Ocurrió de esta manera incluso en Villa Mondragone, cuyo singular nombre se debía al hecho de que en ella había residido el Papa Gregorio XIII, cuyo emblema heráldico era un dragón.
Un edificio que sólo en el año 1865 se había convertido en un convento jesuita para los hijos de las clases sociales más altas. Los orígenes de Villa Mondragone se remontan muchísimos años atrás, en concreto al siglo XVI, cuando el cardenal Marco Sittico Altemps había ordenado su construcción. Pero, la villa podía decirse famosa por un célebre hecho histórico. En el año 1574 allí se había establecido el cardenal Ugo Boncompagni que, convertido en el Papa Gregorio XIII, había residido de forma regular en la villa.
Y fue justo allí, en el año 1582, que fue promulgada la bula papal Inter Gravissimas con la cual se reformaba el viejo calendario, instituyendo, en su lugar el calendario Gregoriano, que tomaba el nombre del Papa Gregorio.
Después –observaba con nostalgia el padre Giuseppe Strickland– la Villa había vivido momentos gloriosos, acogiendo en su interior otros papas, como Paolo V, Clemente VIII y Urbano III.
Ahora, desafortunadamente, la estructura necesitaba con urgencia una restauración después de los graves daños provocados por el terremoto de 1910. Hacía falta dinero, muchísimo dinero.
El traficante de libros raros, el tal Wilfrid Voynich, había hecho examinar anticipadamente por un representante suyo en Italia, el señor Giorgio Parisi, treinta de estos libros y, a continuación, propuesto una oferta de diez mil quinientas liras a la fundación de la Villa.
Con aquel dinero –pensaba el padre Giuseppe –Villa Mondragone retornaría a su antiguo esplendor, y el comedor destinado a los hijos internos de las clases más ricas, podría garantizar, al mismo tiempo, una pequeña ayuda para el convento de los padres capuchinos de Orvieto que ofrecía socorro a los pobres y a los desheredados de la zona, donde ejercía de prior el hermano Dolcino Serpiti, un querido compañero de seminario desde hacía ya mucho tiempo, que había hecho los votos junto con él, tantos años atrás.
La Fortuna había querido que el señor Parisi, antes de ser un empleado del marchante polaco, fuese un devoto de la congregación de los jesuitas y –algo que no resultaba perjudicial – un fiel cristiano que se había confesado a menudo con el Padre Giuseppe en la capilla de Villa Mondragone.
Este pequeño hecho afortunado, en verdad una señal de la Divina Providencia, pensó el Padre Giuseppe, lo ayudaría con su plan.
De los treinta libros objeto de la compra venta, veintinueve serían entregados íntegramente. Pero el trigésimo, aquel manuscrito medieval con un texto incomprensible, enigmático, y sin nombre, no. Esa noche, él mismo lo desencuadernaría y lo volvería a recoser con muchísimo cuidado. Por otra parte, no habría ningún problema dada su experiencia como jefe encuadernador en la Biblioteca Pontificia del Vaticano.
Del manuscrito extraería las únicas catorce páginas escritas en latín vulgar. Aquellas, y sólo aquellas, las más preciosas y peligrosas, no podían caer en manos de nadie.
Y mucho menos en las del primer millonario que hubiese adquirido el libro en una de aquellas subastas tan teatrales que estaban de moda en las principales capitales europeas y también en ultramar. Aquellas páginas podían representar la palabra de Dios, pero también un instrumento del Diablo. Todo dependía en que manos fuesen a caer.
Mejor no arriesgarse y eliminar de raíz un peligro latente.
Desde el principio el padre Giuseppe había advertido a Giorgio Parisi que el manuscrito se vendería –a primera vista sin cortar15– formado por 102 folios, que conformaban un total de 204 páginas escritas e ilustradas, aunque en origen el número de folios del manuscrito eran 116. Pero aquellas catorce páginas que explicaban como interpretar y leer correctamente las otras 204, no podían, de ninguna manera, atravesar los muros de Villa Mondragone.
