En el training study se construyen ejercicios didácticos basados en jerarquías para ser usados en actividades didácticas efectivas; dicho brevemente, los estudiantes siguen un curso muy estructurado y programado detalladamente en el cual se analizan todos los peldaños inferiores de la escala, pero no se examinan las habilidades que constituyen el objetivo final. Después de esto, los alumnos son sometidos a un test sobre las tareas finales y a otro test sobre cada una de las habilidades básicas enseñadas en el programa. Entonces, los resultados de los test son analizados en forma particular: se examinan las relaciones entre todas las parejas de habilidades de la jerarquía, las cuales se encuentran unidas mediante flechas, es decir directamente por encima o por debajo.
De tal manera, se asignan puntajes + o – a las cuatro relaciones posibles:
• si hay dos +, uno en el nivel superior y otro en el inferior, significa que ha habido un transfer de la habilidad inferior a la habilidad superior, como preveía la jerarquía;
• si hay dos –, no ha habido transfer, como preveía la jerarquía;
• si hay + en el nivel superior, pero – en el inferior, la jerarquía está contradicha;
• si hay – el nivel superior y + en el inferior, aunque se mantenga cierta concordancia con la jerarquía, puede que haya un defecto en el programa de aprendizaje.
Gagné inició este tipo de training study y fue seguido por otros en los años 60. El training study fue modernizado paulatinamente hasta llegar a situaciones sofisticadas de adiestramiento que pasaré por alto, citando a Resnick y Ford (1991, pp. 47-49), entre otras por las infaltables y usuales críticas. Me gustaría señalar un resultado de Uprichard de 1973 que verificó un hecho al parecer curioso. Mediante el estudio del orden jerárquico de los aprendizajes de la comparación entre cardinales, Uprichard descubrió que, como es obvio, mientras la relación “[…] contiene tantos elementos cuantos contiene [...]” es la base tanto para la relación “[...] contiene más elementos que [...]”, como para la relación “[...] contiene menos elementos que [...]”. Entre estas últimas no existe identidad de nivel jerárquico, como podría aparecer obvio; sin embargo, la relación “menor que” ha demostrado ser más difícil de aprender y de poseer que la otra y por lo tanto parecería aconsejable, en un programa jerárquico, estudiar estas nociones en este orden: igualdad, mayoría, minoría. (En este punto cito un estudio de Donaldson y Balfour de 1968 que mostraba cómo el concepto “más” es más fácil de asimilar que el concepto “menos” y la prueba que se hizo en Palermo en 1974 con el mismo resultado).
Entonces, hay dos categorías de estudiosos: aquellos que creen en las jerarquías del aprendizaje y aquellos que las rechazan. Los que creen pueden usarlas como planos para la enseñanza; es más, hay quienes llegan a usarlas como planos “individuales”, dado que se pueden calibrar sobre las competencias reales de cada niño. A propósito de lo anterior, hago referencia a las pruebas hechas por Resnick, Wang y Kaplan en 1973, quienes idearon un currículo básico para la enseñanza de la aritmética, muy detallado y personalizado, alumno por alumno (se puede ver Resnick e Ford, 1991, pp. 50-54). En cierto sentido, nuestro proyecto Ma.S.E. fue también un tentativo con un vago carácter jerárquico; sin embargo, dada su difusión, no nació como un proyecto personalizado, aunque las aplicaciones concretas mostraron que podría convertirse en tal.
Pueden surgir muchas dudas sobre el concepto mismo de jerarquía, pero, al menos hasta cierto punto, me parece útil para indicar el modo de proceder de manera secuencial y lógica, en lugar de caótico e improvisado. La elección entre una u otra jerarquía está a discreción del profesor, dependiendo de su experiencia, sensibilidad y cultura. Este punto está estrechamente relacionado con la transposición didáctica del Saber hacia el “saber que se quiere enseñar” y el “saber enseñado”, más exactamente en el componente de la ingeniería didáctica (D’Amore, 1999a).
No obstante, no se excluye una elección diametralmente opuesta, la elección de la inmersión total. Tomemos el caso de la didáctica de los problemas que es el que más nos interesa. Se puede crear una escala de problemas matemáticos, del más simple al más complejo.
