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El misterio de Riddlesdale Lodge
El misterio de Riddlesdale Lodge
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El misterio de Riddlesdale Lodge

EL CORONER. – ¿Qué hizo usted?

DUQUE DE D. – Cuanto más pensaba en el asunto, más me desagradaba. Pero no podía quedarme quieto; por tanto, pensé que lo mejor era hablar del asunto inmediatamente a Cathcart. Todos mis invitados habían subido a sus habitaciones mientras yo permanecía sentado pensando sobre ello; así que subí a la habitación de Cathcart y llamé a la puerta. “¿Quién es?” o “¿Quién demonios es?”, preguntó, o algo por el estilo, y yo entré. “Escuche, le dije. ¿Podría hablar unas palabras con usted?”. Me respondió: “Sí, pero dese prisa”. Me sorprendió un poco su tono…, porque, corrientemente, no era brusco. “Pues se trata – le dije – de que he recibido una carta que no me ha agradado nada, y me ha parecido que lo mejor sería traérsela a usted para poner las cosas en claro. Es de un hombre…, un hombre honrado…, antiguo compañero de colegio, quien me escribe que conoció a usted en París”. Cathcart me interrumpió en un tono bastante desagradable. “París – exclamó —. ¡París! ¿Por qué diablos viene usted a hablarme de París?”. Yo le dije: “No hable de esa forma. Está fuera de lugar, dadas las circunstancias”. “¿Adónde quiere usted ir a parar? – gritó Cathcart —. Escupa lo que sea y váyase a acostar, por el amor de Dios”. “De acuerdo – contesté —. Un individuo llamado Freeborn asegura que le conoció a usted en París, donde hacía trampas en el juego para conseguir dinero”. Yo creí que iba a protestar, pero respondió sencillamente: “¿Y qué?”. “¿Cómo y qué? -repliqué —. No pensará usted que voy a creer semejante cosa sin tener pruebas”. Entonces él me dijo algo muy gracioso: “Lo que se cree no tiene importancia… Lo que cuenta es lo que se sabe sobre las gentes”. Yo le dije: “¿Eso quiere decir que no lo niega usted?”. Me respondió: “¿Para qué? Yo no soy quién para negarlo. Es usted quien se tiene que hacer una opinión. Nadie podrá decirle que no es verdad”. En ese momento, se levantó bruscamente de su asiento, estando a punto de derribar la mesa, y añadió: “Me tiene sin cuidado lo que usted piense o lo que haga; pero salga de aquí, por el amor de Dios, y déjeme en paz”. “Escuche – le dije —. No tiene por qué tomarlo así. Yo no he dicho que lo crea…, en realidad. Estoy seguro de que se trata de un error, pero es usted el prometido de mi hermana Mary y no puedo quedarme tranquilo hasta que llegue al fondo del asunto”. “¡Oh! Si es eso lo que le preocupa, puede tranquilizarse. No ha lugar”. “¿De qué no ha lugar?”, pregunté. “De nuestro compromiso”, respondió. “¿Cómo? Si anteayer estuve hablando de eso con Mary”. Me dijo: “Es que aún no le he dicho nada”. “Bien. Me da la impresión de que es usted un perfecto sinvergüenza. ¿Quién demonios cree que es usted? ¿Por quién ha tomado a mi hermana?”. Le dije muchas cosas, todo cuanto se me vino a la boca, y terminé con la siguiente frase: “¡Salga de esta casa inmediatamente! ¡No queremos entre nosotros a un canalla como usted!”. “Me iré”, y tras empujarme al pasar, se precipitó a la escalera y salió de la casa dando un golpazo a la puerta.

EL CORONER. – ¿Qué hizo usted?

DUQUE DE D. – Me fui a mi dormitorio, que tiene una ventana sobre el invernadero, y desde allí le grité que no hiciera el imbécil. Estaba lloviendo torrencialmente y hacía un frío terrible. No regresó, así que le dije a Fleming que dejase la puerta del invernadero abierta…, por si lo pensaba mejor…, y me fui a la cama.

EL CORONER. – ¿Qué explicación puede usted sugerir a la conducta de Cathcart?

DUQUE DE D. – Ninguna. Me causó vértigo sencillamente. Pero debió de darse cuenta de que había recibido alguna carta y de que él había perdido la partida.

