueron unos interminables instantes de silencio.

«Que todo va mal» dijo de repente.

«Vaya... lo siento» le dije, cogiendo otro cigarro, y le tendí el paquete para ofrecerle uno.

«No, gracias. No fumo. El mechero lo tengo porque era de mi padre, estaba junto al equipo de pesca. Pero yo no fumo. Ten, cógelo».

«Te lo agradezco» le dije, cogiendo el mechero, y encendí el cigarro que ya apretaba entre los labios. «¿Tu padre ha venido contigo a España, o has viajado con amigos?»

«He llegado sola, hace tres días. Sabes, hace muchos años, mi padre compró una casa cerca de la zona del castillo; veníamos de vacaciones tres meses cada año, con toda la familia. ¿Has visto las esculturas que hay en el Parque? Las ha hecho Bachir Kondakji, mi padre» me dijo ella, llena de orgullo.

«Ah... sí, claro. Las que se ven cuando se entra desde la parte de los columpios, ¿no?»

«Sí, exacto».

«Entonces tu padre es escultor. Interesante... ».

«Sí, escultor y pintor, aunque la escultura ha tenido un papel predominante en su carrera artística».

«Es muy bueno. He escuchado hablar muy bien de esas esculturas. Me decías, ¿cómo es que has venido sola?»

Ella permaneció en silencio durante unos minutos. Se entendía que le había sucedido algo. Tuve esa sensación que se tiene cuando se hace una pregunta indiscreta. Ella suspiró profundamente, antes de volver a hablar, como si estuviese buscando la fuerza para hacerlo. Me di cuenta de que quizás no debía insistir y traté de remediarlo.

«Perdona, si no quieres hablar de ello no pasa nada».

«No, no te preocupes» me tranquilizó, y después suspiró de nuevo. La semana pasada una bomba destruyó mi casa, en Damasco. Murieron todos» respondió ella, y una lágrima surcó lentamente su rostro.

Se me encogió el corazón. Es estos casos no se sabe nunca lo que decir, se tiene siempre miedo a decir algo estúpido, predecible, en el intento de mitigar el dolor con alguna palabra de circunstancia, a menudo con el resultado contrario.

«Mi madre, mi padre, mi hermano mayor y mis dos hermanitas... Yo me he salvado de milagro porque estaba en el trabajo, en otra parte de la ciudad. Por eso he venido a España. No me queda nada más en Siria y mis familiares están todos desaparecidos. Ya no tengo a nadie allí. Aquí al menos tengo una casa».

Hubiera querido abrazarla, pero dudé. En mi mente le acaricié ligeramente el hombro. Luego ella reanudó la conversación, manteniendo la cabeza agachada y la mirada fija en un punto en el vacío.

«Tú estás ahí haciendo tu vida, trabajas, sales con los amigos, como todas las personas que viven aquí. ¿Entiendes? Todo normal. Después un día, llegan estos mercenarios de otros países – ¡porque no son sirios como dicen en las noticias extranjeras!–, y matan a todos los que se encuentran por delante. Así, solo porque eres cristiano o por otros motivos que solo Dios sabe. Luego vengo aquí y en las noticias les llaman rebeldes que combaten contra el régimen de Assad. ¡Pero qué rebeldes! ¡Qué régimen!»

Aferró su chaqueta y se la puso sobre los hombros.

Permanecimos en silencio durante algunos minutos.

«Perdona, llevamos ya un rato hablando y todavía no te he dicho cómo me llamo. Puedes llamarme André, aquí todos me llaman André. ¿Y tú?»

«Sarah» respondió ella, con una sonrisa sutil y sincera que parecía proceder de una irradiación de su alma, más que del pliegue de sus labios.

«De acuerdo. Ven, vamos a beber algo. Aquí se está levantando un poco de viento».

La fresca brisa hizo que se me pusieran los pelos de punta y me abroché la chaqueta. El viento tenía un olor particular, no traía el olor a mar. Estaba seguro de que se trataba de un mensajero con buenas noticias.

Caminamos una decena de minutos por el paseo marítimo y entramos en una pequeña bodega cercana a la playa. Ahora que había más luz, y podía mirarla mejor, noté que era muy hermosa, más de lo que me había parecido cuando la vi en el acantilado. Tenía las facciones un tanto orientales; los ojos eran redondos, pero los ángulos externos terminaban como las puntas de una hoja lanceolada. Me inspiraba mucha ternura, si bien era a su vez muy sensual. Se apartó el pelo y una espesa melena ondeó sobre sus hombros para después bajar hasta la espalda, en un gesto que nada tenía de voluptuoso, pero que perturbó profundamente mis sentidos. En aquel preciso instante vi mi futuro, en un breve fluir de imágenes borrosas que se sucedían rápidamente, una tras otra, como el paisaje visto desde la ventanilla de un tren en marcha, que no tuve ni siquiera el tiempo de enfocarlas. Después se sentó casi a mi lado y sentí su perfume, parecido al de una flor que acaba de germinar.

