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Las Páginas Perdidas
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Las Páginas Perdidas

Titulo original de la obra: Le pagine perdute

Ugo Nasi

Primera edición

2016

SERIE ORO

Serie Thriller

Kairós Edizioni

Segunda Edición Publicado por Tektime

www.traduzionelibri.it

UGO NASI

LAS PÁGINAS PERDIDAS

Traducción y notas: María Acosta Díaz

Thriller

Dedicado a mi padre.

Si miras por mucho tiempo el abismo, el abismo también te mirará a ti.

Nietzsche

Índice general

  Introducción

  I

  II

  III

  IV

  V

  VI

  VII

  VIII

  IX

  X

  XI

  XII

  XIII

  XIV

  XV

  XVI

  XVII

  XVIII

  XIX

  XX

  XXI

  XXII

  XXIII

  XXIV

  XXV

  XXVI

  XXVII

  XXVIII

  Notas del autor

  Agradecimientos

  Notes

Introducción

de Guido D’Agostino

¡Una maravilla! Las páginas perdidas conducen al lector a través de una zarabanda, un ir de aquí para allá, en el tiempo y en el espacio. Donde se entretejen el presente y el Medioevo, el pasado más cercano con el más lejano; la dulce campiña de la Toscana con Francia, Italia y Alemania. Sobre todo, se entremezclan, con ritmo frenético, situaciones y géneros literarios, actos de valentía, de resistencia extenuante con gestos de crueldad; y todo esto en medio de un torbellino que se desarrolla en torno al eterno deseo de la inmortalidad, o por lo menos de una vida que puede durar un milenio, cuyas “instrucciones de uso” están incluidas en el Manuscrito Voynich (de donde han sido sacados los folios que dan la clave para acceder a la fantástica, pero también peligrosa y demoníaca posibilidad de prolongar en el tiempo la existencia humana).

No debió resultar fácil para el autor seguir el hilo de su “galopante fantasía”, conjugar en un todo misterio, esoterismo, demonios y santos, vida de aquí y del Más Allá, afectos humanos, muy humanos, con ambiciones desleales, que traicionan la confianza, contactos con lo demoníaco y la experiencia del conocimiento de los más sofisticados artilugios de la tecnología informática. En definitiva, hacer convivir a Viola con Calandra, nazis y partisanos, anticuarios apasionados hasta el extremo y abogados y/o jueces empeñados en su difícil trabajo, iglesias y conventos con sus patios del Renacimiento. Una especie de juego, se podría decir, pero que se desarrolla continuamente al borde del abismo, ayudado por una escritura que, definir como incisiva y convincente es quedarse corto; seguramente, no representa con plenitud la habilidad del autor, audaz y valiente al inventar, haciendo plausible aquello que parece absurdo, imposible.

¿Qué puedo decir? Intentaré sugerir a los lectores que se dejen llevar, si es posible que lean el libro de principio a fin sin interrupciones, porque quizás de esta manera podrán conseguir entrar en la dimensión espacio temporal hasta el límite, de quedar sin aliento. A quien, al contrario, se sienta tan confuso como para desear un retorno seguro para sí mismo, le aconsejaría que leyese con atención las páginas del apéndice, en las que, de manera loable, el escritor explica muchas cosas, indica donde ha introducido la fantasía y donde, al contrario, se ha atenido a la Historia, a los documentos, a la impugnable existencia de un misterio, contenido en un manuscrito real, sobre el cual se han estrujado las meninges generaciones de estudiosos, intelectuales, historiadores, arqueólogos, curiosos y simples apasionados del tema.