EL CORONER. – ¿No mencionó usted el asunto a nadie más?

DUQUE DE D. – No era agradable, y pensé que sería mejor dejarlo estar hasta la mañana siguiente.

EL CORONER. – Entonces, ¿usted no hizo nada más?

DUQUE DE D. – No. No tenía ningún deseo de correr detrás de Cathcart. Estaba demasiado colérico. Además, pensaba que él cambiaría de idea antes que pasara mucho tiempo… Hacía una noche de perros y no llevaba encima más que el esmoquin.

EL CORONER. – Así, pues, usted se fue derecho a la cama y no volvió a ver más al difunto, ¿no es eso?

DUQUE DE D. – No le volví a ver hasta el momento en que tropecé con él delante de la puerta del invernadero, a las tres de la madrugada.

EL CORONER. – ¡Ah! ¿Sí? Ahora nos explicará usted qué hacía levantado a esas horas de la madrugada.

DUQUE DE D. – (Titubeando). No lograba coger el sueño… Salí a dar un breve paseo.

EL CORONER. – ¿A las tres de la madrugada?

DUQUE DE D. – Sí. (Con repentina inspiración). Escuche: mi esposa no estaba… (Risas y algunas advertencias desde el fondo de la sala).

EL CORONER. – ¡Silencio, por favor!.. ¿Quiere usted decir que salió a esa hora de una noche de octubre para dar un paseo por el jardín bajo una lluvia torrencial?

DUQUE DE D. – Sí. Solamente para dar un paseíto. (Risas).

EL CORONER. – ¿A qué hora abandonó usted su dormitorio?

DUQUE DE D. – Pues… aproximadamente a las dos y media, diría.

EL CORONER. – ¿Por dónde salió usted?

DUQUE DE D. – Por la puerta del invernadero.

EL CORONER. – ¿El cadáver no se hallaba allí cuando usted salió?

DUQUE DE D. – ¡Claro que no!

EL CORONER. – ¿Porque lo habría usted visto?

DUQUE DE D. – ¡Naturalmente! Hubiera tenido que pasar por encima de él.

EL CORONER. – ¿Adónde fue usted exactamente?

DUQUE DE D. – (Vagamente). Pues… a dar una vuelta.

EL CORONER. – ¿No oyó usted el disparo?

DUQUE DE D. – No.

EL CORONER. – ¿Se alejó usted mucho de la puerta del invernadero y del bosquecillo?

DUQUE DE D. – Pues… sí, debía de hallarme bastante lejos. Tal vez por eso no oyera el disparo. Eso tiene que haber sido.

EL CORONER. – ¿Estaría usted a quinientos metros de allí?

DUQUE DE D. – Posiblemente… Quizá más.

EL CORONER. – ¿A más de quinientos metros?

DUQUE DE D. – Pues sí. Como hacía frío, anduve de prisa.

EL CORONER. – ¿En qué dirección?

DUQUE DE D. – (Con visible vacilación). Hacia la parte trasera de la casa, en dirección a la pradera.

EL CORONER. – ¿A la pradera?

DUQUE DE D. – (Con más seguridad). Sí.

EL CORONER. – Pero si usted se hallaba a más de quinientos metros, habría salido del parque, ¿no?

DUQUE DE D. – Pues… ¡oh, sí!.., creo que sí. Di algunos pasos por la landa, ¿comprende?

EL CORONER. – ¿Puede usted enseñarnos la carta que recibió de míster Freeborn?

DUQUE DE D. – ¡Oh, claro que sí!.., si la encuentro. Creí que la había metido en mi bolsillo, pero no la encontré cuando quise enseñársela a ese individuo de Scotland Yard.

EL CORONER. – ¿La destruiría usted accidentalmente?

DUQUE DE D. – No… Estoy seguro de que la puse aquí… ¡Oh!.. (En este momento el testigo se detuvo, todo confundido, y enrojeció). Ahora recuerdo. La rompí.

EL CORONER. – Es una mala suerte. ¿Cómo fue eso?

DUQUE DE D. – Lo había olvidado. Lo he recordado ahora mismo. Temo que haya desaparecido por las buenas.

EL CORONER. – ¿Conserva, tal vez, el sobre?

El testigo negó con la cabeza.