[¡Atención! ¿Qué quiere decir simple? No es una cuestión menor. En la sección 8.1. se muestra que un viejo criterio de clasificación muy difundido y aceptado en realidad no funciona; se trata del siguiente criterio: entre menos operaciones requiera la solución, más fácil es el problema – entre más operaciones se requieran, más difícil].
Entonces, el niño debe, con su propio ritmo, recorrer la escalera y mientras demuestra sus habilidades para resolver problemas de cierto nivel, accede a problemas de nivel superior. Por el contrario, se puede decidir “sumergir” al niño en un contexto problemático “difícil”, “complejo”, a propósito, por varios motivos: porque los estímulos más fuertes son seguidos por una motivación más activa; porque se quiere provocar la reelaboración de la situación, el desenredo de la madeja; porque se busca suscitar más consciencia, más involucramiento, más ganas; porque se busca una reelaboración a la “inversa” de las etapas de la solución (descubrir «Lo que debo saber antes de [...]») etc. Para ser franco, me parecen dos actitudes, dos “estilos” didácticos significativos y practicables. Tal vez, en el segundo se requiere una mayor competencia por parte del profesor, o quizá una mayor “vigilancia” matemática: en una situación compleja, las respuestas de los niños pueden ser muy diferentes. Me parecen tan significativas y practicables las dos propuestas, que no tendría objeción en practicarlas ambas: mientras la jerarquía se desarrolla gradualmente, a lo largo de la escalera, y aún mejor de manera individual, poco a poco llega la sacudida; una situación problemática compleja saca de lugar el tranquilo andar cotidiano y hace que todo sea puesto de nuevo en discusión, anima a los niños, hace que ellos den pasos de gigante hacia adelante, haciéndolos reflexionar a la “inversa”, precioso resultado en tanto ocasión para el meta conocimiento.
Esta posición “mixta” podría ser útil para responder a las objeciones hechas sobre el tema de las jerarquías, objeciones que afirman que la didáctica basada en jerarquías podría limitar a los estudiantes capaces. De hecho, es obvio que en cualquier grupo normal hay niños que yo defino como “de aprendizaje veloz” (mientras otros, por ejemplo, Terrassier, 1985, los llaman “superdotados”, lo cual, a veces, me parece excesivo). Estos estudiantes podrían muy bien saltarse diversos peldaños de la escalera, o toda la escalera de una vez, o unos aquí y allí, para alcanzar los peldaños superiores; esos alumnos son penalizados por la obligación de recorrer toda la escalera. Las inmersiones totales en problemas complejos podrían ser la ocasión para hacer que dichos estudiantes se sientan satisfechos y comprendidos (además del hecho que la didáctica jerárquica es, no digo totalmente pero sí bastante, personalizada, por lo que estos niños no se verían obligados a respetar los tiempos comunes).
Más allá de la confirmación de las bondades de la inmersión total, me gustaría recordar varias pruebas hechas a partir de los años 60, por Z. Dienes en 1963, por ejemplo. Con tales pruebas se comprobó que, en estos casos, al afrontar y resolver problemas complejos, los niños demostraron haberse apropiado de conceptos de nivel jerárquico inferior, sin haberlos practicado explícitamente con anterioridad. Es más, los mismos Dienes y Golden (1971) llegaron a la hipótesis didáctica conocida como enfoque profundo (deep end): es mejor ir directamente a cierto nivel de complejidad, antes que seguir toda la escala jerárquica. En últimas, si numeramos idealmente los peldaños del 1 al 10, por ejemplo, podemos:
• partir de 1 y luego, poco a poco, pasar al 2, luego al 3 etc., gradualmente pero siempre respetando los ritmos individuales; esto puede ser llamado “didáctica gradual absoluta”;
• partir de 6 y comprobando la adquisición desde el 1 hasta el 5, luego ir al 10 y comprobar desde el 7 hasta el 9; esto puede ser llamado “didáctica de la inmersión total”;
• partir del 1, ir al 2, saltar al 5, comprobar el 3 y el 4, ir al 6, saltar al 8, comprobar el 7, ir al 9 y luego al 10 (o un proceder análogo), respetando, en los pasajes graduales, los ritmos individuales; esto puede ser llamado “didáctica de profundidades mixtas”.
