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El misterio de Riddlesdale Lodge
El misterio de Riddlesdale Lodge
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El misterio de Riddlesdale Lodge

EL CORONER. – Me gustaría preguntar a su gracia si alguna vez vio un revólver en poder del muerto.

DUQUE DE D. – Desde la guerra, no.

EL CORONER. – ¿Sabe usted si llevaba alguno encima?

DUQUE DE D. – No tengo ni idea.

EL CORONER. – Supongo que le será imposible adivinar a quién pertenece este revólver.

DUQUE DE D. – (Muy sorprendido). ¡Si este revólver es mío!.. Se hallaba en un cajón de mi mesa de despacho, en la sala de estudio. ¿Cómo es posible que esté en su poder? (Sensación en el público).

EL CORONER. – ¿Está usted seguro de que es de su gracia?

DUQUE DE D. – Completamente. Lo vi el otro día allí, cuando buscaba unas fotografías de Mary para Cathcart, y recuerdo haber dicho entonces que empezaba a enmohecerse de estar sin usar. Aquí tiene usted la mancha de moho.

EL CORONER. – ¿Estaba cargado?

DUQUE DE D. – Nunca. En realidad, no sé por qué lo tenía allí. Supongo que debí sacarlo algún día con algunos antiguos recuerdos militares, y me lo encontré entre mis cosas de caza cuando vine a Riddlesdale en agosto. Creo que los cartuchos también estaban.

EL CORONER. – ¿Se hallaba cerrado el cajón?

DUQUE DE D. – Sí, pero con la llave en la cerradura. Mi esposa me dice siempre que soy un descuidado.

EL CORONER. – ¿Sabía alguien más que el revólver se encontraba allí?

DUQUE DE D. – Fleming, creo. No sé si alguien más.

Al detective inspector Parker, de Scotland Yard, que llegó el viernes solamente, aún le había sido imposible hacer una investigación a fondo. Ciertos indicios le llevaron a pensar que una o varias personas se encontraban en el lugar del crimen, además de las que participaron en su descubrimiento. Prefería no decir nada más por el momento.

El coroner, pues, puso en orden cronológico las declaraciones de los testigos. A las diez, o poco después, hubo una fuerte discusión entre el duque de Denver y el muerto, tras la cual este abandonó la casa para no volver a verle nunca más vivo. Según la declaración de míster Pettigrew-Robinson, el duque bajó la escalera a las once y media, y, según la declaración del coronel Marchbancks, se le oyó ir y venir, inmediatamente después, por la sala de estudio, es decir, la habitación donde se guardaba corrientemente el revólver. Por el contrario, el duque declaró bajo juramento que no había salido de su dormitorio hasta las dos y media de la madrugada. El jurado tendría que examinar la importancia que hubiese entre estas declaraciones contradictorias. En cuanto a los disparos oídos en el transcurso de la noche, el guardabosque oyó uno a las doce menos diez, pero supuso que habría sido disparado por algún cazador furtivo. En efecto, era muy posible la presencia de cazadores furtivos en el parque. Por otra parte, la declaración de lady Mary de haber oído el disparo alrededor de las tres no coincidía con la declaración del médico, ya que este dijo que, cuando llegó a Riddlesdale a las cuatro y media, el capitán llevaba muerto ya tres o cuatro horas. El jurado debería recordar también que el doctor Thorpe opinaba que la muerte no fue instantánea. Si daban fe a esta declaración, deberían situar el momento de la muerte entre las once y las doce de la noche, pudiendo atribuirse al disparo oído por el guardabosque. En ese caso, tendrían que examinar aún la cuestión del disparo que despertó a lady Mary Wimsey. Por supuesto, si decidían que era un cazador furtivo quien lo hizo, nada se opondría a tal interpretación.

