Lo menos que yo hice fue cocinar, parrillaba langostas, camarones y bistecs de res y cochino. Pollo se vendía bastante, lo mismo crudo que frito. Otra cosa que compraban mucho, yo diría que lo que más compraban era ron Havana Club, me imagino que para después revenderlo en la Yuma y también cocos, panes galletas. Aquello era una locura, ni por las noches teníamos descanso. Yo pude salir si acaso unas seis veces a la casa a dormir un rato, entonces era cuando aprovechaba y escondidos dentro de unas piñas, que calaba previamente por debajo, sacaba mis fajitos de dólares y pesos. En ese tiempo un dólar se vendía en bolsa negra a cuatro o cinco pesos.
Yo me pasé la mayor parte de ese tiempo, casi dos meses, prácticamente anestesiado, me metía una botella y pico de ron al día y no era tanto por el gusto de tomar por tomar, sino para aliviar el cansancio. Allí perfeccioné un poco mi inglés, porque aunque casi todos los clientes eran cubanos yo aprovechaba para sacar guara con ellos y les preguntaba el nombre de las cosas que compraban, y cómo se dice esto y cómo se dice lo otro. Aquello era un paraíso marítimo, nunca podré olvidar aquel tiempo. Los que si dicen que tuvieron que mamársela como el chivo eran los escorias que se iban. Los tenían concentrados en unas áreas grandes alambradas y dicen que las piñaceras que allí se formaban eran del carajo pa’lante. Por una caja de cigarros se llegó a pagar allí hasta cien pesos. Yo conozco gente, de los vecinos del lugar, que se hicieron prácticamente ricos en un par de meses revendiendo cosas.
Cuando se acabó todo me metí casi una semana durmiendo, me levantaba nada más que a comer y a mear. Estaba prieto que parecía un carbón.
De inmediato con los fondos ingresados me dediqué a poner cuqui el apartamento, arreglé y pinté las puertas, paredes y ventanas, compré manteles, cortinas, una nueva tasa sanitaria y un lavamanos, también una cocinita de gas, un aire acondicionado y un televisor Caribe new paquet.
Me quedaba una buena porción de dinero todavía y aspiraba en breve a comprarme una moto Riga, que no sería gran cosa, pero gastaban poca gasolina y servían para moverte a cualquier lugar. Eso era lo que pensaba, pero no sé porque a mí, y me imagino que a todo el mundo le pase igual, siempre que tengo un proyecto casi cuadrado en la mente se me va al piso. Cuando yo digo que el Destino es lo más grande del mundo.
Había ido una tarde a ver una película cubana que estrenaban en el cercano cine “Payret” y cuando salgo de allí, venía con la vista gacha encendiendo un cigarro y miro para el frente del Capitolio veo una gente conocida. El corazón me dio un brinco, no podía ser. Agucé la mirada y aun así me parecía que estaba soñando. Mis pies, creo que sin que el cerebro se lo ordenase ya me estaban acercando a ella. No me había visto y cuando le hablé, bajito por la duda de estar equivocado, la voz me salió gruesa y era por el nerviosismo
_ ¡¿Bety?!
Se volvió poniéndose al mismo tiempo las manos en la cabeza.
_Pero Rey, si tú me has caído del cielo, mi Patico_ y al momento comenzó a llorar emocionada.
Sí, era mi Bety, la rubita alocada de aquellas noches camagüeyanas.
_Pero muchacha, ¿qué tú haces aquí? Yo te hacía en Rusia ¡Cálmate! Ven, vamos a conversar.
Sentados en la escalinata del Capitolio me pasó todo el casete. Cuando abordó el barco para Odesa debía haber caído con la menstruación desde una semana antes, pero no le dio mucha importancia al asunto pensando que el nerviosismo por el viaje era el culpable del atraso. Le ayudó a corroborar la idea de que no estaba embarazada, el hecho de que fue una de las que menos vomitó a causa de los mareos en el viaje, que dice que entre hembras y varones hizo estragos debido al mal tiempo que los acompañó.