Giorgio Parisi no había puesto ninguna objeción ya que el manuscrito sería encuadernado con un nuevo formato de 102 folios. Además, era el Padre Giuseppe, su confesor, quien se lo pedía, es más se lo imponía. Y si un jesuita, como el venerable prior del convento, le pedía cerrar los ojos ante este hecho ¿quién era él para rechazar la petición proveniente de un representante de la Iglesia tan influyente?
Así que al señor Voynich le habían dicho que el manuscrito estaba compuesto por 204 páginas y no por 232.
El marchante había tratado la compra del manuscrito sobre estas indicaciones. Por lo tanto, Parisi no había cometido pecado alguno. Y aunque lo hubiese cometido, se lo había requerido el prior del convento. Por lo tanto tenía buenas razones –no era necesario preguntarse el porqué –que le imponían atender la petición del padre Giuseppe. Además de la extrema y eterna discreción, él había jurado solemnemente, delante del jesuita, que no diría jamás una palabra sobre los folios extraídos.
Parisi juró por su vida que se llevaría el secreto a la tumba.
Esa noche, el prior, tranquilizado por el juramento de su parroquiano, se armó de bisturí, aguja e intestino de cerdo16 del siglo XII, proveniente del Codex Arboris miniado que sus hermanos jesuitas habían restaurado hacía poco. Se cerró con llave en su celda para rezar y pedir perdón a Dios por aquello que iba a hacer.
Cuando se sentó en el escritorio, le vino un último y fugaz cargo de conciencia. ¿Cómo podía creer que tenía el derecho de modificar el diseño divino a voluntad, decidiendo el destino y el futuro del Mundo?
Si aquellas páginas cayesen en manos malvadas, la Humanidad conocería peligros inimaginables. El reverendo no quería asumir una responsabilidad de esta magnitud.
Se calmó al pensar que en el transcurso de los siglos que estaban por venir algún otro, probablemente más valiente, o tal vez más inspirado por la Divina Providencia, decidiría si estaba bien o mal divulgar el significado del manuscrito, que por el momento quedaría custodiado allí, en aquel convento.
Él no quería asumir esta responsabilidad. Como humilde siervo de Dios tenía la misión de proteger a la Humanidad, en la medida de sus posibilidades, contra los peligros del Maligno.
Alentado por estos pensamientos comenzó a trabajar con mucho cuidado en el volumen, escrito sobre pergamino de cabrito. Cortó con completa seguridad los hilos que unían los 116 folios y extrajo del volumen las 14 páginas que guardó temporalmente en el cajón del escritorio, que enseguida cerró con llave.
A su debido tiempo –pensó el decano– escogería un escondite más seguro.
Procuró encuadernar de nuevo el manuscrito, poniendo cuidado en mantener el orden original de las páginas, que se componía de una sección de 66 folios, dedicada a la botánica, de una segunda sección, desde el folio 67 al 73, dedicada a la astrología, de una tercera sección, del folio 75 al 86, dedicada a las figuras femeninas, de una cuarta sección, del folio 87 al 102, dedicada a la farmacología, y de una última sección, la quinta, la más enigmática, donde se encontraba solo una parte del texto del manuscrito, totalmente incomprensible y misterioso, al margen del cual habían sido situadas algunas estrellitas.
El libro, tal como se presentaba en este momento, sería para siempre un enigma irresoluble.
A la mañana siguiente, muy temprano, se presentó en el convento Wilfrid Voynich, acompañado por su abogado italiano Giorgio Parisi.
El padre Anselmo, el vicario del reverendo padre Giuseppe, los hizo esperar en la estancia de audiencias de la biblioteca, compuesta por doce salas, de las cuales al menos seis tenían una superficie aproximada de 100 metros cuadrados con un ancho total de 991 metros cuadrados.
“Una biblioteca inmensa” explicó el párroco a los dos visitantes.
“Las paredes de las habitaciones” añadió “alcanzan una altura de 6 metros, todas están amuebladas con estanterías del siglo XVI y contienen más de 25.000 tomos entre antiguos y recientes”.