A mi modo de ver, la última elimina al menos algunos de los defectos de las otras dos posiciones extremas. Por ejemplo, las acusaciones que pesan sobre la didáctica de la inmersión total hechas por Resnick, Siegel y Kresh (1971) y por Caruso y Resnick (1972) luego de varios experimentos, podrían muy bien ser superadas por la didáctica mixta anteriormente propuesta. Entre otras, es de resaltar que una didáctica fuertemente estructurada beneficia a los estudiantes con capacidades menores, y que los estudiantes “fuertes” no tienen necesidad de tales estructuras (me refiero al ampliamente citado trabajo de Cronbach y Snow de 1977).
Lo que me asusta es que se llegue, dada la lucha que se presenta siempre entre los dos extremos, a concebir un “arte de la didáctica”: con todo el esfuerzo que ha costado llegar a la aceptación de la cientificidad de la didáctica de la Matemática por parte de unos matemáticos activos en esta, como disciplina autónoma, autosuficiente ¡La hipótesis que todo se reduzca a un arte es espantosa! Sin embargo, el peligro existe (ver Resnick y Ford, 1991, pp. 56-57).
Hay un amplio debate sobre el problema del significado que se puede atribuir a la idea de subdividir un problema complejo en una sucesión de ejercicios elementales.
Para resumir, no es que la subdivisión aumente el porcentaje positivo, sino que el meollo entorno al cual el problema está construido se pone en evidencia.
Veamos un ejemplo que tomo en su formulación original.
Sea A el siguiente texto:
Los 18 alumnos de noveno quieren hacer una excursión escolar de un día de duración de Bolonia a Verona. Para tal fin, deben tener en cuenta los siguientes datos:
1. dos de los alumnos no pueden pagar;
2. sería bueno “invitar” al profesor acompañante;
3. de Bolonia a Verona hay 120 km;
4. un autobús de 20 pasajeros cuesta 200.000 pesos diarios más 500 pesos por kilómetro (incluidos peajes).
¿Cuánto dinero gastaría cada alumno?
Aquí una subdivisión del problema en 3 componentes:
A1. Los 18 alumnos de noveno quieren hacer una excursión escolar de un día de duración de Bolonia a Verona. Ya que dos de los alumnos no pueden pagar y el profesor acompañante es invitado ¿entre cuántos se debe repartir el gasto?
A2. Los 18 alumnos de noveno quieren hacer una excursión escolar de un día de duración de Bolonia a Verona. El autobús de 20 pasajeros cuesta 200.000 pesos diarios más 500 pesos por kilómetro (incluidos peajes). De Bolonia a Verona hay 120 km. ¿Cuánto dinero gastará la clase?
A3. Como A.
La propuesta de A directamente o la sucesión A1, A2, A3 no produjo ninguna variación significativa en IV de primaria. Casi la totalidad de los niños a quienes se les propuso A cometieron el error de evaluar el gasto: 500×120+200000, sin calcular el gasto del regreso. Casi la totalidad de los niños a quienes se les propuso la sucesión Al, A2, A3, cometió el mismo error en la fase A2. De hecho, la gradualidad no aumentó en modo significativo la respuesta positiva. Entonces, se hizo la prueba fraccionando A2 en dos componentes, uno de los cuales preguntaba explícitamente cuántos km se recorrerían ese día. Tal forma explícita favoreció notablemente el porcentaje de respuestas positivas. El meollo conceptual se deshizo y, frente a la pregunta, explícita, muchos niños calcularon (120×2)×500. Por lo tanto, el fraccionamiento de un problema complejo produce una mejoría significativa en el porcentaje de solución solo cuando el meollo conceptual del problema es evidenciado de manera explícita; el fraccionamiento de por sí no produce mejoría de ningún tipo. Es preciso entonces reflexionar sobre la calidad de la elección de los componentes del problema y no solo, de manera acrítica, sobre el fraccionamiento en sí.