En verdad debería haberlo dicho desde el principio: me dedico a la Historia y soy verdaderamente un excelente lector, pero no puedo definirme como un crítico, o mejor dicho, un experto en narrativa. De todas maneras, no creo que me haya equivocado o esté lejos de la verdad al juzgar esta obra como extraordinariamente apasionante y original. Por otra parte, son muchos los motivos por los que se relaciona con la memoria y con la Historia, abundantemente presentes en el libro, como por otra parte demuestran el mismo personaje central, De Fugger (no hace falta decirlo, antepasado de los célebres banqueros alemanes, promotores no desinteresados del emperador Carlos V) o también las muchas referencias a Federico II de Suabia, también emperador, pero en el siglo XIII y, como buen alemán, enamoradísimo de Italia.

Aquí hay, en definitiva, para todos los gustos, a condición de que el lector se deje atrapar y disfrute hasta el final, con todas sus particularidades, la extraordinaria aventura. De un buen libro se dice que es valioso por su ingenio o por lo atractivo de su trama, por la ambientación o el diseño de los personajes, por la calidad de su escritura y su capacidad de evocación al crear discrepancias o dictámenes favorables en quien lee. Las páginas perdidas son un reto bien estructurado y una apuesta, a fin de cuentas, ganada; y es por esto que me abstendré de desmenuzar la trama, justo por esto me abstengo de decir “como va a acabar la historia” Corresponde al lector hacer el recorrido de acercamiento y de empatía, si es verdad, como creo que es, que la obra, una vez escrita, no pertenece ya a su autor, sino a quien leyéndola, o admirándola, la hace suya, asumiéndola con el corazón y la mente.

I

Roma, lunes 20 de octubre de 2015

La ambulancia de la Cruz Roja italiana se dirigía con la sirena sonando por el Lungotevere Della Vittoria1, con el pavimento brillante debido a la lluvia de otoño que caía copiosamente, al puesto de Emergencias del Hospital Policlínico Gemelli de Roma.

A bordo del vehículo, además de la enfermera voluntaria, estaba el joven Edoardo Valenti, M.I.R2. de cardiología, que había puesto en marcha el respirador artificial y aplicado la mascarilla de oxígeno al hombre que estaba tumbado en la camilla.

“Tranquilo” dijo Valenti mientras intentaba mantener, a duras penas, un tono de seguridad.

“Unos minutos más y habremos llegado a Urgencias”

El hombre, de edad indefinida, seguramente rondaba los 70, abrió los ojos, movió un par de veces los párpados, casi con la intención de asegurar al médico que todo saldría bien.

“¡No nos movemos, mierda! Es la hora punta, necesitaríamos un helicóptero” imprecó el conductor mientras el limpiaparabrisas hacía todo lo posible por mantener libre de la lluvia intensa el parabrisas delantero del vehículo. “Entonces coge por Balduina, allí, a la derecha” respondió Valenti.

“No aguanto estos imbéciles de pendolari3 tendrían que haberse parado, y me da igual que vayamos en sentido contrario”.

Esquivando los coches que, al venir en contra sentido, se habían apartado a los lados mientras invadían parte del arcén, la ambulancia se metió con decisión por el paso libre y, después de haber recorrido todo Valle Aurelia, entró finalmente por Pinetta Sacchetti y después de 500 metros llegó a la entrada elevada del Gemelli.

“Míreme, mantenga los ojos abiertos. ¿Cómo se encuentra?” preguntó Valenti dirigiéndose al hombre.

Este abrió la mano, como si quisiera confirmar que todo iba bien, aunque a causa de la mascarilla no podía responderle.

Después de un pequeño salto sobre la rampa metálica de entrada de Urgencias, la ambulancia finalmente se paró delante de las puertas de cristal azules que se abrían y se cerraban por medio de una célula de infrarrojos instalada sobre el dintel.

La situación era surrealista. La luz azul intermitente de la ambulancia contribuía a convertir el color de las puertas, y todo el conjunto, en un azul tétrico, como si estuviera delante de la entrada de un salón de baile de mala fama de la periferia.

Mientras tanto, la lluvia se había intensificado y, ahora ya de noche, las gruesas e insistentes gotas caían de manera ralentizada, y eran iluminadas por las farolas bañadas por el agua, evocando una nevada como hacía tiempo no se recordaba en Roma.