Después de una espera de aproximadamente veinte minutos, que Voynich y Parisi pasaron examinando aquel inmenso museo de la sabiduría, fueron recibidos por el padre Giuseppe en su oficina.
“Amados hijos, me debéis excusar por la espera, pero exigen de mi, que soy un pobre y viejo pecador, incumbencias de tipo administrativo y fiscal en las cuales no soy un experto. Y sin embargo, esta fatigosa comisión, por el bien de Villa Mondragone, me ha sido encargada en calidad de humilde representante de este convento” explicó el prior mientras se levantaba de la silla de detrás del escritorio y se dirigía hacia los dos compradores.
Voynich –esbelto, elegante, con el rostro delgado, bigotes y pelo entrecano, aproximadamente de unos cincuenta años –saludó con una reverencia, después, demostrando conocer medianamente la lengua italiana, dijo:
“Eminencia, no podemos sino estarle agradecidos por su hospitalidad y el hecho de haber decidido, imaginamos el precio psicológico, separarse de unos volúmenes tan valiosos y bellos. Puedo asegurarle que los libros no acabarán en malas manos. He ordenado a mis abogados, residentes en la ciudad en donde tendrán lugar las subastas, de insertar en los contratos de compra una cláusula especial que permita, en cualquier momento, a los representantes pontificios acreditados en aquellos lugares, que puedan acceder a los volúmenes para así verificar su estado cuando estén en manos de los nuevos propietarios, hasta la extrema ratio, bajo pena de una penalización económica en su contra, que sería depositada en el Ministerio de Cultura de los países donde se encuentran los libros, en el caso de que fuese descuidada la conservación de los mismos”.
Se estaba en los albores del derecho privado internacional que ya permitía esta arriesgada aplicación de las leyes. El padre Giuseppe dejó escapar un profundo suspiro y abrazó a Voynich, declarando que esta noticia no podía sino alegrarlo.
El Prior invitó a los dos hombres a seguirlo hasta la biblioteca central, la sala principal, destinada a la custodia de los tomos.
El primer libro puesto bajo los cuidados de Voynich fue el Codex Ebneranius, un manuscrito del siglo XII escrito en lengua griega y que contenía la Epistula ad Carpianum y las tablas de Eusebio. El volumen suscitó enseguida el interés del anticuario polaco que, mirando a través de sus gafas de oro, se paró un buen rato mientras admiraba las 426 páginas fabricadas en pergamino que lo componían, pero también su encuadernación en plata incrustada con marfil.
Al huésped le mostraron después una copia del Commentario letterale, istorico e morale sopra la Regola di San Cutberto, un tomo del año 1530 que había pertenecido a Ana Bolena donde, en la primera página, había algunas notas escritas a mano por la reina inglesa.
A continuación se pasó al Sant’Agostino Esténse, uno de los manuscritos más bellos y raros de la miniatura Esténse, dedicado a Ercole I d’Este, segundo duque de Ferrara, en el año 1482. El tomo estaba en perfectas condiciones de conservación, compuesto de 384 páginas en pergamino y encuadernado con cuero auténtico repujado.
La admiración y el entusiasmo de Voynich y de Parisi aumentaron cuando acariciaron con la punta de los dedos los tres volúmenes encuadernados en piel, con folios de pergamino del Graal Rochefoucauld, el primer manuscrito medieval en lengua francesa, donde se contaba extensamente la leyenda del rey Arturo, de los Caballeros de la Tabla Redonda, de Lancelot y del Santo Grial.
La obra, realizada ente el 1315 y el 1323 por Guy, VII barón de Rochefoucald, contenía 107 ilustraciones que representaban torneos de destreza, torneos entre escuadras de caballeros, batallas, aventuras caballerescas y pruebas de coraje y valor. Veintinueve de los treinta libros fueron valorados, admirados e inspeccionados por el comprador polaco.
Se llegó al examen del trigésimo libro, aquel que no poseía un título, un nombre.
La atención de Voynich se hizo más intensa, finalmente se encontraba ante el manuscrito que le había obligado a iniciar aquel largo viaje desde Nueva York.