Llegaron a Odesa después de veintiún días de navegación y nada de regla, llegaron a Tula la ciudad donde iban a estudiar y nada, pasó otro mes y empezó a preocuparse seriamente, pero no fue al médico. Me contó que allá los servicios de salud eran un desastre, olvídate de lo que publican en Spútnik, me dijo que aquello había que verlo para creerlo. En definitiva cuando fue y le corroboraron que tenía casi tres meses y que no se lo podían sacar decidió continuar fingiendo, pues sabía que estaba prohibido estrictamente a las estudiantes salir embarazadas. Se le ocurrió ponerse una faja y como estaban a fines de otoño y en el invierno los largos y gruesos abrigos que debían usar le escondieron la barriga pudo seguir ocultando el hecho hasta que ya en febrero, con siete meses, la bomba explotó. Se enteró el representante de los alumnos, después el jefe de la oficina, luego otro funcionario de la embajada, hasta que decidieron enviarla de regreso a Cuba.
La madre, que había sido informada de todo, le prohibió viajar en aquel estado a Camagüey para evitar el qué dirán de los vecinos y la pena, y le ordenó quedarse en la capital en casa de una tía hasta que pariera y después ver qué solución se le daba a todo. Ahora el bebé tenía un año y tres meses de nacido. Mi bebé, así me lo hizo saber, juró y perjuró que desde que Ricardo la dejó por la profesora en marzo del año anterior sólo había tenido relaciones sexuales conmigo. Además el cálculo que hicimos de los nueve meses de embarazo y la edad del niño coincidía totalmente. Se parece a ti, deja que lo veas, me dijo riendo emocionada.
Realmente la noticia lejos de asustarme me alegró, quería poner en orden mi vida y ahora recibir así de sopetón, a mí que extrañamente llevaba una vida sexual demasiado pacífica, a un hijo ya nacido y una esposa joven y bonita me pareció en verdad un regalo de Dios. Ahí mismo se lo hice saber, que lo asumía todo, que se considerara casada informalmente hasta que lo hiciéramos ante un notario. Me dio mucha lástima cuando me contó la cantidad de veces que había soñado con este encuentro, para más desgracia había perdido mi dirección y no imaginaba siquiera como podría localizarme. Un poco apenaba me comentó que al niño le había puesto mi nombre. Me atreví y la besé levemente, pero ella, parece que por la emoción y tanta desesperación acumulada respondió con una succión prolongada que casi me deja sin aliento.
No salía de su asombro, decía que nuestro reencuentro era milagroso, pues aquella era la primera vez que hacía el viaje al centro de la Habana después del parto y no imaginaba ya tener la más remota posibilidad de hallarme.
La llevé de inmediato a conocer su futura casa y le encantó. No cesaba de alabarme por mi suerte y yo le prometí formalmente que mi suerte era la suya. Hicimos el amor apasionadamente, solo que reprimiendo los deseos de gritar, pues aún no había oscurecido y muchos vecinos rondaban por el pasillo del solar. Esa misma noche en un taxi fuimos hasta Boyeros, donde estaba viviendo y regresamos con el niño y todas sus pertenencias.
Pronto el chiquillo, que como era un Rey pequeño le decía Príncipe, se acostumbró a mí y comenzó a llenarme de emociones, caricias y tibias meadas diurnas y nocturnas. Más trabajo pasó Bety para acostumbrarse al solar, le molestaba la música alta casi a todas horas, los frecuentes toques de tambor, el ruido del dominó, el orine de los perros en el pasillo. En fin que lo que había comenzado como un nido de paz y armonía poco a poco se fue convirtiendo en un caos. Se enemistó con varios vecinos que conmigo se llevaban mamey y me vi obligado a hacer de árbitro en unas cuantas discusiones. No sé si por eso le cogieron ojeriza y empezó a sentirse mal, mareos, dolores de cabeza, nerviosismo y todo se lo achacaba a la brujería.
_Eso es un polvo que recogí, Rey, no seas bobo muchacho, si yo nunca me había sentido nada de esto.
Le entró entonces la locura de permutar y empezamos a oír proposiciones. Quería irse para Alamar, pero a mí aquello no me gustaba, le propuse buscar algo en Boyeros, cerca de su pariente y me respondió que ni loca. Decidimos hasta tanto apareciera algo que colmara nuestros gustos en común dar un viaje desestresante a Camagüey, a pasar unos días entre los suyos y aproveché la ocasión para montar por primera vez en avión, un YAK-40 que en cuarenta minutos nos llevó a la tierra de los tinajones. Miles de añoranzas recorrieron al trote mi mente mientras veía desde el aire los contornos de la vieja ciudad ¿Dónde estarían a estas horas Ricardo, el Plomo, Fide y todos los demás? ¿Estaría aún en la Universidad Layanta Palipana,el que me compró la guitarra? Me prometí que si me quedaba tiempo pasaría por allá.