La camilla fue extraída enseguida de la ambulancia. Les estaba esperando Sandro Mohr, un médico especializado en cardiología, que había sido avisado por el equipo de la ambulancia.

“Hola, Edoardo” dijo Mohr, saludando rápidamente a Valenti. Enseguida, volviéndose hacia el hombre de la camilla. “Señor, ¿puede oírme?”

El hombre asintió con la cabeza.

“Dígame si le duele aquí”.

Mohr tocó con cuidado la parte izquierda del pecho del hombre que intentó sonreír y giró la palma de la mano derecha como si quisiese dar a entender que sí, que le dolía un poco… pero no mucho.

Mohr le puso sobre el tórax los electrodos del desfibrilador y del capnógrafo4, cogidos en la sala de reanimación.

La frecuencia cardiaca indicaba una sospechosa arritmia, también que la saturación periférica del oxígeno estaba en niveles peligrosos. El monitor del electrocardiógrafo revelaba la actividad eléctrica del corazón mientras se imprimía sobre papel milimetrado una frecuencia cardiaca anormal.

“No hay tiempo que perder” dijo Mohr volviéndose hacia Valenti y la enfermera de Urgencias.

“Enfermera, advierta al director que debemos intervenir enseguida. Temo que la válvula aórtica se encuentre comprometida. Debemos preparar inmediatamente el quirófano para una intervención a corazón abierto”.

La enfermera asintió y, sin decir nada, se dirigió rápidamente hacia la sala de ingreso del quirófano. Después, Mohr, dándose cuenta de que el paciente lo miraba, aparentemente consciente, se volvió hacia él y, disimulando el pleno control de la situación, le dijo:

“Ahora le quitaré durante un momento la mascarilla de oxígeno. Si se ve con fuerzas me gustaría saber su nombre y los de sus parientes o amigos”

Dándose cuenta que una petición de este tipo podía interpretarse de manera errónea, el médico se apresuró a tranquilizarlo mientras le explicaba:

“Esté tranquilo, es sólo para no preocuparles”

Y mientras hablaba, quitó delicadamente la goma azul que mantenía la mascarilla sobre la cara del hombre. Ahora la cara del paciente se hizo más definida, de la misma manera que, de una fotografía opaca hubieran emergido finalmente las particularidades y el contorno de la cosa fotografiada.

El hombre poseía unos ojos verdes muy brillantes, grandes y límpidos para su edad, sin la acuosidad que por lo general se ve en la mirada de las personas ancianas. Sonriendo al cardiólogo, con una voz un poco ronca, respondió:

“Me llamo Johannes De Fugger, y desde hace mucho tiempo no tengo ni parientes ni amigos”.

No tuvo tiempo de acabar la frase que fue interrumpida por una tos violenta, convulsiones y espasmos incontrolables. Después, de golpe, cerró los ojos, quedando aparentemente sin sentido.

El corredor de ingreso al quirófano era demasiado angosto, con mucha dificultad habrían podido transitar por él dos camillas a la vez. Afortunadamente durante el trayecto hacia el interior no se encontraron ninguna en sentido opuesto.

El paciente, que había ya entrado en coma, fue tendido sobre la mesa de operaciones donde estaban ya el director del hospital Osvaldo Massera, el anestesista y Mohr, además de la ayudante de sala que procuró liberar rápidamente al paciente de la bata verde con la cual lo habían preparado para la operación.

A simple vista, la parte desnuda no tenía ningún aparato cardiaco que se hubiera instalado debido a eventuales malformaciones o a patologías precedentes. Massera, después que la responsable de la sala hubiera desinfectado con tintura de yodo el pecho del hombre, pidió el bisturí. Era necesario actuar lo antes posible, intentando operar a corazón abierto la posible oclusión de la válvula aórtica, oclusión que había provocado el infarto. Mohr procedió con cautela y pericia al abrir la caja torácica de manera que dejase al descubierto el corazón para la intervención.