Pedimos una botella de Viña Ardanza, un vino malagueño muy apreciado, y patatas de maíz y queso, símiles a las tortillas en bolsa que se venden en Italia, sazonadas con una salsa picante, y seguimos hablando.

«Has viajado solo para pasar tu cumpleaños en España, mmm… ¿No tienes novia, en Italia?» me preguntó Sarah.

No sé por qué, pero esperaba que me hiciese esa pregunta, aunque no tan pronto. Quizás me equivoque, pero cuando una persona del sexo opuesto quiere saber si estás soltero o no, casi seguramente está tanteando el terreno. Pero luego reflexioné e intenté no pensar más en ello. Acababa de vivir una tragedia, de las más horribles; ¿cómo se me pudo pasar por la cabeza que pudiese estar interesada en mí y, además, sin ni siquiera conocerme? Y sin embargo, en su sonrisa, había captado la típica incomodidad que se percibe en las personas que están coladas por alguien. Se me olvidaba el hecho de que, a veces – por no decir a menudo -, consideramos las cosas y las situaciones en base a lo que somos. Seguí conversando mientras mi mente luchaba entre estas dos posibilidades.

«No, ha pasado mucho tiempo desde que estuve enamorado. ¿Y tú?» le pregunté, buscando el tono y las palabras más adecuadas para no parecer demasiado indiscreto.

«Me casé hace diez años, tenía dieciocho. Era muy joven» contestó ella.

Entonces entendí que su pregunta podía ser una excusa, quizás, para hablar de su marido. Digamos que, en un cierto sentido, si bien mi desilusión fue grande, me sentí un poco aliviado. Por lo menos podía estar relajado, sin pensar en cómo ligar y, sobre todo, sin sentirme culpable.

«Entiendo. Y tu marido, ¿se ha quedado en Siria?»

«No lo sé. Te estaba diciendo que son ya cuatro años que no hablamos y no sé dónde estará en este momento. Estamos divorciados y no hemos tenido hijos».

«¿Tienes intención de volver a Siria?»

«¡No! ¿Estás loco? ¡Tengo miedo! Todavía hay bombardeos, y además he perdido el contacto con el resto de mi familia».

«Perdona, solo preguntaba. Entonces, ¿qué harás, te quedarás aquí en España?»

«No lo sé. Ya no sé nada. Solo sé que no es justo morir así».

«Sí, tienes razón, es injusto. La guerra siempre es injusta».

«¿Qué sentido tiene entonces la vida si no hay justicia? ¿Dónde está Dios en todo esto? Perdona, no quiero molestarte con mis problemas, te acabo de conocer… ».

«No, figúrate... ningún problema» le aseguré. «Y además, sabes, lo que para algunos es justicia para otros no lo es. Como tantas otras cosas, la definición de justicia es siempre subjetiva. Pero en general, para mí la vida no tiene ningún sentido».

«¿Cómo?» me preguntó ella, que se había quedado atónita ante mi afirmación».

«Para mí no tiene ningún sentido. Aunque creo que no es la expresión más apropiada para decir lo que pienso».

«¿Cómo puedes decir que la vida no tiene ningún sentido? ¿No tienes pasiones? No sé… ¿algo que te guste hacer, alguien a quien quieras, objetivos que alcanzar?»

«Sí, claro que sí» le respondí, no sin antes haber dado rienda suelta a una débil carcajada debida al malentendido.

Sabía que me habría malinterpretado, y aun así la dejé caer. Quizás intentaba precisamente que me pidiese explicaciones al respecto, así habría podido interpretar el papel del “tío interesante”, dando algún discurso pseudo-filosófico. Dejé caer aquella frase aposta: «La vida no tiene ningún sentido». Era claramente una provocación, un cebo para entablar un discurso que, al final, no habría podido llevar a otra conclusión que no fuese exactamente esa, que “la vida no tiene ningún sentido”.

«Sí, claro que sí» le respondí de nuevo, después de haber tragado un sorbo de vino que se estaba entreteniendo plácidamente en mi boca, acariciándome ligeramente el paladar.

Todavía no había picoteado ni siquiera una patata y el ácido tánico del vino ya se había pegado al paladar. Degusté con la lengua el sabor viejo y licoroso que me había dejado el regusto del Viña Ardanza. Posé la copa sobre la mesa, todavía apretándola entre el pulgar y el índice, haciendo pequeños semicírculos en el sentido de las agujas del reloj y al contrario.