Sin embargo a los tres o cuatro días de estar allí me entró un culillo por regresar a la Habana que no se me quitaba ni atrás ni alante. Bety, que se recuperaba visiblemente de sus malestares no quiso volver tan pronto de ninguna manera, por lo que agarré mi vieja mochila y salí para la terminal de ómnibus.
Las cosas buenas y malas se van turnando en la vida de las personas igual que la luz y la oscuridad, la salud y la enfermedad. Siempre andan unas disputándole el puesto a las otras, así le pasó a mi bonanza. El culillo que tenía era una premonición, algo que me alertaba. Cuando llegué al comienzo de la cuadra donde vivía me percaté de que algo andaba mal, todavía algunos curiosos, de los tantos transeúntes que a diario circulan por allí, se detenían frente a la puerta de acceso a la escalera del solar.
No me dejaron llegar, enseguida dos o tres vecinos se acercaron a mí para contarme y consolarme. Nadie sabía aun cómo ocurrió todo, sólo estaban claros de que la fuerza del fuego fue descomunal, además de mi cuarto se quemaron otros dos, la vieja Hortensia sufrió lesiones muy serias. A mí con la noticia me entró una flojera en las piernas que me hizo caer de nalgas en la acera, mi mirada quedó fija en un punto indefinido del espacio mientras en la mente trataba de hacer un cálculo del valor de las pérdidas. Allí no quedó nada, me habían dicho, ni subas. Por lo pronto pensaba en el frío, el televisor y el aire acondicionado, pero también en la cocina, la ropa, el radiecito de Mariana y más que todo en unos siete mil pesos que dejé guardados en el escaparate, y más aún en la propia casa ¿Dónde iba a vivir ahora, cómo recibiría Bety aquella noticia? ¿Sería esto también parte del polvazo que le habían echado, según ella? Brujería, casualidad o el Destino, lo cierto era que quedaba nuevamente con una mano adelante y la otra atrás.
Logré, después de mucho insistir, que me dejaran subir para inspeccionar los daños. La realidad superaba todo lo que había imaginado: las puertas estaban convertidas en cenizas, las paredes interiores y todo el maderaje de la barbacoa hechas mierda, las losas del piso se habían cuarteado según pude ver entre los carbones, el techo perdió el estuco y en varias partes afloraban las cabillas desnudas y renegridas. De los muebles no pude discernir rastro alguno entre tanta carbonización. Cuando vine a darme cuenta me dolían los labios de tan fuerte que mis dientes los oprimían, al tiempo que dos gruesos lagrimones me rodaban por la cara. Ruina total, desamparo, desgracia, desgracia, repetía para mí, de pronto me sentí halado por un brazo. Era Margarita la vecina más vieja del solar, la matrona, a la que todos acudíamos en busca de consejo o de consuelo, cuyo cuarto milagrosamente había quedado intacto. Me llevó hasta allá y me hizo tomar una taza de tilo, cuando me notó un poco más calmado me ofreció entonces un vaso de ron bien lleno.
_ ¡Bébetelo, cojones! y alégrense de no haber estado ustedes esa noche ahí. La vida es lo que vale, dale, bébetelo y pídeles a los santos para que te den aché. Hoy por la mañana estuvieron aquí las gentes de la Reforma Urbana, están averiguando en qué albergue los pueden meter, y no te preocupes, ¡eh!, que en la calle no se van a quedar.
Mi vida, que sin aquel siniestro se hubiera enrumbado totalmente distinto, tuvo un vuelco. Me sentí de pronto desdichado, víctima de un castigo inmerecido, pues no consideraba tan graves mis pecados y maldades para recibir tamaño ensañamiento ¿Cómo iba a afrontar ahora la crianza de mi hijo? ¿Cómo recuperar todo lo perdido? Después del segundo vaso de ron las defensas de mi organismo se desactivaron y me entró un sueño incontrolable. Margarita vio mis largos bostezos y me hizo subir a su barbacoa para que descansara un rato. Dormí más de diez horas de un tirón.
