Consecuente con mis deseos y tendencias de ánimo trataba siempre de satisfacer mis gustos y necesidades, pero cuidándome de no ofender, estropear o abusar de otros inocentes.
Una vez, no sé por qué, mariconerías de uno, me decía en broma Sebastián, un negro gordo y bonachón del albergue, me dio la taranta de hacerme de una cotorra. En parte le achaco esta fiebre al hecho de que cuando niño tuve una, bueno era de mi abuela, a la cual por un descuido Alfredo, el huérfano, aplastó con el balancín del sillón, la hizo mierda, y aquello me conmovió mucho y me prometí cuando fuera grande tener mi propia cotorra.
Conseguir una cotorra no es fácil, aparte de que su captura y venta están prohibidas. Preguntando y preguntando me dijeron que en la Isla de la Juventud todavía se encontraban con facilidad, por lo que preparé viaje, saqué unos pesitos del banco y una mañana de junio me vi navegando hacia allá.
Logré hospedarme en el motel “Las Codornices” en las afueras de Nueva Gerona. La pasé de maravillas, no por gusto la Isla es Municipio Especial, me quedaba boquiabierto cuando al visitar las cafeterías observaba las tablillas de las ofertas totalmente repletas, muy diferente de lo que se veía en la Habana y ni que decir de otros pueblos de la Isla grande, los precios eran además ridículos. Me di gusto comiendo bistec de caguama, camarones, enchilado de jaibas, jamón vikin y mil cosas más. Preguntando por aquí y por allá establecí contacto con un carbonero que me prometió conseguirme una cotorrita antes del 24 de junio, dicen que después de ese día, el de San Juan, los pichones que no han logrado abandonar el nido cogen gusanos y se mueren.
El viejo no me quiso cobrar nada, pero sí aceptó un par de botellas de ron que le regalé.
Cuando vi a la cotorra de mis desvelos pensé que me estaban engañando. Era un bicharraco feo, sin plumas, apenas unos cañones que asomaban sobre el pellejo colorado, una cabeza grande con un pico descomunal, pero lo más sorprendente eran los ojos, negros, enormes y saltones. Tenía un apetito voraz y emitía unos chillidos ridículos y estridentes.
Transportar a aquel bicho hasta la Habana era realmente difícil y riesgoso debido al severo chequeo que en la Terminal Marítima y en el aeropuerto existía siempre y que para esta fecha de saca de las cotorras se reforzaba. Dos días me pasé cavilando cómo proceder hasta que se me alumbró el bombillo. Fui hasta una de las tiendas de la Calle 39 y compré un radio VEF –206, lo desarmé y en el espacio donde se colocan las baterías puse al pajarraco, cabía a la perfección, pero chillaba como una poseída. Alguien me recomendó empastillarla, así que le soné un par de Benadrilinas y medio Diazepán una hora antes del vuelo. Logré pasar el chequeo sin problemas, iba muy orondo con mi radio en la mano. Por desgracia había comenzado a llover y el vuelo se retrasaba. A la media hora Friki, como había decidido nombrarla, por lo de las pastillas, empezó a emitir ligeros chillidos y me vi precisado, preso de tremendo nerviosismo a separarme del resto de los pasajeros y comenzar a trastear los botones del aparato como si lo estuviera sintonizando. Si me sorprendían con la cotorra la multa no me la quitaba ni el pipisigallo, para mi suerte logré que se callara hasta que abordamos el AN-24.
Apenas despegamos desatornillé la tapa del receptáculo y la saqué para que tomara aire. En ese mismo momento avisó el comandante de la nave que debido al mal tiempo existente en la Habana era necesario volver a aterrizar en el aeropuerto de Nueva Gerona. Nerviosísimo, cagándome de miedo, en el sentido más literal de la palabra, volví a meterla apresurado en su escondite, para este instante ya chillaba como una loca y casi todos los pasajeros debían suponer de qué se trataba. Casi a punto de aterrizar, el avión volvió a tomar altura y enrumbó definitivamente hacia su destino. Bajo el riesgo de que se asfixiara, pero sin atreverme a seguir pasando sofocaciones, recé porque resistiera el viaje y no la saqué más, sino hasta cuando viajaba en una ruta 31 de Boyeros hacia la Víbora.
La tuve conmigo más de un año, era mansita y aprendió pronto numerosas palabras, buenas y malas, luego en un viaje que hice a Camagüey se la llevé al Príncipe, que todavía la conserva. En ese último viaje andaba cuando murió mi abuela, como no pudieron localizarme me vine a enterar casi un mes después. De la vieja lo único que siempre guardé y guardo fueron buenos recuerdos, peleaba y regañaba como todas las abuelas, pero conmigo se portó siempre de maravillas. Ella fue la cómplice preferida de mis chiquilladas, raras veces me castigó y cuando me daba alguna nalgada yo sabía que estas le dolían más a ella que a mí.
A mediados de los ochenta se suspendieron las patentes a los merolicos, se suspendió también el Mercado Agropecuario y muchas gentes comentaban que se iba a implantar otra vez la Ley contra la Vagancia. Entrabamos en lo que se llamó Proceso de Rectificación de errores y tendencias negativas. Se hicieron famosas las operaciones policiales contra los acaparadores e intermediarios, de esa fecha fueron los casos de Pitirre en el alambre y otros de gran connotación pública.
Supuse y supuse bien que todo aquello no era sino otra fiebre más y decidí permanecer tranquilito. Muchos de mis socios se pusieron enseguida a conseguir una pega cualquiera que les protegiera las espaldas. Yo no, lo que hice fue disminuir mis operaciones y en consecuencia mis gastos también porque en realidad nadie sabía cuánto iba a durar aquella situación.
Como trapichar en la calle se volvía cada vez más peligroso y menos beneficioso ideé un negocito fácil y que llamaba poco la atención. Compré un motorcito eléctrico, lo monté en una tabla mediana y le puse una piedra de amolar. La práctica y habilidad como amolador la adquirí después de joder unos cuantos cuchillos y tijeras de mis vecinos de albergue, a los que por supuesto no les cobré el servicio. Cuando me sentí capaz y seguro lo eché todo en un bolso viejo y salí a la calle, por lógica, debido a las prohibiciones no me anunciaba, pero iba tocando puerta a puerta anunciando mis servicios. Por regla general en todas las casas hay siempre unas tijeras, machete o cuchillo que amolar, así que aunque el promedio de los que aceptaran mi oferta fuera de cuatro a uno, cuando llevaba visitadas sesenta o setenta casas lograda una buena clientela. Por los machetes cobraba tres pesos, dos por las tijeras y uno por los cuchillos. Tuve días de hacer hasta cincuenta pesos, era un negocio totalmente rentable, pues consumía la electricidad de los propios clientes y el trabajo lo realizaba dentro de las viviendas, lejos de las miradas de curiosos y chivatos. De esta manera sencilla pude hacer crecer de nuevo mi cuenta. Así me mantuve casi dos años y no me aburría porque daba buenos dividendos y además porque trabajaba cuando me parecía. Yo no sé cómo hay tanta gente, la mayoría, que soportan el castigo del trabajo diario, con un horario estricto y unos sueldos ridículos, aguantando los caprichos de jefes venáticos y sobre todo teniéndose que fajar a diario con las guaguas.
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