«Pero no creo que las personas que quieres o tus pasiones puedan ser el sentido de la vida» añadí, tras unos instantes de pausa.

«Quizás estas cosas puedan dar sentido a la vida, pero no ser “el sentido de la vida. Y además, ¿qué quiere decir uno cuando se refiere al sentido de la vida? ¿A su propósito?»

«Bueno, sí, ¿y a qué si no?»

«Pero antes de preguntarse qué sentido tiene la vida, deberíamos analizar qué propósitos tienen las cosas y las personas. Quiero decir: la vida es algo abstracto e inmenso, las cosas y las personas las tenemos ante nuestros ojos, forman parte de un campo más estrecho, limitado, tienen un inicio y un final, es más fácil dar un pensamiento razonable, ¿no crees?»

«Claro, pero no he entendido todavía lo que quieres decir».

«Por ejemplo: la silla sobre la que estoy sentado, o esta mesa... bueno, no es una gran mesa, ¿pero qué finalidad tiene? ¿Qué sentido tiene? ¿Qué función desempeña en la vida? ¿Me sigues?»

«Sí, sí, continúa» contestó, desconcertada.

«Bien. Para mí tiene dos finalidades principales: la primera es, digamos, un propósito, o mejor dicho, una función práctica. Llamémosla así. Puedes apoyar cosas sobre ella, puedes comer, escribir, etcétera. Pero una mesa puede tener a su vez una función estética, o ambas, claro. Me parece bastante obvia como observación. Es decir, puede ser solo un objeto de decoración. Quién sabe... si Picasso hubiese tenido la idea de construir una, lo habría hecho seguramente en estilo cubista. Ahora imagina que estás comiendo sobre una mesa parecida» dije, y no me contuve la risa.

«¡Vale, vale!» dijo Sarah, riendo, entretenida con mis gestos. «Eres simpático, ¿pero qué tiene que ver eso con el sentido de la vida?»

«Ahora llego. Te hablaba de la mesa, pero vale también para todas las demás cosas e incluso para los seres humanos. Observa cómo vivimos, nuestra vida está hecha principalmente de cosas muy simples, como los otros seres vivos. Comemos, nos reproducimos, etcétera. Esta podría ser, como para los objetos, nuestra función práctica, es decir, la parte mecánica de nuestra vida, podemos llamarlo así, aunque suena mal, lo sé. Pero igual que los objetos, también nosotros y los demás seres vivos tenemos una función que hemos llamado previamente función estética. ¿Es evidente, no? Pero lo sé, espera, ten paciencia, ahora llego. Por ejemplo, el arte, sin entrar en detalles, es uno de los frutos de nuestra función estética. Y así todo lo demás. También los animales y los insectos contribuyen a la belleza del mundo, vuelven más hermosa la existencia a nuestra vista, pero a su vez, desempeñan una función práctica para el ecosistema. Por ello, resumiendo: los objetos y los seres vivos tienen dos propósitos, dos funciones: una práctica y una estética. ¿Estás de acuerdo?»

«De acuerdo, sí» respondió ella, asintiendo con la cabeza. «Pero entonces, ¿qué sentido tiene la vida? ¿Cuál es su propósito?»

«Ninguno» contesté yo, y bebí un sorbo de vino.

«¿Pero cómo ninguno? Oh Dios, no te sigo, André... ».

«Quiero decir: si es la vida, si es la existencia la que impregna y, a su vez, contiene todos los objetos y seres vivos, ¿cómo va a tener un sentido, un propósito? Si alguien dice que la vida tiene un propósito o un sentido, bello o feo, ¿no te parece que la está reduciendo al mismo nivel de un objeto o cualquier ser vivo? Imagina que las cosas y los seres humanos que pueblan la tierra son los ríos y que la existencia es el océano; los ríos confluyen en el océano, es ahí donde todos los cursos de agua anhelan sumergirse, donde un día u otro se perderán, abandonando su nombre y todo aquello que fueron antes, convirtiéndose en océano ellos mismos; ¿pero dónde va el océano? El océano permanece ahí donde está, no se va. Esto es lo que quería decir: la vida es algo que va más allá de los sentidos, más allá de cualquier propósito, aunque fuese el más justo, el más virtuoso, el más noble. La existencia va más allá de lo que llamamos el sentido, el propósito».