Los trámites con los funcionarios de Vivienda fueron largos y las explicaciones que me daban me dejaron horrorizado. Existían cientos de casos de albergados en el municipio, unos por derrumbes, otros por incendios, otros de casos sociales formados por núcleos familiares numerosos. Con buena suerte, me dijeron, en seis o siete años podrían darme una nueva vivienda. Me recomendaron mucha paciencia, les di un listado con la relación de los bienes perdidos y prometieron poco a poco irnos entregando algunas cosas.
Le escribí a Bety contándole en detalle todo lo sucedido y le prometí que en cuanto estuviera instalado en el albergue los iría a buscar. Realmente pude ir por ellos tres meses después.
Nos ubicaron en el local de una desvencijada posada que habían convertido en Casa de Tránsito en el municipio Cerro, pues todas las capacidades de la Habana Vieja estaban ocupadas. Era una habitación sencilla, de apenas diez metros cuadrados, sin baño, ni cocina propios, con la ventana pidiendo a gritos una reparación y las paredes clamando por un poco de pintura que borrara las obscenidades escritas en ellas: Aqui Mayito le partió el bollo a Mayda,12-5-71.Con Norma una noche echamo cinco palo.Luis y Norma.30-3-70…
Si en el solar, que comparado con aquello era un palacio, Bety se sentía mal, en el albergue se puso a punto de la locura. El Príncipe no tenía donde jugar, los pasillos nadie los limpiaba y las moscas y la mierda de perro hacían olas, cosa que una Capricornio como ella, tan asidua del orden y la limpieza no podía soportar.
Habíamos logrado reunir unos viejos trastos a los que llamábamos muebles: una camita tres cuarto con el bastidor agónico y una colchonetica llena de chichones que era un delirio, una cunita de medio palo, pero sin colchón, por lo que el Príncipe dormía encima de una frazada doblada; una silla coja, una mesita con las tablas atacadas por el comején. Dos ollas de aluminio abolladas y un cubo, junto a tres cucharas, un cuchillo y dos tenedores formaban nuestro ajuar culinario.
Cuando mi rubita se vio haciendo colas para cocinar en el único fogón colectivo existente o esperando largo rato para poderse dar una ducha en un baño que metía miedo por la suciedad y cantidad de ranas y cucarachas que allí pululaban y más aún cuando se enteró que había familias que llevaban casi diez años en aquella situación me dijo
_Decide, Rey ¿te quedas aquí solo o te vas conmigo y el niño para Camagüey?
Ella decía Camagüey, pero en realidad sus padres vivían en Minas, a un cojonal de kilómetros de la capital de la provincia. Aquello no era lo mío y tozudo como siempre fui, aunque con tremendo dolor, le dije que me quedaba, que permanecer allí era la única posibilidad que teníamos de algún día volver a tener nuestra casita, que yo iba a hacer todo lo posible por ayudarla. Le pedí que no me abandonara, que se fuera un tiempo para la casa de su tía en Boyeros, pero estaba choqueada, no entró en razones. Tres días duró el tirijala hasta que no me quedó más remedio que acompañarlos a tomar el tren. Ella se mordía los labios y las lágrimas iban bordeando la comisura de su boca hasta resbalar por la barbilla y caer sobre la blusa. El Príncipe me llamaba a gritos. Estuve a punto de montarme con ellos y partir, pero no lo hice, continué parado en el andén, con unos temblores incontrolables, hasta mucho rato después que el tren se hubiera perdido tras la curva de los elevados.
Cuando llegué al albergue el encontronazo con aquel vacío enorme que hallé me resultó más doloroso que el hecho mismo del incendio. Con el fuego perdí pertenencias materiales, ahora sentía que con aquella partida perdía un pedazo bien grande de mis amores. La nostalgia me duró semanas, vine a salir de ella cuando me vi flaco por el mal comer, sin un centavo en el bolsillo y sin tener para quien virarme a pedir ayuda. Si hubiera otro Mariel, pensaba, o algo parecido que me proporcionara un poco de dinero y que con este vinieran la tranquilidad y el bienestar, pero ni hubo más Marieles, ni más tranquilidad.