El problema anterior fue una oportunidad formidable para un estudio específico sobre el contrato didáctico; las fallas de cálculo de los gastos debidas al regreso, de hecho, fueron puestas en evidencia por parte de los estudiantes entrevistados por falta de una pregunta en ese sentido: «Si querías que calculáramos también el regreso, tenías que decirlo». En varios de mis trabajos sucesivos, he analizado detalladamente esta circunstancia desde el punto de vista de la teoría de las situaciones (por ejemplo, en D’Amore, 1999a, c).
Nota bibliográfica
Para la redacción de esta sección he empleado sobre todo (AA. VV., 1991) [aquí sugiero sobre todo la lectura de los textos de P. Boero, E. Scali, A. Rondini y C. Rubini]; (Bourne, 1966; Boscolo, 1986; Bruner, Goodnow, Austin, 1956; Carroll, 1973; Caruso, Resnick, 1972; Cronbach, Snow, 1977; D’Amore, 1986-93, 1988a, 1988b, 1989, 1991b, 1992a, 1999a, 1999c; D’Amore, Fandiño Pinilla, Sbaragli, 2011; D’Amore, Sbaragli, 2011; Dienes, 1963; Dienes, Golding, 1971; Donaldson, Balfour, 1968; Flavell, 1972; Gagné, 1962; Gagné, Briggs, 1974; Gagné, Mayor, Garstens, Paradise, 1962; Gagné, Paradise, 1961; Gelman, Gallistel, 1978; Guttman, 1944; Handjaras et al., 1983; Palermo, 1974; Resnick, 1973; Resnick, Ford, 1991; Resnick, Siegel, Kresh, 1971).
4 Por pura curiosidad histórica, se trata de una conjetura que el matemático alemán, que vivió en Rusia, Christian Goldbach, propuso a Leonhard Euler en 1742, ya que no lograba ni demostrarla ni refutarla; tampoco lo logró Euler; de hecho, ninguno lo ha logrado hasta ahora.
2. El papel fundamental de la motivación
2.1. La motivación
«Podría hacer más, pero es distraído y tiene pocas ganas». «No se interesa». «Está desmotivado».
Cuántas veces en nuestra vida como docentes hemos escuchado estas frases, quizá algunos de nosotros las hemos dicho también. El hecho es que a ningún niño se le dan alternativas: cada niño debe ir a la escuela, pero no es posible que cada niño muestre interés por todo, siempre. Hay una fuerte asimetría en la relación fundamental que rige la escuela, es decir la relación profesor/alumno: el profesor está en la escuela por elección personal, se le paga por educar, tiene poder de decisión (aunque limitado); el alumno está en la escuela por obligación, incluso cuando no tiene ganas (es razonable pensar que de los 200 días escolares haya más de un día en el que el estudiante prefiera hacer algo diferente).
«Está desmotivado» suena a acusación, una culpa. ¿De quién?
Por otro lado, ¿cuál es el mecanismo que hace nacer una “motivación para aprender”? Y ¿qué es esta motivación?
Haciendo uso de la infinita bibliografía sobre este tema, trataré de delinear una respuesta general, no solo relativa al mundo escolar, para disponer de más elementos.
Basándome de manera preliminar en los célebres y clásicos análisis de Azrin (1958) y de Goldiamond, Dyrud y Miller (1965), presentaré una selección de motivaciones operativas.
1. Motivación referida a las variables que hace eficaz el logro de un comportamiento inducido.
Un ejemplo banal: un niño fue privado toda la mañana de bebidas y estuvo bajo el sol; al final de la mañana, la mamá le dice: «No has bebido en toda la mañana y has estado siempre bajo el sol, debes tener sed».
2. Motivación basada en el comportamiento.
Un ejemplo banal: un niño está acostumbrado desde hace tiempo a tomar un chocolate cada vez que va a ver a una señora, pero la mamá le dice que evite este comportamiento por educación. El niño entra y no va directamente, como suele hacerlo, al tazón donde están los chocolates. La señora lo observa, espera y, después de un rato, le dice: «¿Cómo puedes privarte de esos chocolates tan ricos? ¡Vamos, toma uno!». La motivación para actuar está relacionada con un comportamiento precedente, repetido en el tiempo, por demanda.