A la mañana siguiente, fui a su casa a desayunar. Vivía justo al lado del Parque el Majuelo, en una casa de dos plantas, a medio camino entre los columpios y el castillo; en la entrada, había colgados, en ambas paredes, un gran número de cuadros, y sobre las escaleras de caracol, que conducían a la planta superior, habían pintado las teclas del piano y otros dibujos de claves y notas musicales. Se notaba enseguida que era la casa de un artista. En las esquinas del salón había esculturas de mármol – medios bustos, para ser exactos –, y uno de estos se parecía a Sócrates, por su espantoso rostro. En el centro había un amplio sofá blanco y una mesita de madera tallada, colocada de frente a una gran ventana que daba a la calle, desde la que se veía el castillo medieval erguirse por encima de la ciudad. La cocina, al contrario que el resto de la casa, era muy simple, y además de la puerta principal había otra que daba a un extraordinario jardín; al centro de este se perfilaba un estrecho sendero adoquinado y a sus lados algún que otro árbol cítrico, enormes plantas crasas y dos grandes higueras colocadas al final del césped; una mesa construida en madera de haya estaba colocada bajo aquellos dos inmensos árboles, y ahí nos sentamos a beber un té, charlando.

Querido Lector, en realidad, me parecía conocer a esta chica de toda una vida. Lo sé, lo sé… puede parecer una de esas frases que se dicen cuando se está colado por alguien, pero el hecho es que ya había tenido una sensación extraña cuando escuché su voz por primera vez.

Era agradable hablar con ella. Normalmente las chicas me aburrían un poco, nunca daba discursos profundos; me quedaba siempre en discursos vagos y superficiales, quizás por miedo a decepcionarme por falta de argumentos.

Aquel día Sarah no parecía triste en absoluto; al contrario, estaba simpática, sonriente, y me mostró toda la casa, las pinturas y las esculturas del padre, todas preciosas en mi opinión.

«Sabes, estaba pensado que, si no tienes otros compromisos, podrías venir conmigo a Tarifa» le propuse, mirándola a los ojos.

Y cuando pronuncié estas palabras, parecía casi como si le estuviese suplicando. Para ser conciso, intenté mantener un tono sosegado y casi indiferente, pero no conseguí esconder la expresión de aquel que no habría soportado un rechazo. O, quién sabe, tal vez es justo lo que estaba intentando transmitirle, para que entendiese que me importaba de verdad.

«Gracias, eres muy amable» respondió Sarah, «pero necesito estar sola, al menos un rato. De todas formas, conociéndome, puede ser que lo piense mejor y te alcance» me aseguró, y me sacó la lengua.

«¡Ojalá, sería fantástico!» exclamé, sin poder contener la alegría.

Rebosaba de alegría. En pocos segundos me imaginé tantas cosas…

«Ahora te dejo la dirección» le dije, y, apresuradamente, cogí una nota del bolsillo del pantalón. «Es esta. Cuando llegues a la Playa de Los Lances, pregunta por Ibi. Lo conocen todos, es un amigo mío; yo estaré en su casa durante cuatro o cinco días y, en caso de que vinieras tú también, le diré a Ibi que te prepare otra habitación. Hoy mismo le llamaré para avisarle, así no tendrás que preocuparte de buscar un hotel, ¿vale?»

«De acuerdo, espera un momento» respondió ella, y fue a coger un bolígrafo y un folio. «Este es mi número de móvil y este es mi correo, así estaremos en contacto, en cualquier caso. Espero volver a verte, de verdad, pero ahora me tengo que ir, tengo cosas urgentes que hacer».

Me apretó con dulzura el rostro entre sus manos y me besó en la mejilla. Luego me abrazó con fuerza y yo hice lo mismo. En aquel instante sentí su perfume de campos elíseos rociándome como un bálsamo en una remota y olvidada parte de mi ser más profundo.

VI

La última vez que vi a mi amigo Ibi fue en Almuñécar, cuando hice un curso de lutería en el taller de guitarras de Antonio. Era de origen turco, a pesar de que, cuando era todavía un niño, se mudó a Londres con su familia para trabajar como carpintero en el taller de su padre; luego empezó a ganarse la vida como boxeador, aunque sin mucho éxito. Cuando lo conocí me hablaba a menudo de sus muchos viajes alrededor del mundo, especialmente de uno que hizo en Tailandia, donde fue para aprender el Muay Thai, el boxeo tailandés; y fue precisamente en la isla de Phuket donde se enamoró de una joven surfista australiana. Juntos se fueron a vivir durante un tiempo a Brisbane, en Australia. Aprendió a surfear y, más adelante, se mudó a España, a Tarifa, para estar cerca de la familia, que por aquella época tenía algunos problemas.

Hacía unos meses que había comprado un bungaló y una pequeña tienda de tablas de surf. Vivía como un sultán, entre bellas mujeres y las olas andaluzas que besaban aquel tramo de paraíso enfrente de su casa.