Inmediatamente, tendrían que examinar los testimonios relacionados con el cadáver, descubierto por el duque de Denver a las tres de la madrugada, tendido a la puerta del pequeño invernadero, cerca del pozo cubierto. Parecía existir poca duda, según el testimonio médico, de que el tiro que mató al interfecto fue disparado en el macizo de arbustos situado a una distancia de siete minutos de la casa, y que el cuerpo fue arrastrado desde ese lugar hasta la casa. El capitán murió indudablemente como resultado del disparo en el pulmón. El jurado decidiría si ese disparo fue hecho por la propia mano del muerto o por la mano de otra persona; y si era esto último, si por accidente, en defensa propia o “con premeditación”, y a fin de asesinarle. Respecto al suicidio, el jurado debería considerar lo que sabían de la personalidad del difunto y de su situación económica. El muerto era un hombre joven en pleno vigor y, al parecer, de fortuna considerable. Su carrera militar solo merecía elogios y sus amigos le querían. El duque de Denver lo había estimado suficientemente como para consentir su noviazgo con su hermana. Algunos testimonios demostraban que los novios se hallaban en excelentes términos, aunque no fueran muy expresivos. El duque afirmaba que el miércoles por la noche el interfecto anunció su propósito de romper el compromiso. ¿Estimaba el jurado que el muerto, sin comunicarse con lady Mary ni escribirle una nota explicativa o de despedida, se hubiera marchado precipitadamente de la casa para matarse?.. El jurado debería examinar, además, la acusación que el duque había lanzado contra el muerto. Le había acusado de hacer trampas en el juego. En el círculo social a que pertenecían las personas complicadas en este caso, el hecho de hacer trampas en el juego era considerado mucho más vergonzoso que el adulterio o el asesinato. Posiblemente, la mera insinuación de tal cosa, fundada o no, podía conducir a un caballero de honor al suicidio. Pero ¿era el muerto un caballero honorable? Educado en Francia, las nociones francesas sobre el honor eran muy diferentes a las británicas. El propio coroner había tenido relaciones comerciales con franceses en su calidad de abogado, y podía asegurar al jurado que las cosas las veían ellos de diferente manera. Desgraciadamente, la carta que, según se decía, daba los detalles para tal acusación no pudo ser presentada al jurado, Además, podían preguntarse si no era más corriente en un suicida dispararse el tiro en la cabeza. Deberían preguntarse también cómo se procuró el revólver el muerto. Y, por último, deberían considerar los puntos siguientes: quién arrastró el cadáver hasta la casa y por qué la persona que lo hizo, con gran trabajo por su parte y “a riesgo de extinguir cualquier tardío residuo de chispa vital”[5 - Palabras textuales.], no pidió ayuda a los habitantes de la casa.

Si el jurado descartaba la hipótesis del suicidio, quedaba la posibilidad de un accidente, de un homicidio impremeditado o de un asesinato. En el primer caso, si al jurado le parecía probable que el difunto, o cualquier otra persona, cogió el revólver del duque de Denver aquella noche por una razón cualquiera y que el arma se disparó, matando al interfecto por casualidad, mientras esta persona o el propio muerto la tenía en su mano, deberían declarar en su veredicto que se trataba de muerte por accidente. En tal caso, ¿cómo explicar la conducta de la persona, quienquiera que fuere, al arrastrar el cadáver hasta la puerta?

El coroner habló a continuación de la ley referente al homicidio involuntario. Recordó a los miembros del jurado que los insultos o las amenazas, por graves que sean, no pueden servir de excusa para matar a nadie, y que el hecho, para que sea excusable, ha de cometerse en el transcurso de una discusión repentina e impremeditada. Por ejemplo, ¿creían los miembros del jurado que el duque salió con la intención de decidir a su invitado a que entrase en la casa, para que pasara en ella la noche, y que el difunto le recibió con golpes o amenazas? Si era así, y el duque, al tener un revólver en la mano, disparó sobre el difunto en defensa propia, entonces solo había cometido un homicidio involuntario. Pero, en ese caso, el jurado debería preguntarse por qué el duque salió en busca del difunto con un revólver en la mano. Esta hipótesis estaba en completa contradicción con las declaraciones del duque.