3. Motivación basada en las consecuencias.
Un ejemplo banal relacionado nuevamente con la comida: la motivación es inherente a un hecho (o a una serie de hechos) que generalmente no está relacionado con la necesidad; un niño necio hizo un pacto con su mamá: organizar su habitación para así ser considerado educado y querido. Sin embargo, el niño no siempre respeta dicho pacto. Una mañana, la mamá le dice: «¿Quieres desayunar? Entonces tiende primero la cama y luego te doy el desayuno».
4. Motivación basada en estímulos discriminatorios.
Diferentes estímulos pueden crear la misma motivación e incluso reforzarla. Aquí se juega con gran parte de la motivación interna, la cual no es banal como en los casos anteriores. Diferentes estímulos pueden llevar a distinguir, de manera consciente o no, los diversos componentes involucrados. Tales estímulos pueden ser establecidos por parte del actuante de manera consciente o no (en nuestro caso por parte del alumno) o por parte del profesor. Por ejemplo, Holland e Skinner (1961) estudiaron el comportamiento animal, con base en el cual el animal escoge entre varios estímulos aquel que reconoce como un refuerzo (el famoso experimento de la elección del color rojo). De tal manera, la motivación de tipo 4 no es solo deliberada (por parte del sujeto) sino que puede ser inducida.
De todas formas, este apresurado análisis por sí mismo no permite estudiar, en mi opinión, el fenómeno académico que nos interesa: en Gagné (1973, pp. 330 e ss.) se entra más en lo específico. En esto me inspiraré para la siguiente sección.
Entre tanto, acepto inmediatamente la afirmación de Gagné según la cual el problema de monitorear, conocer, reforzar, desarrollar y utilizar la motivación es «la exigencia más seria que la escuela puede encontrar».
Por lo tanto, el problema es enorme: al menos psicológico, pedagógico y didáctico. “Tener motivación” se relaciona (en gran medida) con la esfera afectiva: una acción educativa que tenga en cuenta esto abarca problemáticas enormes, que ni siquiera sueño con afrontar aquí. Me limitaré a dos aspectos relacionados con esta cuestión:
• motivaciones para frecuentar la escuela;
• motivaciones para aprender.
Pasaré por alto un estudio profundo de las primeras motivaciones, lo cual no es rigurosamente banal. El niño, como decía anteriormente, tiene la obligación de ir a la escuela; tal obligación puede tener consecuencias negativas sobre su comportamiento, atención y disposición, si no hay motivación. A veces, al menos en lo que se refiere a la escuela primaria, la presión social (y familiar de manera particular), el placer de encontrar algo nuevo y la posibilidad de establecer relaciones con algunos o todos los compañeros de clase y con el ambiente son motivaciones suficientes. Sin embargo, hay estudios sobre la motivación negativa en cuanto a la frecuencia escolar, especialmente en lo referente a las clases menos favorecidas. No hay que olvidar que Huckleberry Finn considera que perder el tiempo yendo a la escuela es “cosa de nenitas”. Al parecer esta actitud no está del todo extinta hoy en día. Los estudios de Riessman y Wilson (en los años 60) (citados por Gagné, 1973) demostraron (especialmente para los niños de los Estados Unidos) que hay cierta diferencia entre la contrariedad provocada por la obligación escolar y la motivación de aprender una vez éstas se juntan. Sin entrar en detalles, me limitaré a exponer un comportamiento asumido por muchos estudiosos de la psicología del comportamiento escolar que haré mío: doy por descontada la presencia en el ambiente escolar motivada de modo positivo, de otra manera la complejidad de la problemática excedería mis posibilidades y competencias. Diré solamente que, si la familia del alumno estima la escuela y la apoya, se resuelven gran parte de los problemas; de esta forma, si la comunidad en la cual vive el niño acepta e impulsa la escuela, es plausible pensar en una motivación positiva para la frecuencia. Pero el caso contrario no es tan raro: la escuela obligatoria para los trashumantes, para jóvenes inmigrantes sin título de estudios reconocido (que se ven obligados a asistir a la primaria), para niños acostumbrados a estar en la calle sin control y sin atención, los cuales no son una minoría, sino que constituyen (en el mundo y también en Europa) un caso cuyo porcentaje hay que tener en cuenta hoy (y aún más mañana).