El libro era de modestas dimensiones, no más de 15 centímetros de ancho, aproximadamente 22 de largo y unos 4 de grueso.
Fue el mismo polaco el que, provisto de una lupa, tuvo el honor de abrir las primeras páginas, utilizando guantes de gamuza para no manchar con sus huellas el tejido animal de las hojas.
La sorpresa y la admiración, mezcladas con la curiosidad que aquella misteriosa obra suscitaba, fueron inmensas. El mismo Parisi, que había tenido la oportunidad en el pasado de darle una ojeada al manuscrito, no pudo frenar un gesto de estupor.
El texto del manuscrito semejaba, después de un primer examen, indescifrable. La lengua que se había utilizado parecía desconocida e incomprensible.
Realmente representaba un enigma de lo más inextricable, dado que nada de lo que se encontraba en sus páginas parecía pertenecer a una categoría científica conocida. Extraños símbolos de naturaleza mística o alquímica se unían a representaciones de mujeres, algunas indudablemente embarazadas, inmersas en extrañas bañeras. En particular, había siete figuras femeninas con una sonrisa diabólica que nadaban, o se lavaban, en una especie de piscina de forma octogonal. Pero la fantasía del autor desconocido no conocía límites. Entre las páginas había también ilustraciones de animales jamás vistos por el hombre, símbolos astrológicos, vegetales, flores y hojas desconocidas, redondas o aguzadas, preferentemente de color verde, marrón y amarillo.
En la primera sección, de las cinco que componían el libro, había plantas –a veces de aspecto carnoso– de las cuales descendían filamentos que culminaban con una cabeza humana.
En la segunda estaban representadas las estrellas y los símbolos astrológicos. En particular los signos zodiacales de Piscis, Escorpión, Aries y Sagitario.
También estaba una constelación que, en la época en que presumiblemente se había realizado el Códice ilustrado, fijada en torno al siglo XV, era imposible que fuese aún conocida: la del Cisne. Un misterio dentro del misterio. La ilustración de extrañas hélices que, partiendo del centro, crecían hacía el exterior mientras difundían rayos de luz, incluso esto no tenía una explicación lógica.
Otras estrellas y planetas, en apariencia conocidos, como la Luna y el Sol, se representaban con rostros humanos.
La tercera sección era quizás la más misteriosa, incluso se podría decir la más inquietante; en ella había figuras femeninas, algunas de ellas unidas a través de un longuísimo cordón umbilical que en los dibujos parecía un miembro del cuerpo humano con vida propia.
Como si aquellas mujeres fuesen en realidad una única criatura, dotada de “terminales” con semblante humano. Muchas de ellas, totalmente desnudas, estaban en un evidente estado de gravidez.
Otras vestían túnicas hasta los tobillos, de color turquesa. Pero su mirada transmitía una particular angustia.
Voynich, invadido por una extraña turbación, tuvo la sensación de haber ya visto aquellas figuras, en lo más profundo de su mente cuando, años atrás, en las Antillas Holandesas, enfermo de malaria, había sido víctima de una pavorosa alucinación. El padre Strickland, que estaba a su lado, intuyó de alguna manera aquellos sombríos pensamientos.
Aquellas mujeres poseían algo siniestro, maligno. Parecían la expresión de una pesadilla de la cual se quiere despertar lo antes posible. Y luego la bañera octogonal, donde algunos de estos seres enigmáticos estaban inmersos en un líquido denso y de un azul desvaído y sucio.
“Reverendo” comenzó a decir Voynich. “¿Me equivoco o el símbolo del octógono, en la época medieval, tenía un significado alegórico?”
“Así es, hijo mío. El octógono nos trae a la mente el número ocho, antiguamente concebido como el símbolo de la Resurrección. Los Padres de la Iglesia insistían sobre el hecho de que Cristo hubiese resucitado el octavo día de la semana”
“Ya que el sábado era el séptimo día de la semana judía, el día siguiente era el octavo. Y el octavo día sería entonces el día de la Resurrección”.