Entre los albergados más viejos se había establecido un pacto sin palabras, sin actas, ni Por Cuantos de ayudarse mutuamente en su común desgracia y de esta forma, ni en los días más difíciles me acosté sin comerme aunque fuera un plato de sopa y así, con el roce diario nos fuimos tomando confianza mutuamente y fueron llegando las primeras propuestas de vender esto o aquello en bolsa negra, de darle camino lo mismo a un pomo de ron, que a una caja de tabacos o unos pitusas.
Yo siempre había pensado que lo más difícil que hay en la vida era hacer gárgaras bocabajo, pero cuando me vi precisado a pulirla a diario en negocitos de tres por quilo, corriendo riesgos y siempre alebrestado y así día tras día y semana tras semana, sin ver prácticamente las ganancias, me di cuenta que estaba equivocado y que hasta el momento de ocurrir mi desgracia había llevado una vida despreocupada y con bastante buena suerte.
Aunque suponía que en el albergue algunos fumaban yerba, no lo puedo asegurar porque nunca nadie me la propuso, pero con certeza sí sabía que se empastillaban y hasta yo me metí mis buenos pildorazos en días de aprieto para salir por un tiempo, aunque fuera mentalmente y enajenado de aquel tugurio. Al otro día amanecía siempre con la boca reseca y amarga, los nervios de punta y una sensación de estarme convirtiendo en una plasta de mierda. Una de esas noches de enajenación, y bien volao me imagino, porque no recuerdo ni cómo sucedió, le metí mano a Martica, una mulata cuarentona que todavía decía veinte cosas. No sé ni cómo sería la jugada aquella noche, porque en realidad vine a saber que la pasamos juntos cuando en la mañana la encontré completamente en pelotas, acurrucada junto a mí en la cama, en su cama.
Con ella vino un poco de solvencia económica, pues tenía un pariente minusválido que pagaba la patente para vender baratijas por cuenta propia y era ella quien fungía de vendedora, trabajo por el que recibía treinta pesos diarios. Alentado por aquella posibilidad corrí en busca de mi viejo empleador, el de la fabriquita de plásticos, quien por suerte aún seguía en el negocio y le propuse que me diera en buen precio cierta cantidad de mercancía para venderla en la mesa de Martica. Sé que accedió a ayudarme porque me cogió lástima cuando le conté el rosario de mis calamidades, pero el caso fue que me dio una mano en un momento difícil.
El albergue fue para mí una gran escuela, allí supe de verdad lo que era la solidaridad y también la traición, la alegría y la tristeza compartidas, la humildad y la ambición. Todos los contrastes, todas las virtudes y defectos humanos habitaban allí con nosotros. Conocí de celos, de amores rabiosos, de intrigas, de negocios sucios, de deslealtades, de mañas y marañas. Ante mí desfilaron, y casi siempre dejando huellas y recuerdos, hechos que jamás hubiese siquiera soñado que podían existir.
A Arnoldo, el hijo de Martica y a quien apenas si le llevaba dos años de edad, no le caía nada bien. El no disimulaba su malestar cuando nos veía juntos y hacía hasta lo indecible por llevar la discusión a punto de bronca. La madre, que lo mismo que se gastaba en mí un cariño inmenso, se mandaba también un genio espectacular, lograba calmarlo y terminaba pronto lo que estuviera haciendo para irnos un rato de allí y así evitar algo más serio. El argumento que más blandía el muchacho era que yo le estaba chuleando a su madre y que eso ningún hombre que se considerara hombre a todas lo soportaba.
Cuando me enteré que el tipo me estaba preparando una cama para arrancármela decidí enfrentarlo, porque en aquel ambiente si te arratonas después no levantas presión más nunca. Lo esperé hasta tarde en la entrada del albergue. Era pasada la media noche cuando dobló la esquina, me pegué cuanto pude a la pared y cuando lo tuve junto a mí, me le abalancé y tomé por las solapas. Le dije con rabia, masticando las palabras.
_Oye bien lo que te voy a decir ¡cojones! Si hasta ahora te aguanté tus caritas y bravuconerías fue por Marta, ¿me oíste? Pero ya me cansé, compadre_ lo sacudí fuerte_. Ve y busca un palo, un cuchillo, un machete, lo que te dé la gana y hasta puedes traer a un par de socios tuyos si quieres_ lo empujé con fuerza contra la pared_. Los voy a esperar, solito, en la línea del tren ¡Dale, arranca!_, y lo volví a empujar.