Los miembros del jurado deberían considerar, por último, si la intención criminal estaba suficientemente establecida para justificar un veredicto de asesinato. Deberían considerar también si una persona cualquiera tuvo motivo, medios y ocasión para matar al difunto, y si era posible dar una explicación lógica de la conducta de esta persona admitiendo otra hipótesis. Si los miembros del jurado consideraban que esta persona existía y que, de una forma o de otra, su actitud era sospechosa o reticente; si creían que había ocultado los hechos que tenían cierta relación con el caso (aquí el coroner recalcó con insistencia las palabras, los ojos fijos en un punto del vacío, más allá de la cabeza del duque); si creían que había declarado en falso con la intención de inducir al jurado a error…, todo eso sería suficiente para crear una presunción de hecho contra la persona encausada, y el deber del jurado sería entonces dar un veredicto de culpabilidad contra ella, acusándola de homicidio voluntario. Considerando este aspecto de la cuestión, el coroner añadió que los miembros del jurado deberían decidir si, en su opinión, la persona que arrastró al difunto hasta la puerta del invernadero lo hizo para solicitar ayuda o con la intención de arrojar el cadáver al pozo situado cerca del lugar en que se había encontrado el cadáver. Si los miembros del jurado estaban convencidos de que el muerto había sido asesinado, pero consideraban que era imposible acusar a nadie valiéndose de los testimonios recibidos, podrían declarar que el asesinato había sido cometido por un desconocido; pero si creían que podrían imputar el asesinato a alguien, deberían cumplir con su deber sin hacer excepción de nadie.

Las insinuaciones estaban perfectamente claras. Guiados por ellas, los miembros del jurado, tras deliberar algunos instantes, acusaron de homicidio voluntario a Gerald, duque de Denver.

2

El gato de los ojos verdes

Y aquí tenemos al sabueso,

con el hocico hundido en la tierra…

    Bebe, perrillo, bebe.

Algunas personas consideran el desayuno como la mejor comida del día; otras, menos robustas, creen que es la peor y que, de todos los desayunos de la semana, el del domingo es infinitamente peor que ninguno.

Las personas reunidas alrededor de la mesa del desayuno en Riddlesdale Lodge no apreciaban, a juzgar por sus caras, lo que se llama un día de bendición. El único miembro que no parecía ni irritado ni molesto era el honorable Freddy Arbuthnot. Silencioso, trataba de extraer entera la espina del arenque ahumado que tenía en su plato. La presencia de este pescado poco distinguido en la mesa del desayuno de la duquesa mostraba hasta qué punto se hallaba desorganizada la casa.

La duquesa de Denver sirvió el café. Era una de sus molestas costumbres. A las personas que llegaban tarde al desayuno se las hacía conocer de este modo su desconsiderada pereza. La duquesa tenía el cuello largo, la espalda larga. Imponía a sus cabellos y a sus hijos una disciplina severa. Nunca se molestaba por nada, y su irritación se hacía sentir tanto más cuanto menos la demostraba.

El coronel Marchbanks y su esposa se sentaban uno al lado de la otra. En ellos no había nada hermoso, excepto su flemático afecto mutuo. Mistress Marchbanks no estaba irritada, pero se sentía cohibida por la presencia de la duquesa, porque no podía sentir lástima por ella. Cuando se siente lástima por una persona se la llama mi pobre amiga o mi pobrecita amiga. Puesto que, evidentemente, no podía llamar a la duquesa mi pobre amiga, no podía sentir lástima por ella. Esto ponía nerviosa a mistress Marchbanks. El coronel se hallaba molesto e irritado: molesto, porque era difícil encontrar un tema de conversación en una casa cuyo “señor” acababa de ser detenido por asesinato; irritado, porque estas cosas tan desagradables no deben ocurrir durante la temporada de caza.

Mistress Pettigrew-Robinson no solamente estaba irritada, sino profundamente herida. Cuando jovencita había adoptado la divisa Quaecunque honesta estampada sobre su cuaderno escolar. Siempre había pensado que era preciso no dejar jamás a su espíritu insistir sobre un tema que no era verdaderamente agradable. Aun ahora, a la mitad de su vida, procuraba ignorar los artículos periodísticos encabezados con títulos tales como: Atropello a una maestra de Cricklewood; Muerte en una caña de cerveza; Setenta y cinco libras por un beso, o Le llamó Juan Lanas. Decía que no comprendía que eso pudiera beneficiar a nadie. Lamentaba haber consentido en venir a Riddlesdale Lodge en ausencia de la duquesa. Nunca le había agradado lady Mary; la consideraba una especie particularmente chocante de las jóvenes modernas, independientes hasta el exceso; además, había ese incidente tan desagradable con un bolchevique cuando lady Mary fue enfermera en Londres durante la guerra. Tampoco le había agradado nunca el capitán Denis Cathcart. No le gustaba, en un joven, esa belleza demasiado visible. Míster Pettigrew-Robinson había deseado venir a Riddlesdale y era su deber acompañar a su marido. Claro que no podía reprocharle por este resultado tan desafortunado.