Esta era la explicación oficial que el padre Strickland se había sentido en el deber de suministrar al polaco. A decir verdad aquella forma geométrica de la bañera, representada en el manuscrito, no tenía nada de mística. Al contrario. Si él hubiese querido explicar su parecer con sinceridad, le habría respondido que una representación de ese tipo, en este contexto enigmático, hacía referencia más bien a símbolos paganos, o incluso diabólicos. Había otros dibujos, de color azul, verde o amarillo, que tenían en su interior otras bañeras, unidas entre sí por un extraño sistema de tuberías.
Incluso estas tenían la forma de un miembro humano o de una probóscide.
Una página mucho más grande que las otras, plegada en seis partes, dividía la tercera sección de la cuarta. En ella había dibujos de nueve objetos circulares, similares a medallas o monedas, que contenían plantas, estrellas y los enigmáticos tubos que aparecían también en la tercera parte. En la cuarta, por el contrario, aquella dedicada a la alquimia, se habían dibujado alambiques y matraces, junto a otros instrumentos de naturaleza desconocida pero, presumiblemente, aptos para un uso científico. En esta parte del manuscrito se encontraban también esbozos de pequeñas plantas y flores cuya procedencia permanecía en la oscuridad.
La quinta y última parte estaba compuesta tan solo por texto escrito, con caracteres absolutamente desconocidos. Lo más inquietante era el hecho de que la escritura se hubiera hecho de corrido, sin el menor titubeo o tentativa. Perfectamente alineada, sin ningún desequilibrio a la vista, desde la parte superior a la inferior de la página.
Como si quien la hubiese escrito hubiese tenido las ideas muy claras, tanto como para cuidar meticulosamente la caligrafía, el orden de las frases y de los caracteres, e incluso su diseño.
La única concesión estética en esta parte del manuscrito estaba en la representación de pequeñas estrellas amarillas o azules ubicadas a la izquierda de las líneas del texto.
Voynich, mientras lo inspeccionaba, descubrió algo muy extraño. Un minúsculo triángulo de pergamino, diferente a la primera página del manuscrito, estaba todavía unido a él a través del hilo de costura del libro. Como si se tratase de un fragmento de una página inexistente en el volumen.
“Padre, venid a ver”
El prior se acercó a él. “Mirad. ¿No os parece que este pequeño triángulo sea el fragmento de un folio preexistente?”
Un silencio embarazoso cayó en la habitación. Parisi estaba inmóvil con la mirada fija en el prior.
“Creo que tenéis razón, hijo mío” admitió Strickland. “Como podéis notar, ese pequeño fragmento es de un color distinto al de las otras páginas. Mirad con atención”.
En efecto, bajo la lupa se podía ver con claridad que aquel fragmento era de un pergamino distinto del utilizado para los 102 folios del manuscrito. Voynich reexaminó aquella circunstancia, después miró de manera interrogativa al fraile.
“Tiene una explicación muy sencilla, señor Voynich, efectivamente hace algunos años el manuscrito tenía otra primera página. Si me permite un juego de palabras, diría: la primera página de la primera página escrita”.
“De poca importancia, imagino”.
“De cualquier forma, la presencia sobre el folio de algunos parásitos muy peligrosos para el estado del volumen, aconsejó a la excelente alma de nuestro venerable padre Matteo –que el Señor lo tenga en su gloria –de ordenar desencuadernar el libro para no provocar un probable contagio al resto de las páginas”.
Voynich no dijo nada, se limitó a lanzar una mirada penetrante e indagatoria hacia Parisi que parecía que se había convertido en una estatua de cera.
Después, sin siquiera avisar, se levantó de repente de la silla donde estaba sentado y fue hacia el religioso.
“Bien, reverendo Padre, podemos ya firmar el contrato de venta de los treinta volúmenes”.
Dos copias del contrato preliminar de venta habían sido ya redactadas por el abogado italiano.