Y llegamos ahora a la motivación para aprender.
En primer lugar: ¿es ésta una motivación específica para algunos temas particulares del aprendizaje o es, por así decirlo, generalizada? En el primer caso, ¿es más eficaz el aprendizaje cuando hay motivación? Contrario a lo que se podría pensar, no hay mucha diferencia en los resultados de los dos tipos de aprendizaje, como se demostró a mediados de los años 60 gracias a las investigaciones de Postman (citadas por Gagné, 1973). Lo cual nos lleva a no considerar la motivación para aprender algo específico, sino una motivación general. Por otro lado, la confianza que el niño le tiene a su profesor hace parte de las generalidades del contrato didáctico: confío en ti, tú sabes qué debo aprender y por qué, y como tengo que contestar a tus preguntas, estoy en tus manos. Este hecho lleva inevitablemente a una situación que he llamado el “fenómeno de la escolarización” (D’Amore, 1999b). En estos términos, los impulsos que motivan al niño a aprender parecen ser:
• el deseo de aprobación (los compañeros, los profesores, los padres o la sociedad en general);
• evitar la desaprobación de los demás (lo cual es una consecuencia y un reforzamiento del deseo anteriormente expuesto);
• alcanzar una posición de estima entre los niños de la clase (estima social);
• el deseo más o menos inconsciente de dominar las habilidades intelectuales que lo estimulan.
Obviamente tales impulsos se interrelacionan y pueden reforzarse mediante estímulos oportunos (y aquí retomo lo que dije en la apertura de esta sección). Los refuerzos y estímulos son:
• las expresiones explícitas de aprobación;
• la falta de desaprobación;
• las demostraciones de estima social;
• la facilidad para dominar habilidades;
sin embargo, el refuerzo ocurre por medio de una cuidadosa elección de tareas que se proponen al niño, precisamente para darle la posibilidad de mostrar la idoneidad que posee y de merecer, por ende, aprobación y estima. Entre otras, como práctica escolar ya consolidada, más o menos velada, más o menos explícita, el profesor hace una declaración sobre el desempeño. Y es bien sabido que, aún en tiempos de evaluación por conceptos y no por notas, la sociedad y la familia tienden a cargar al niño de expresiones de motivación al respecto. (De todos modos, los papás y mamás de los niños que inician la escuela primaria hoy son los alumnos que en lugar de notas obtuvieron expresiones valorativas sobre su desempeño; y, aun así, estos padres se expresan en términos de notas sobre el desempeño de los hijos. Lo que, sin duda, quiere decir algo).
Seguramente la mejor motivación es la autosatisfacción de quien es consciente de haber alcanzado metas positivas y que, consecuentemente, tiene el deseo de mejorar. Si se alcanzara este nivel, ¡tendríamos sustancialmente autodidactas! Pero estamos lejos de lograr este tipo de motivación tanto en la normativa como en la práctica académica cotidiana.
J. G. Nicholls (1983) distingue tres tipos de comportamientos vinculantes en su teoría sobre la motivación:
• vínculo extrínseco: aprendo para obtener algo (consenso social, terminar la escuela, recibir premios o recompensas, […]);
• vínculo interior: deseo mostrar que soy juicioso e inteligente;
• vínculo en las tareas: estoy satisfecho con mis mejoras y con la facilidad con la que puedo realizar las tareas asignadas.
¿Cómo mejorar la motivación?
Se han tenido experiencias en este campo (Mager, 1962; Bereiter y Englemann, 1966; y otros en los Estados Unidos, especialmente después del asunto del Sputnik [...]):
• aumentar la recompensa en caso de comportamientos positivos;