Terminada la operación preliminar Massera se ayudó con unas tijeras Potts Smith para proceder a la introducción del stent5 de apoyo para la válvula mitral.

Se quedó de piedra, y junto con él todo el equipo médico cuando, bajo la luz de los reflectores de la mesa de operaciones, en el tórax del paciente, aproximadamente a doce milímetros del corazón, apareció un objeto que no podía estar ahí, en aquel lugar y en aquel tiempo.

II

Tribunal de Roma, martes 21 de octubre de 2015- Sala de lo Penal 121

“Por lo tanto no existe el más mínimo indicio y mucho menos pruebas circunstanciales que demuestren la participación de mi defendido en los hechos por los cuales ha sido imputado. Por otra parte, señor Presidente del Tribunal, por lo que respecta a las interceptaciones ambientales que, como he ya subrayado, las considero ilegítimas, ya que no aparece en ningún momento el nombre del doctor Reggiani.

La defensa pide, en consecuencia, que este Ilustrísimo Tribunal reconozca la inocencia absoluta de mi asistido con respecto a las acusaciones que han lanzado contra él y, por consiguiente, la liberación ya que no ha cometido delito alguno”.

En la sala 121 del Tribunal de Roma, llena de abogados, asistentes, ayudantes y, obviamente, de una nutrida legión de periodistas, incluso extranjeros, se hizo por un momento un silencio sepulcral.

“Obviamente, como petición secundaria, se pide la absolución del doctor Reggiani porque el hecho del que se le acusa no constituye delito”.

Prosiguió el abogado Stanich con su arenga defensiva.

“¿Réplica?” preguntó el juez de la Sección Tercera de lo Penal del Tribunal, dirigiéndose al Ministerio Público.

“Sí, señor Presidente” responde la joven representante de la acusación pública, alzándose de su silla y ajustándose sobre los hombros la toga guarnecida con alamares de plata. “Una pequeña réplica. Recuerdo a la defensa del señor Sauro Reggiani que, al contrario de lo que ha sostenido, el imputado ha sido mencionado varias veces por el administrador delegado de la Sociedad Farmaglast, así como por las interceptaciones telefónicas hechas por la Guardia di Finanza6 de Nápoles”

“Que es inútil subrayar” continuó el Ministerio Público7. “en qué medida pensamos que sea un referente de la Nueva Camorra Organizada aquí en Roma. Y es, otrosí, inútil puntualizar que el señor Reggiani ha sido señalado por ambos entes como el administrador principal para la distracción de 12 millones de euros, para ser exactos, de los fondos de la Unión Europea destinados a las empresas farmacéuticas de Nápoles para el tratamiento de los residuos sanitarios, en cambio, a consecuencia de la deliberación de la Región Campania, han sido movidos íntegramente a las cuentas de Farmaglast que, a continuación, como se ha demostrado, ha distribuido, en su mayor parte, los fármacos caducados”

La representante del M.P. apoyó firmemente las manos sobre la escribanía detrás de la cual se encontraba, casi para poder comunicar mejor al juez sus conclusiones.

“Por los motivos expuestos la Acusación Pública pide que este Tribunal reconozca la plena responsabilidad del señor Sauro Reggiani por todos los delitos por los que ha sido imputado, con el agravante específico del daño producido de notable entidad que juzgo predominante a los atenuantes genéricos y, por esto, sea condenado el susodicho a la pena mínima de 12 años y a la prohibición perpetua para cualquier cargo público. Es todo, gracias”.

El juez miró con aire interrogativo – desde detrás de las gafas de lectura que estaban apoyadas precariamente sobre la punta de su nariz –al abogado Stanich que defendía a Reggiani.

El defensor movió la cabeza confirmando de manera inequívoca que no procedía otra réplica.

“Bien, entonces, nos veremos el 2 de diciembre para la lectura de la sentencia. La audiencia ha finalizado. Gracias” concluyó el juez.