Nunca imaginé, aunque entraba en mis cálculos, que aquello fuera a dar tan buen resultado. Es verdad que me la jugué todo a la última baraja, pero a partir de ese día nos dejó tranquilos.
Las cartas que en un inicio enviaba casi todas las semanas a Camagüey se fueron haciendo más y más esporádicas. Bety por un tiempo estuvo insistiendo en que me les uniera allá, pero ante mi negativa terminó por desilusionarse. Comenzó a trabajar en Nuevitas y se enamoró de su jefe, tuvo la sinceridad de decírmelo y como no habíamos llegado a casarnos legalmente dimos el vínculo por disuelto y aunque parezca extraño, estaba tan envuelto en líos, negocios y trajines que aquella noticia lejos de apesadumbrarme me alegró. Me sentí libre de un compromiso que a ratos me quitaba el sueño. Al Príncipe siempre que tenía un chance le pasaba un giro o le mandaba algún juguete o una cajita con cualquier bobería que consiguiera.
A Martica por otro lado le tuve que sacar el pie pues cada día se embullaba más y más con nuestra relación. Tenía con ella deudas de gratitud inmensas, pero no era mi tipo, me llevaba casi quince años de edad, era muy alegre y compartidora, pero mal hablada, amiga del chisme y últimamente se estaba poniendo muy celosa. Con gran alegría me enteré que le había llegado el turno de recibir su nueva casa, un apartamento flamante en Alamar y le ayudé a hacer la mudada, pero para empezar a cumplir lo que había prometido no me quedé en su nueva casa ni una sola noche a pesar de lo mucho que insistió.
Libre también de esta atadura y ya con las riendas en mis manos de otros medios de subsistencia volví a tener confianza en mí y me dije que había llegado la hora de iniciar la segunda conquista de la Habana. Tenía varias cosas a mi favor, ya conocía el ambiente del bajo mundo y bastante bien a la ciudad y sus recovecos, tenía juventud y me consideraba con la experiencia suficiente para el empeño que pensaba realizar y por último, y esto es un poco de vanagloria, gozaba de una cultura, la que me habían proporcionado la lectura y los dos años en la Universidad, que no tenían sino algunos escasos vecinos.
Pude comprar una guitarra y aunque ya no con el ímpetu de años atrás volví a ratos a personificarme como Silvio. Lo hacía sobre todo cuando deseaba sostener una relación amorosa rápida y fácil, escogía para esto lugares propicios, sobre todo en las cercanías de las discotecas y cines de Playa, Marianao y la Lisa. Con el “Unicornio” y ”Supón” logré unos ligues sensacionales.
Siempre que disponía de tiempo me metía en alguna biblioteca y se pasaban las horas prendido a cualquier buena lectura. Descubrí a Borges y a Bioy Casares, a García Márquez que seguía asombrando al mundo, a Cortázar y a Dostoievski. Al que nunca me pude disparar completo a pesar de su fama fue a Carpentier, demasiado saber, me exasperaba, prefería a Onelio Jorge y Loveira. Fue en la biblioteca precisamente donde me adentré en el estudio del Código Civil y Penal, no tanto por mi afición al Derecho, sino por conocer hasta donde tipificaban mis andanzas como delitos, para cuidarme y no meter la pata. Así supe la diferencia entre robo y hurto, entre engaño y estafa, qué era la alevosía y qué la premeditación.
Pasé revista a mis ardides y tretas y me declaré inocente de haber cometido delitos mayores. Mucha gente, amigos verdaderos que tuve, me insistieron mucho para que cambiara mi forma de ser, me aconsejaron sinceramente que me pusiera a trabajar con el Estado, que a la larga me haría falta un retiro, pero sacaba cuentas y más cuentas, me fajaba y discutía conmigo mismo y nunca me di la aprobación para el cambio.
La naturaleza del carácter es congénita y por mucho que uno intente ser de otra forma diferente a la que has tenido desde el nacimiento resulta en extremo difícil, por no decir que imposible. Mi ánimo ha sido siempre el de la aventura y la vida fácil, me aburro muy rápido con cualquier actividad que realice por largo tiempo, la rutina me mata. Aparte de todo tenía mis propias experiencias, duras y poco frecuentes, la vez que había decidido formar una familia y mantener un hogar el Destino, al que siempre pongo como causa de mis pesares, me jugó la mala pasada del incendio.