Después de la firma, el anticuario polaco dio al prior de Villa Mondragone, en presencia de Parisi y del padre Agostino, una señal como adelanto de cinco mil doscientas cincuenta liras, con una garantía bancaria extendida por el Monte dei Paschi de Siena, que garantizaba una suma igual cuando fuese firmado el contrato definitivo. En este momento, el polaco se convertía, a todos los efectos, en propietario de los treinta volúmenes que habían pertenecido a la Iglesia, de los cuales uno, el más raro y hermoso, permanecía desconocido y sin nombre. Pero esto, al anticuario polaco le daba lo mismo; estaba convencido de haber hecho un negocio muy lucrativo sin que se hubiese dado cuenta el colegio de los jesuitas de Villa Mondragone, en especial aquel ignorante e incapaz padre Giuseppe.
Este último, aunque con el corazón hecho pedazos por haberse separado de unos volúmenes de gran valor, no sólo histórico, y con un sentimiento de culpa por aquello que había hecho, pidiendo permiso al Padre Eterno, escondía dentro de él una sutil satisfacción por no haber entregado a Wilfrid Voynich, sin que él lo supiese, las catorce páginas secretas.
En Derecho, para que una transacción legal pueda decirse que es buena, debe suceder que el efecto que se derive de ella deje descontentas a ambas partes.
Nunca una transacción comercial fue más igualitaria que aquella realizada entre el anticuario y el Prior jesuita. Cada uno creyó haber sido más astuto y perspicaz que el otro.
IV
Monteverdi Marittimo, miércoles 22 de octubre de 2015
Viola había metido en una bolsa de deportes unos pantalones vaqueros, dos camisetas y su maletín de maquillaje. Después de llenar el depósito de su 500 Sport había salido a primera hora de la tarde en aquel su primer día de vacaciones, con tranquilidad, hacia Monteverdi Marittimo, un antiguo y pequeño pueblo medieval de la marisma toscana, en donde tenía una casa de su propiedad.
Durante el viaje había sintonizado el canal de una conocida cadena radiofónica nacional, de FM, con el objetivo de distraerse un poco mientras escuchaba canciones del último hit-parade.
De este modo había conseguido liberarse de las preocupaciones concernientes a las investigaciones de la “Operación San Genaro” que la habían absorbido y dejado completamente exhausta.
Liberada de estos pensamientos había comenzado a evocar antiguos hechos relacionados con ella y su familia; no eran, a decir verdad, recuerdos muy edificantes, sobre todo los más recientes.
Viola había sido una de las licenciadas más jóvenes en Derecho de la Universidad de Santa Anna de Pisa, una de las más severas y prestigiosas universidades italianas.
Se había licenciado con 23 años con una tesina sobre Derecho Penal del Trabajo, obteniendo la máxima puntuación. Después había conseguido el doctorado en Criminología y Antropología Criminal, quemando todas las etapas que una joven letrada con muchas esperanzas, aunque con un futuro incierto, debe afrontar en la dura lucha por hacerse sitio en el mundo del Derecho.
Había desenvuelto con provecho la práctica forense en el estudio legal de su padre, y había superado con brillantez las pruebas de acceso para poder ejercer. Después, debido a su irreductible anticonformismo, había decidido no continuar con la carrera forense, algo que por el contrario deseaba su padre, y se había inscrito a las oposiciones de Magistratura17.
Incluso en esto había obtenido en todos los exámenes orales y escritos la máxima puntuación y el nombramiento como auditor judiciario; el primer paso para convertirse en fiscal. Terminadas las prácticas judiciales en la sección laboral del Tribunal de Perugia, de manera muy meritoria, había recibido el encargo de actuar temporalmente como Fiscal Sustituto de la República en el Tribunal de Roma.
¡Habían sido unos meses gloriosos, llenos de expectativas y proyectos (fundados) para su futuro! Después, llegó la ruina.
La participación del padre, Cosimo Borroni, y de sus dos socios Lorenzo Putignani y Jean Baptiste Oleaux, titulares de uno de los más famosos estudios legales de Roma, en un intrincado negocio de recepción y ocultación de obras de arte provenientes del Museo de Tarquinia.