Se oyó un murmullo proveniente del grupo de periodistas que, terminada la sesión, intentaban ganar rápidamente la salida para alcanzar al abogado Stanich. Estaban en juego las esperadas entrevistas a la defensa de uno de los hombres más conocidos y temidos del mundo de las finanzas en Italia. Un hombre que podía contar no sólo con la amistad, por lo general interesada, de una gran parte de los parlamentarios y senadores sino también, se murmuraba, de un subsecretario del Ministerio de Sanidad. El proceso era sólo una parte de un juicio penal más grande, ligado a una corrupción ampliamente difundida y rechazada desde el mismo Ministerio Público, no sólo contra Sauro Reggiani sino también contra otros 12 ejecutivos de la multinacional Farmaglast y 15 asesores provinciales y regionales de Campania. Las investigaciones, comenzadas dos años antes en Nápoles, y denominadas operación San Genaro8, parafraseando una vieja película cómica, habían ya asistido a la condena en primer grado de 15 años de reclusión del administrador delegado de la Farmaglast, John Beer, ahora prófugo de la justicia en Dubai, de Salvador Incardona (ya en la cárcel) y de otros dos ejecutivos de la Farmaglast, condenados respectivamente a 6 años y medio y a nueve años.

Todo esto se debía a la gran capacidad investigadora de la joven fiscal Viola Borroni que, en representación del Ministerio Público, había coordinado con brillantez las investigaciones con el núcleo napolitano de la Guardia di Finanza y con la Policía di Stato9 y había conseguido mandar a juicio a todos los imputados.

Fue ella quien sostuvo la acusación en todas las conclusiones finales y en las fases del proceso hasta el momento en que, sobre el banco de los acusados, se había sentado nada más y nada menos que Sauro Reggiani, un peso pesado de las Finanzas.

Viola Borroni, 28 años, un metro setenta, físico esbelto, pelo oscuro casi negro, ojos de un extraño color esmeralda, poseía una apariencia muy agradable.

El propietario del bar Cappuccio y Brioches, situado en la calle donde la mujer residía, la llamaba “la actriz”, lo que suscitaba en ella un poco de embarazo.

Sin embargo poseía un carácter muy determinado. De esto sabían algo los imputados de la “Operación San Genaro” que se habían visto enviados a juicio por el GUP, Giudice per l’Udienza Preliminare10, gracias a una labor de investigación desarrollada con diligencia y celo por la incansable fiscal Borroni.

Si la aplicación del derecho procesal penal, de parte de la joven fiscal, era inatacable por el ejército de abogados, cuyas arengas defensivas y excepciones de procedimiento de diverso género se habían hecho pedazos en las conclusiones finales con el Ministerio Público, había que decir que Viola tenía una concepción personal de la Justicia que no siempre coincidía con los artículos y comentarios del Código Penal.

No era un misterio que –todavía estudiante de bachillerato –Viola hubiese participado en las manifestaciones contra el G8 en Génova, aunque en los grupos de estudiantes que no habían actuado violentamente contra la propiedad o la Policía. Todavía, siendo universitaria de la facultad de Derecho Santa Ana de Pisa, a pesar de ser una estudiante excelente, había sido apresada en más de una ocasión por la participación en manifestaciones estudiantiles, siempre en primera línea.

Viola estaba orgullosa de sus ideas sobre la justicia social de la que jamás había renegado, aunque ahora, en cierto sentido, se encontraba en la otra parte de la barricada.

Seguida por las cámaras de televisión la muchacha avanzó rápidamente por el pasillo y, renunciando a usar el ascensor, se fue hacia las escaleras para llegar hasta su oficina en el primer piso. Sergio Ansani, el Procuratore Capo11, estaba esperándola jubiloso, junto a la secretaria de la sección.