Míster Pettigrew-Robinson estaba irritado, simplemente porque el detective de Scotland Yard no había aceptado su ayuda en el registro de la casa y del parque ni en la búsqueda de huellas dactilares. Como hombre de mucha experiencia en esas materias (míster Pettigrew-Robinson era magistrado), se había puesto a disposición del policía. No solamente no le había hecho caso, sino que le había ordenado bruscamente que se marchase del invernadero, donde él (míster Pettigrew-Robinson) estaba reconstruyendo las cosas según las declaraciones de lady Mary.

Estas irritaciones y molestias hubieran podido ser menos penosas para todos si no las hubiera agravado la presencia de aquel detective. Este muchacho tranquilo, vestido de tweed, comía huevos con curry en uno de los extremos de la mesa, al lado de míster Murbles, el abogado. Llegado de Londres el viernes, había corregido a la Policía local y disentía fuertemente de la opinión del inspector Craikes. Ocultó al jurado ciertas informaciones que, expuestas abiertamente, hubieran impedido tal vez la detención del duque. Oficiosamente evitó la marcha de los desgraciados invitados con el pretexto de hacerles sufrir un nuevo interrogatorio, y de esta forma los tenía a todos reunidos aquel terrible domingo. Y para colmo, era amigo íntimo de lord Peter Wimsey, por lo cual tuvieron que prepararle una cama en el cottage del guardabosque y darle de desayunar en Riddlesdale Lodge.

Míster Murbles, que era anciano y hacía malas digestiones, había llegado precipitadamente el jueves por la noche. Encontró el juicio muy mal llevado y a su cliente intratable. Empleó todo su tiempo en tratar de obtener ayuda de sir Impey Biggs, K. C.[6 - King's Counsel, consejero del rey. Título conferido a los miembros eminentes del Foro de Londres.], que se había ausentado durante el fin de semana sin dejar dirección. Estaba comiendo pan tostado y sentía simpatía por el detective, quien le llamaba sir y le pasaba la mantequilla.

– ¿Acaso quiere alguien ir a la iglesia? – preguntó la duquesa.

– A Theodore y a mí nos gustaría ir – respondió mistress Pettigrew-Robinson —, si no es mucho trastorno. Podríamos ir a pie. La distancia no es mucha.

– Hay sus buenos cinco kilómetros – dijo el coronel Marchbanks.

Míster Pettigrew-Robinson le miró agradecido.

– Iremos en el coche – dijo la duquesa —. Yo también voy.

– ¿De veras? – preguntó el honorable Freddy —. ¿No cree usted que la mirarán con malos ojos?

– ¿Importa eso en realidad, Freddy? – dijo la duquesa.

– Yo creo que toda esa gente que vive en el pueblo es socialista y metodista.

– Si es metodista, no estará en la iglesia – observó mistress Pettigrew-Robinson.

– ¿No? – replicó el honorable Freddy —. Puedo apostar a que estarán, si hay algo que ver. Será para ellos mejor que un funeral.

– Existe, ciertamente, un deber que cumplir – dijo mistress Pettigrew-Robinson —, sean cuales fueren nuestros sentimientos íntimos y personales…, sobre todo en la época actual, en la que la gente es tan terriblemente débil.

Y fijó los ojos en el honorable Freddy.

– ¡Oh, no se preocupe por mí, mistress Pettigrew-Robinson! – dijo amablemente el joven —. Todo lo que yo digo es que esos animales hacen cosas desagradables, no me lo reproche.

– ¿Quién piensa en reprocharle nada, Freddy? – preguntó la duquesa.

– ¡Oh, es un modo de hablar simplemente! – respondió el honorable Freddy.

– ¿Qué piensa usted, míster Murbles? – inquirió la dueña de la casa.