“Felicitaciones, un óptimo alegato. Estoy convencido que nuestras peticiones de condena serán aprobadas por el juez de la Tercera”

Viola esbozó una fugaz sonrisa, sabía que era demasiado pronto para cantar victoria.

Era necesario el sello final de una sentencia de condena.

“Ahora no podrás negarme esos cinco días de asueto que te pedí en septiembre”

“Te has merecido un poco de reposo, pero sabes bien que en este momento la Procura12 está falta de personal, los dos auditores judiciales que me había prometido el Ministerio deben todavía cumplir un período de prueba de diez días en la Procura de Milán” replicó Ansani.

Viola, decidida a jugar duro, propuso con sequedad:

“Concédeme entonces cuatro días”

“Tres” respondió el superior.

“Dado que te encuentro muy bien dispuesto, me gustaría también un aumento de sueldo”

Ansani la miró de refilón, mientras elevaba la ceja izquierda.

“Pásalo bien, Viola. Vete, antes de que me lo piense”

III

Villa Mondragone, 12 de septiembre de 1912, por la tarde

El padre Giuseppe Strickland, prior del Colegio jesuita de Villa Mondragone de Frascati, junto con el padre Agostino, responsable de la biblioteca del convento, rehizo por enésima vez el inventario de los treinta libros.

Fue el Legado Pontificio, el cardenal Willem Van Rossum en persona, que pertenecía también a la congregación de los jesuitas, el que autorizó el traslado de la colección de volúmenes del Colegio Romano y de la Biblioteca General de los jesuitas, en Villa Mondragone, para salvarlos de las expropiaciones del nuevo Reino de Italia.

Ahora, sin embargo, el prior tenía la ingrata obligación de preparar treinta de estos preciosísimos tomos y darlos, al día siguiente, al señor Wilfrid Voynich, un tratante de libros raros, de origen polaco naturalizado inglés, que había llegado desde Nueva York y que los compraría por una considerable suma de dinero.

¡Sólo Dios sabe con cuanto sufrimiento, justo él, el decano representante del Colegio, había escogido los libros para el anticuario!

Era plenamente consciente de que los tomos, que había pertenecido durante siglos a la Iglesia de Roma, viajarían por derroteros desconocidos, dispersándose por los lugares más remotos del mundo, para satisfacción de millonarios que los encerrarían en sus cajas de seguridad o para aumentar la vanidad de museos e institutos universitarios extranjeros.

En el mejor de los casos permitirían consultarlos de manera privada, en sus casas, para suscitar así la envidia de los coleccionistas rivales.

¿Era justo que estos libros y manuscritos, representaciones de la cultura cristiana, de la historia, del arte miniado, piezas raras, sino únicas, de la tradición cultural y religiosa de la Iglesia, fuesen sustraídas al patrimonio de la Humanidad para convertirse en propiedad exclusiva de unas pocas personas afortunadas?

Sin embargo, todo esto era necesario para el sostenimiento de aquella Iglesia que estaba a punto de separarse para siempre de aquellos libros que eran una parte integrante de ella misma. Como una madre que se veía obligada a ver como algunos de sus hijos partían para siempre hacia tierras desconocidas.

Por otra parte la “Legge delle Guarentigie”13, aprobada por el parlamento Italiano el 13 de mayo de 1871 con la toma de Roma, hablaba claro.

Después de la Breccia di Porta Pia14, los Papas que se habían sucedido en el solio pontificio, hasta Pío X, se habían retirado al Vaticano, y el rey de Italia había anexionado Roma y todos los territorios que habían pertenecido a los Estados Pontificios.

También sobre las basílicas, conventos y abadías se cernía el mismo peligro, lo mismo que sobre los bienes inmuebles y muebles de la Iglesia que, no tardando, serían requeridos o confiscados por el Reino de Italia. Obviamente estas leyes habían traído consigo la abolición de los diezmos y de todo aquello que era necesario para el sostenimiento del clero y de los bienes que formaban parte todavía de la Santa Sede.